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Un viaje a Hookaido

Cuchillos, opresión y consoladores.

Había oído muchas cosas acerca de la norteña isla de Hokkaido, una franja de tierra de la longitud de Inglaterra que comprende el 25% del territorio total de Japón pero alberga únicamente un 5% de su población, y me picaba la curiosidad. Con una larga historia de colonización, represión étnica y amenazas rusas, Hokkaido, que durante la era Meiji tuvo sus propios gulags (no por nada se la conoce como “la Siberia japonesa”; no por el frío sino por ser el lugar al que se llevaba a los represaliados), se me antojaba como la última frontera nipona. Sin pensármelo mucho compré un billete de avión y, tras llegar a Hakodate, en el extremo sur de la isla, alquilé un coche y puso rumbo al norte. Durante el camino me encontré con convictos cargando pesadas herramientas eléctricas, ainus porreros dedicados a la artesanía erótica, moteros superpasados de rosca y un número apocalíptico de edificios abandonados. Ah, y me libré por poco de ser secuestrado por unos marineros rusos.

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Hakodate, uno de los primeros puertos japoneses en abrirse al comercio internacional, fue en su día un ajetreado centro neurálgico de negocios y movimiento. Ya no. Hoy es, es su mayor parte, un lugar deprimido en el que reina la desolación. Si descontamos el traqueteo de la vía férrea que va de la costa a la estación del monte Hakodate, el silencio es casi total en este lugar anquilosado, mortecino.

Los habitantes, obviamente, deben complacerse en llevar cuchillos porque los vagones del tranvía están recubiertos de pósters de la policía recordando a la población la ilegalidad de llevarlos. A poca distancia de la estación pude hacerme una foto junto a una silueta de cartón con el rostro de uno de los miembros de la secta Verdad Suprema que cometió un ataque con gas sarín en la estación de metro tokyota de Aum. Parece que la policía no descarta que el pájaro, al que no llegaron a capturar, pueda estar escondido por aquí.

Nos dirigimos a la fortaleza de cinco puntas de Hakodate, donde tuvo lugar la última batalla de la guerra Boshin. En su momento sería una construcción poderosa, pero ahora apenas es una carcasa rodeada de maleza.

Hokkaido estaba originalmente habitada por los Ainu, un colectivo étnico autóctono, pero se convirtió en el premio final en las guerras coloniales entre Japón y Rusia. Se llevó el gato al agua Japón, como es evidente, pero los rusos todavía son fuertes en distintos puntos de la isla. El viejo edificio del consulado de Rusia está en una colina, abandonado. Su arquitectura victoriana tal vez parezca normal para los estándares de los países anglosajones, pero es que edificios como éste, en el resto de Japón, simplemente no existen.

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Hay un cementerio especial para los rusos muertos, muy cerca de un cementerio específico para británicos y otro para chinos. En el lugar flotaba una atmósfera que parecía decir a los visitantes, “Mira cuántos extranjeros han intentado imponerse en suelo japonés y han acabado fiambres bajo una losa conmemorativa.”

El monte Hakodate está a las afueras de la ciudad. Durante todo el día nos ha sorprendido la escasa gente que nos hemos ido encontrando en nuestro deambular; imaginad la mayúscula sorpresa que nos llevamos cuando nos encontramos a la población al completo de Hakodate en la cima de la montaña, charlando y relacionándose en medio de la niebla. Cuando se aclararon las nubes nos dimos cuenta de que todo el mundo estaba allí para disfrutar de las vistas.

Dejamos Hakodate para aventurarnos hacia el lago Akan, en el enorme Parque Nacional de Akan. Allí es donde residen los últimos individuos de la población nativa de Hokkaido, los ainus, en paz tras varios siglos de persecución japonesa.

De hecho, la persecución parece un tema con el que a algunos japoneses les encanta flirtear. Antes de llegar a Akan recibimos una rápida lección de insensibilidad cultural en la capital de Hokkaido, Sapporo. Caminando por una de las calles principales de la ciudad pudimos ver objetos tan discretos y elegantes como estos expuestos para su venta en el escaparate de una tienda.

