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Cultură

Visité el pueblo de Verano Azul para recuperar mi infancia

El barco de Chanquete está en un paraje feo y deprimente junto al 'Quiosco Piraña', los mosaicos con las caras de los actores parecen ex toxicómanos y hay un tour en el que te guía Tito.
Todas as fotos pela autora

Atardece en Nerja, pintoresco pueblecito de la costa de Málaga. Estoy de pie, observando un barco azul encallado en mitad de un parque. Alzo los brazos hacia él. Sé que había un grito, una especie de proclama, que hasta cantan los borrachos en el metro de Madrid, pero no me salen las palabras. Dos tíos calvos, un poco más allá, empiezan a cantarla por mí, mientras se graban con un palo selfie: "Del barco de Chanquete, no nos moverán".

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Sólo escucharla me da vergüenza. Pero es lo que toca. Un matrimonio que se fotografía a mi lado también la canta. Estoy bajo la proa del barco de Chanquete. Y jamás en mi vida he visto Verano Azul.

El gran bochorno de mi infancia fue un día, el patio del colegio, cuando una niña dijo que le gustaban Pancho y Javi, y yo le respondí, muy ufana, sintiendo que controlaba la situación a tope: "¿Pancho y Javi, de Vacaciones en el Mar?". Vi la burla y el escarnio en sus ojos incluso antes de que me señalara y se riera. Acababa de ser descubierta. Vacaciones en el mar no tenía que ver una mierda con Verano Azul. Vacaciones en el mar iba de un crucero, de peña adulta con el pelo cardado que follaba y se traicionaba en alta mar.

No tuve ni tele, ni teléfono hasta que cumplí los diez años. En el coche, de camino al colegio, me aleccionaba a mí misma para salir airosa en las conversaciones de patio: " Verano azul , niños en bici. Vacaciones en el mar, follar en alta mar. Vip Noche, el señor de las gafas y las zapatillas con traje. "Mama Chicho me toca" tetas".

Cada cierto tiempo algún turista entra en coche en el pueblo y se detiene a preguntar: "Disculpe, ¿es esto Verano Azul? ¿Es usted de aquí, de Verano Azul?"

Nunca vi Verano Azul. Hasta hace muy poco, no entendía por qué a la gente se le llena el alma de amor cuando va pedaleando en grupo, y tiene que expulsar su exceso de alegría silbando esa tonadilla tan jovial y repetitiva.

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¿Es posible sobrevivir a la existencia absolutamente despojada de un tramo tan fundamental de la cultura popular? Es duro, pero no imposible.

Hay dos opciones: Se puede solucionar con silencios y salir a fumar en el momento en el que a la gente se le enciende la nostalgia y empieza a hablar de Los Aurones y Chicho Terremoto. Ser paria de la cultura de la Nocilla y la Baticao frente a la tele puede superarse con esa actitud melancólica de ser extranjera en tu propio país, pero esta opción nunca permite sobreponerse del todo. Una se siente siempre como una niña de Alemania del Este o una abuela que empieza a tener lagunas de memoria.

La otra opción es plantarle cara al asunto y tirar de YouTube, avanzando a dentelladas por el terreno desconocido, tragando información e incorporándola, conquistando, ya de adulta, esos mitos sin los que parece que a tu alma le falta un trozo grande. Esa es la opción que yo escogí.

Vivo incorporando nuevos datos constantemente. De esta forma, vi El príncipe de Bel Air con veinticinco años, un verano que me rompí varios dedos del pie. Escuché ese rap de apertura y los huesos rotos no se soldaron, pero muchas cosas sanaron en mi cabeza. Me sentí arropada por la televidencia popular, prietamente abrazada por mi generación.

Qué rico es sentirse parte de algo, sea una secta mariana o un grupo de niños que llora frente a la televisión la muerte de un marino antisistema. Las antiguas heridas se iban cerrando.

