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Un grupo de refugiados sirios está retenido indefinidamente en Ceuta

Decenas de refugiados sirios se encuentran atrapados en Ceuta. Retenidos por la policía ceutí en un control rutinario de pasaportes, no pueden acceder a Europa ni tampoco pueden volver a sus hogares. Están atrapados en un limbo, esperando que las...

Plaza de los Reyes, Ceuta. Todas las fotos por el autor.

“¿Saben en Europa que estamos aquí?”, pregunta Aras Wali mientras se frota los ojos y se mueve inquieto en su tienda, en busca de algo de sombra. Aras tiene 26 años, pero nueve meses de viaje por el desierto, barricadas y ciudades arrasadas por la guerra lo han dejado abatido, exhausto y con un aspecto de ser diez años mayor. Fue soldado del ejército sirio y huyó del país cuando se dio cuenta de que tenía que ir a la guerra. Recorrió casi 600 kilómetros a través de Siria, ocultándose de las fuerzas favorables a Assad en el maletero de un coche. Cuando llegó a la frontera de Israel, se desplazó por el norte de África hasta Marruecos y de ahí a Ceuta, ciudad en la que se encontraba en situación ilegal, a la espera de poder iniciar una nueva vida en la Europa continental. Pero no ha sido así.

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Aras es uno de los muchos refugiados sirios que se encuentran atrapados en Ceuta. Retenidos por la policía ceutí en un control rutinario de pasaportes, él y sus compatriotas emigrantes no pueden acceder a Europa ni tampoco pueden volver a sus hogares. Están atrapados en un limbo, esperando que las autoridades españolas les dejen marcharse.

La tarjeta de Aras Wali que le otorga protección “internacional” como refugiado político, válida solo en Ceuta.

Independientemente de las circunstancias particulares, el Gobierno español sigue el mismo protocolo para todas las personas que intentan acceder a Ceuta de forma ilegal. Puesto que no existen acuerdos de deportación con el vecino Marruecos, no se les permite enviar a los deportados a través de su frontera, por lo que los deportados son retenidos en el Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI) de Ceuta, un centro de internamiento de puertas abiertas y excesivamente masificado en el que se les proporciona comida y cama hasta que las autoridades españolas decidan qué hacer con ellos.

“Si esto fueran Francia, Alemania o Inglaterra, ya tendría los papeles”, afirma Wali. “Tengo amigos que viven en Europa y ahí las cosas son más fáciles. Llevo cuatro meses en Ceuta y todavía nada. No puedo volver a Siria. Estuve en el ejército y soy kurdo, de Aleppo. Si no me mata el ejército, lo harán los radicales”. Wali es uno de los pocos que ha solicitado asilo en España como refugiado político. Se le ha expedido una tarjeta roja que le otorga protección “internacional” como refugiado, si bien su validez se limita a la ciudad de Ceuta, no a la península y debe renovarse cada seis meses. Actualmente, el proceso para obtener asilo político puede dilatarse hasta dos años.

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Deeba El Ali, 84, el miembro de más edad del grupo.

En una ocasión, Wali intentó acceder a la península colándose en un ferry que realizaba el trayecto entre Ceuta y Algeciras, pero la policía lo detuvo, lo esposó, lo encerró durante dos días, le tomó las huellas y lo devolvió a Ceuta.

La ciudad autónoma de Ceuta se encuentra a unos 40 kilómetros de la península, lo que supone un viaje de una hora en ferry. Su frontera con Marruecos no es cosa de chiste. Delimitada con una valla de casi 6 metros y coronada por cuchillas, se extiende unos 8 kilómetros por las tierras pobladas de matorrales que rodean la ciudad. La frontera está intensamente vigilada por patrullas de las fuerzas de seguridad españolas y cada 800 metros hay una torre de vigilancia con cámaras de infrarrojos, para detectar posibles intentos de cruzar en plena noche.

Ahora, un grupo de 84 refugiados sirios, que han logrado sobrevivir a tan duro viaje y llegar a Ceuta, han empezado a acampar en una de las plazas principales de la ciudad, la plaza de los Reyes. Su campamento improvisado, con tiendas de campaña y ropa tendida, es perfectamente visible desde la oficina del gobernador y se erigió como protesta por la detención a la que son sometidos los inmigrantes y con el fin de hacer público su deseo de obtener un permiso para residir en Europa. Pero las autoridades ceutíes siguen ignorándoles.