En Hokkaido quedan aproximadamente unos 150.000 indígenas Ainu, pero el censo se queda corto si tenemos en cuenta las personas nacidas de parejas mixtas de ainu y japonés y el número aún mayor de gente que mantiene su ascendiente ainu en secreto. Desde un punto de vista estrictamente etnológico, hay antropólogos que sugieren que los Ainu están más cerca de los maoríes de Australasia que de los japoneses, y que con casi toda certeza abundan en su DNA genes mongoles y rusos. Se caracterizan por ser en general hirsutos, luciendo los hombres largas barbas con las que la mayoría de japoneses sólo pueden soñar.

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Cuando los japoneses colonizaron Hokkaido, los ainus fueron perseguidos y exterminados, y los que quedaron pasaron a ser una infraclase social sin ningún tipo de derechos. No fue hasta el año pasado que el gobierno japonés reconoció la condición indígena de los Ainu, instando a poner fin a siglos de discriminación. Con el historial de brutalidad en carne propia que han padecido los ainus, la decisión del gobierno de intentar rejuvenecer ahora su cultura parece insuficiente y tardía. No quedan ya muchos ainus, y de los que quedan parece que sólo cuatro pueden hablar en lengua Ainu con fluidez.

Los últimos vestigios de la cultura Ainu se han convertido en una atracción turística. Los japoneses viajan desde todo el apís para ver cómo viven los ainus en sus poblachos ainus haciendo sus cosas ainus. En el centro de la ciudad se ha construido un granteatro en el que los turistas pueden ver a los ainus bailar sus danzas tradicionales y algunos rituales festivos. Sólo cuatro personas, incluyéndonos a mí y a mi compañera de viaje, acudimos al teatro esa noche. Debo decir que algunas de las canciones Ainu eran bastante estrepitosas.

Después practicaron un juego llamado “Atrapa el plato”. Consistía en atrapar un plato. No molaba nada.

Al cabo de un rato nos dejamos llevar por el espíritu de las cosas y nos unimos a los intérpretes en el escenario para tomar parte en uno de sus bailes.

La mayoría de la gente que trabaja en el sector del tallado de madera tradicional Ainu en realidad no son ainus. Muchos ni siquiera son de Hokkaido.

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Por fin, tras recorrer un sinfín de falsos establecimientos ainu, conocimos a Araki, de 25 años; un ainu auténtico (aunque con algo de sangre japonesa en sus venas) que se ofreció a contarnos cómo era la vida en el guetto en el que viven los de su raza.

Nos enseñó una foto de su abuelo, que había sido un famoso tallador de madera y vivía ahora con su esposa en una habitación encima de la tienda. Araki me contó que cuida de ellos mientras sus padres trabajan. Se le notaba frustrado, y nos admitió que no tenía más remedio que quedarse allí en Akan, tallando búhos de madera, hasta que fallecieran sus abuelos; sólo entonces podría marcharse de allí. Dijo que no veía la hora de emigrar a Canadá porque le habían asegurado que allí el cannabis era de primera. Sin embargo, y a juzgar por sus risitas y su cara de bonifacio, nos pareció que en cuestión de hierba ya iba bien servido allí en Akan… “Oh, sí, tenemos un campo entero plantado a las afueras del pueblo”, dijo.

Al parecer, sus consoladores de madera con forma de mujer con cabeza de polla se vendían estupendamente bien. Eso sí, nos advirtió de que si los íbamos a usar los recubriéramos primero con un condón, para evitar clavarnos una astilla. Qué sexy.

Y a continuación nos enseñó esta innovación en materia de tecnología consoladora: el rascador de espaldas con forma de pene. Tras comprarle dos para obsequiar a nuestro regreso a un par de solitarias amigas nuestras con un problema de eczema en los omóplatos, subimos al coche y enfilamos la carretera en dirección al norte.

Podéis leer la segunda parte de esta excursión a Hokkaido haciendo click aquí.

ALEX HOBAN