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Comida

Una noche por los peores restaurantes de Madrid

El centro de capital es una Torre de Babel gastronómica lleno de locales de dudosa calidad: sidrerías asturianas de medio pelo con sus bollos preñaos, croquetas que han sobrevivido a una explosión nuclear y platos combinados a base de kikos y huevo...

Me dedico a escribir sobre comida. Normalmente, voy a restaurantes buenos o buenísimos. Voy, como y después hablo sobre ellos. Cuando VICE me propuso una noche por algunos de los restaurantes más chungos de Madrid me di cuenta de que iba a hacer justo lo contrario: pagar por comer en algunos de los peores antros de la capital. Un paseo por el lado salvaje de la hostelería similar al que realizaron en Barcelona hace unos días.

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No es fácil encontrar a alguien que te acompañe en esta excursión. Pregunta entre tus conocidos si alguien quiere ir a conocer un restaurante con estrella Michelin. Un mar de manos levantadas. Para lo de ir a templos del malrollismo culinario no hay tantos voluntarios. Un titán como mi colega Juanma, guitarrista del grupo punk Las Amigas no se arredra ante esto. Sale a tocar en falda, ¿qué esperabais?

Nuestro punto de partida es la sidrería Casa Parrondo. Probablemente en los 80 era un sitio respetado. Ahora es una sidrería asturiana de medio pelo que acumula toneladas de críticas negativas en TripAdvisor y en el que se invita a abandonar el local a cualquier pareja homosexual que decida darse afecto en público. Nada más entrar, los camareros se colocan a tu lado como soldados prusianos para que no dejes de comer y beber en ningún momento. Retiran los platos y proponen nuevas alternativas sin descanso. El objetivo es que consumas sin cesar mientras te deleitas con el mosaico de fotos que decoran sus paredes y en las que el dueño, poseedor de un mostacho que lo convierte en un claro precursor del Movember, posa al lado de Quique Camoiras, Xabi Alonso, Mar Flores y demás estrellas patrias.

Lo primero en caer en nuestro plato es un bollo preñao. Lo partimos a la mitad y Juanma se queda con la parte del chorizo. Parecía que yo había salido perdiendo pero a juzgar por la expresión de Juanma al probarlo él salió peor parado.

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De segundo, tortilla de huevina. Se supone que era campera y que tenía trozos de pimiento por dentro. Si la cortabas, lo único que veías era masa blancuzca y, en algunas partes, toques naranja radioactivos. Tenía un regusto ácido. Si es pariente de la tortilla de patata debe ser muy lejano. "¿Un poco de sidra para acompañar?", nos ofrece un simpático camarero sudamericano que la escancia con soltura. Tomamos un par de culines y seguimos nuestro camino con la tortilla practicando el sube y baja en el estómago.

La ciudad está desierta. El Madrid juega a esta hora con el Liverpool y nos dirigimos a la Plaza Mayor con la esperanza de encontrar una simpática panda de hooligans que ahogan en sangría su frustración por no tener entrada para el partido, pero no, no hay ni un alma. Entramos en el Tineo, uno de los bares escoltados por un camarero con pajarita y el panorama es desolador. Somos los únicos clientes del local y estamos solos en la barra. Bueno, solos no. A mi lado, cohabitan un trapo de cocina y una bayeta.

Pedimos un par de cañas y nos ponen de pincho lo que parece la especialidad del local. Si tuviera que definirlo, diría que es una tortita del VIPS a la que le han puesto salsa picante aguada de bote por encima. El resultado es difícil de describir.

Abandonamos urgentemente el local, no sin antes hacerle una foto a un plato combinado que reposa en la barra. Kikos y un huevo cocido. Juntos en la adversidad.

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A la salida, nos fijamos en un joven que acaba de sentarse en la terraza. Es el único y el camarero acude a tomarle nota. Algo me dice que deberíamos advertirle, pero no lo hacemos y seguimos nuestro camino.

La siguiente parada es Huertas, un entramado de calles donde la depresión gastronómica es la norma. Intentamos probar suerte en un gallego, pero están cerrando y ya no hay posibilidad alguno de probar su lacón osu pulpo. Lástima. No obstante, nos tomamos algo mientras hacemos fotos al interior del bar. Centenares de mejillones cuelgan de paredes y techo, como si fuera una decoración perpetrada por un H.R. Giger de las Rias Baixas. La luz del fluorescente le da un aire de nave espacial chunga.

A la salida, un simpático cazaturistas dominicano nos invita a probar la suntuosa oferta de tapas de un pub irlandés, el O' Reilly's. "El corazón de Irlanda en el centro de Madrid". Hermosa sentencia. Examinamos cuidadosamente las fotos de la carta plastificada y le pedimos opinión al relaciones públicas: "Se come bien, no es como el kebab y esa basura. A mí me dan de comer todos los días… Bueno, solo a mediodía, por la noche no. El otro día me hicieron un bocadillo". Juanma y yo nos miramos y decidimos aceptar el reto.

El interior del pub es oscuro y hay una especie de luz fosforescente muy desagradable que hace que no veas una mierda. Le indicamos al camarero, un barbilampiño joven del Este de Europa, que queremos probar la selección de tapas. Elegimos ocho: lacón, tortilla, ensaladilla rusa, callos, jamón serrano, chopitos, albóndigas y "croquetas caseras", como digo en voz alta ante el camarero esperando su confirmación. "Croquetas", me responde. "Caseras", sigo yo. "Croquetas", me repite. Me mira mal y detengo el bucle.

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Lo primero que hace es traernos una estructura de metal circular a la mesa sobre la que dispondrán los platitos de tapas. Un toque de distinción que nos convierte en los clientes preferentes del local. Sin duda. El resto toma pintas y come panchitos mientras nosotros nos disponemos a disfrutar de un banquete. "Esto es un menú degustación", afirma Juanma. Totalmente de acuerdo.

Todo llega a la vez. Empezamos con el jamón. Cuatro lonchas de un espesor ínfimo que, aunque pongamos el plato en posición vertical, siguen pegadas a él.

Atacamos los callos. Vienen en una simpática cazuelita de plástico rojo. Es carne de cerdo, pero no tienen nada que ver con lo que conocemos como callos. La salsa es aceitosa. Pruebo un poco y paro. Me estoy atragantando.

La ensaladilla rusa, los chopitos y la tortilla pasan sin pena ni gloria. Obviamente no son de primera calidad, pero tampoco hacen que pote, lo cual está bien, sobre todo a estas alturas de la noche.

El lacón merece capítulo aparte: se supone que el bueno está jugoso y lleva un chorrito de aceite de oliva por encima. El que nos sirven está tan seco que podría utilizarse como arma arrojadiza capaz de cercenar gargantas como si fuera la espada de Conan.

Respecto a las croquetas, tienen el aspecto de haber sobrevivido a un apocalipsis nuclear. Cuánto deben haber sufrido en la freidora.

Las albóndigas son el final y el clímax del festín. "Se parecen a las Tron", dice Juanma. "¿Tron?". "Sí, una marca de albóndigas para perro que venden en los chinos". Partimos una de ellas. El interior es un amasijo de ¿carne? enmarcada por un cerco blanquecino. Es un monstruo que una vez soñó ser albóndiga.

Salimos del local tras disfrutar de un festín capaz de sumergir la Marca España en un cubo de heces. En total, hemos invertido 50 euros en una parada de los monstruos gastronómica. El roto que tenemos en el bolsillo es grande, pero aún es mayor el que le hemos hecho a nuestro estómago.