“Estos días son horribles”, explica Ahmed Hussein, un chico de 24 años de una pequeña ciudad al sur de Aleppo, mientras bebemos agua bajo el sol abrasador del norte de África. “Nadie nos escucha. Llevamos más de 50 días acampados y nadie ha venido a preguntarnos qué problema tenemos. Nadie ha venido a saber qué estamos haciendo aquí. Tenemos familia, mujeres, hijos… nadie está haciendo nada para ayudarnos.”

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Ahmed Hussein

Antes de la guerra, Hussein estudiaba Económicas en la Universidad de Aleppo. También aprendió periodismo en la empresa de comunicación neerlandesa Free Press Unlimited y cubrió los primeros días de la revolución siria. Sin embargo, cuando Siria se sumió en la guerra civil, la empresa dejó de hacer aportaciones a los periodistas que había formado y se retiró del país por completo.

“Tuve que irme de ahí”, me cuenta Hussein. Gracias a sus amigos y un tío suyo que vivía en Estambul, Hussein se puso en contacto con la mafia turca y empezó a planear la forma de entrar a Europa de forma clandestina en barco desde Turquía.

Los refugiados cargan sus teléfonos y portátiles en cafeterías y quioscos para poder comunicarse con sus familias en Siria.

“Era demasiado (la mafia turca le pedía casi 74.000 euros). Entonces supe de Ceuta, que estaba entre Marruecos y España. Crucé el desierto de Argelia a pie y llegué a Marruecos. Intenté cruzar la frontera dos veces, primero con un pasaporte marroquí falso y luego con uno español. Ni siquiera me fijé en el nombre que había escrito, pero la segunda vez logré cruzar. Y ahora, esto”, explica, con las palmas de las manos hacia arriba. Pocos días después de haber cruzado la frontera, detuvieron a Hussein en una inspección rutinaria, en la que descubrieron que su pasaporte era falso. Le pregunté qué sentía al estar atrapado en un país sin documentos, imposibilitado para seguir adelante.

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“Cada día es lo mismo. Esperar, atrapado aquí. No tenemos derecho a pasar ni tampoco a quedarnos; no tenemos derecho a existir. Nunca me habría imaginado esto.”

La historia de Hussein es un reflejo de la del resto de manifestantes acampados en la plaza de los Reyes. La mayoría ha recorrido largas distancias desde Siria, pasando por Israel, Egipto, Libia, Argelia, Turquía y hasta Marruecos. Los que vivían en el norte de Siria, sobre todo en la zona de Aleppo, cruzaron hasta Turquía y se embarcaron destino a Egipto, desde donde iniciaron la ruta hacia el norte de África. Muchos se ocultaban en camiones o caminaban de noche con lo que pudieran llevar a cuestas. El viaje podía durar entre seis meses y dos años. Hussein calcula que el viaje hasta Ceuta ha costado a los sirios que lo han hecho más de 147.000 euros en comida, transporte, sobornos en la frontera y pasaportes falsos.

Los musulmanes del grupo siguen observando estrictamente sus prácticas religiosas. Ya se ha iniciado el Ramadán, por lo que muchos en el campamento hacen ayuno.

Junto con Melilla, a unos 390 kilómetros, la atención de Ceuta se centra especialmente en la enorme valla con alambre de espinos que separa la ciudad de Marruecos, que suelen asaltar en masa los migrantes subsaharianos que intentan llegar a Europa, lo que acaba con las muertes de algunos de ellos.

Aras Ramos, de 26 años, es otro estudiante de Económicas amigo de Hussein.  Al igual que Wali, él es uno de los pocos a los que se ha expedido una tarjeta roja. Le pregunto cuánto tiempo lleva en Ceuta.

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“Llevo tres meses aquí… mi amigo lleva nueve meses. No quiero pasarme aquí diez meses, un año, sin saber nada. Mi familia está en Siria, tengo que trabajar para poder enviarles dinero. Tenemos familiares en Europa, hermanos o madres en Francia, Alemania, el Reino Unido. Allí es donde deberíamos estar ahora. Dicen que tenemos derechos, pero aquí no tenemos ninguno”.

“Estuve un mes en el CETI”, dice Ramos. “Las condiciones allí son horribles. Diez personas compartiendo habitación. Cuando una enferma, todo el mundo se pone malo, también. El aire no es bueno, no se puede dormir, hay ruido, los niños también están hacinados. Un niño se rompió el brazo al caerse de una litera. Nos sentimos como animales. Mi cama era totalmente negra de lo sucia que estaba. Hablé con el encargado y lo único que me dijo es ‘No me importa, no me importa.’”

Los sirios se marcharon del CETI y se reunieron en la plaza de los Reyes, manifestándose por su derecho a cruzar a la península. El miembro del grupo de más edad, a sus 84 años, es Deeba El Ali, quien hizo la mayor parte del viaje a pie. La más joven de ellos nació en un hospital a unos metros de la plaza hace tres semanas. Hussein la saca de la tienda y la pone en mis brazos. Lleva un lazo azul en la cabeza y tiene los ojitos entrecerrados.

La componente más joven del grupo nació hace tres semanas.

“Está muy débil”, suspira Hussein. “La situación es muy delicada”. Me explica que hay varios niños que tienen problemas para mantenerse solos de pie debido a la falta de calcio y por estar malnutridos. Le pregunto si la ciudad les ha ofrecido algún tipo de ayuda y se encoge de hombros. Hace un mes, la Cruz Roja les visitó un día especialmente caluroso y repartieron botellas de agua, pero desde entonces, nada. Hay voluntarios de una mezquita cercana que les llevan comida todas las noches, pero el resto de la ciudad no parece dispuesta a ayudar.

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“Estos manifestantes han abandonado el CETI voluntariamente”, afirma José Carlos García, del Ayuntamiento de Ceuta. “Están infringiendo la ley al acampar en un espacio público con sus tiendas y la ciudad planea tomar medidas legales contra ellos. Enviaremos notificaciones a cada uno de ellos para hacerles saber que han incumplido la ley. Disponen de 15 días para presentar un recurso una vez recibidas las notificaciones. Pueden recurrir o marcharse por su propio pie. Si deciden quedarse, la ciudad puede solicitar autorización judicial para retirar sus pertenencias.”

“¿Apartar el problema en lugar de resolverlo?”, le pregunto.

“Se ha establecido un diálogo para tratar de considerar el derecho de la gente de Ceuta a utilizar el espacio público así como las necesidades de los refugiados. Podrían dormir en el CETI cada día y manifestarse aquí. Pero no van a obtener más derechos protestando que si no lo hacen”. Le pregunto sobre el proceso de apelación y la asistencia jurídica que podrían recibir los refugiados, teniendo en cuenta que la mayoría de ellos ni siquiera puede hablar español.

“No existe un sistema establecido para personas en esta situación. Si se produce una disputa entre la ciudad y los manifestantes, la ciudad no va a ayudarles.”

En las oficinas gubernamentales, que dan al campamento, los funcionarios tienen aún menos intención de mover un dedo por ellos.

“Esas personas han salido del CETI y se han plantado aquí, en la plaza, utilizando sus protestas como medidas de presión”, asegura el portavoz de la Delegación del Gobierno de España en Ceuta, que pidió que no se revelara su nombre. “Mientras no se revisen sus expedientes, no se les va a llevar a la península. No podemos ceder a las presiones porque, si no, mañana podríamos tener al resto de colectivos —como todos los subsaharianos— presionándonos con medidas similares.”

“Prácticamente ninguno de ellos ha solicitado asilo en España”, continúa. Cuando pregunto por qué tienen que esperar tanto tiempo —algunos más de un año— para que se tome una decisión, responde, “Respetamos la prioridad de los que llevan aquí más tiempo, para que sean los primeros en irse, pero no podemos permitir que la gente crea que con estas presiones van a conseguir acelerar el proceso.”

El sol ha estado azotando el campamento todo el día y la gente está agotada. Se tumban a la sombra o se remojan las manos en cuencos de plástico mientras los niños persiguen a las palomas. Algunos discuten o fuman. Hablo con uno de los miembros de más edad del grupo, un hombre que trabajaba en una fábrica en el sur kurdo, con marcadas facciones y muy atractivo.

“Aquí, como en Siria, los kurdos como yo no tenemos derechos. Pedimos democracia. Creemos que no hay ningún sitio más democrático que Europa. Vine aquí a reclamar mis derechos, pero esto no es democracia”, asegura, acariciándole el pelo a un niño junto a él. Frente a él está Khalid al Batar, de 24 años, panadero de Homs cuyo negocio hoy está en ruinas. El calor, el aburrimiento y mis insistentes preguntas lo están poniendo cada vez más nervioso.

“No queremos quedarnos en España”, grita, secándose el sudor del cuello. “Que el Gobierno español nos dé un día para cruzar y nos iremos. Desde el principio solo queremos cruzar. No cuesta tanto trabajo, pero nadie nos escucha. Huimos de una guerra y hemos acabado en una prisión.”