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El barco de Chanquete, símbolo de la resistencia pacífica y el plantarle cara a la especulación inmobiliaria, está situado en un paraje feo y deprimente, justo al lado del Parking Verano Azul, el Bar Chanquete y el Quiosco Piraña

Cuando decidí darle a duro a la asignatura Verano Azul, jamás imaginé que las cosas se precipitarían de esa manera. Pasé una noche entera leyendo un ensayo sobre la serie, escrito por Mercedes Cebrián y recientemente publicado por la editorial Alpha Decay.

Me chuté en vena los grandes momentos de los capítulos clave para que esa parte de folklore español quedase firmemente grabada en mi cerebro. Aspiré en horas el conocimiento que casi todo el mundo fue mamando mansamente durante largos años de reposiciones. Cuando empezó a amanecer, yo ya "me sabía" Verano Azul. Antes del mediodía, ya había convencido a unos amigos, y estaba en un coche camino de Nerja.

Por una vez, no iba a alcanzar simplemente el aprobado raspado. Iba a tocar con mis propias manos la escenografía de los sueños de miles de niños españoles.

Nerja es un pueblo cuidado y bello, un pequeño oasis de ese turismo setentero, inofensivo aún, que ya ha sido tapado en casi toda la costa española por la construcción desenfrenada de altos edificios, campos de golf y casinos.

En Nerja, ves a alguien con una neverita de playa y sabes que lleva refrescos y filetes empanados, y no vísceras sangrantes recién extirpadas para ser entregadas al tráfico de órganos. Es seguro, es bonito, las enredaderas trepan por los muros y las flores se derraman desde los balcones de las casitas blancas.

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Con Nerja me pasa igual que cuando fui a Estados Unidos: uno se pregunta si las películas copian ese mundo americano, o si bien son los americanos los que construyen sus vidas, su lenguaje y su personalidad a imagen y semejanza de sus propias películas.

Nerja mantiene una inocencia y un pintoresquismo tales, que, al principio nos preguntamos si se ha mantenido así de puro por respeto al imaginario de la serie o, al contrario, la serie se hizo precisamente allí por resultar un lugar lleno de buenismo y candor, escenario perfecto para los cerebrines aún suaves de los nenes de los 70.

Nos metimos entre las calles del pueblo con la emoción de un tour por Jurassic Park. Los habitantes dicen que cada cierto tiempo algún turista entra en coche en el pueblo y se detiene a preguntar: "Disculpe, ¿es esto Verano Azul? ¿Es usted de aquí, de Verano Azul?"

Aunque la presencia es más o menos constante, el tirón turístico de la serie no ha sido explotado en absoluto. Y esto, que en otras circunstancias nos parecería loable (cómo nos encanta despreciar el souvenir, el monumento trillado), nos provoca cierta decepción.

De pronto queremos camisetas de Verano Azul, helados Piraña, viseras Pancho, sujetadores Bea, mascarillas antiacné Desi. A pesar del pequeño bajón por este vacío de merchandising cutre, aún tenemos para un par de horas de ilusión.

Sé que cuando la mire con distancia, mi actitud me resultará absolutamente ridícula, pero en ese momento no puedo dejar de lanzar grititos y observar en los mapas que hay por todo el centro del pueblo cómo nos vamos acercando al Parque Verano Azul, a ese paseíllo hollywoodiense decorado con los mosaicos con los rostros y los nombres de los actores de la serie.

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Pasamos por el Balcón de Europa, escenario de algunos de los momentos de la serie. Nuestra ansia de mitomanía nos convierte en un grupejo de niños déspotas y paletos, que despreciamos cada monumento o lugar que pisamos porque "no es nada de Verano Azul", y pasamos al siguiente.

Cuando llegamos al parque Verano Azul, una ola de decepción nos va alcanzando sin llegar a ahogarnos del todo.

El parque es feo, sólo un poco de verdor para llenar el cauce de un río que ya no fluye. Cuando preguntamos por el barco de Chanquete y nos dicen que está "justo detrás del Supersol", nos da todo el bajón. El barco de Chanquete, símbolo de la resistencia pacífica y el plantarle cara a la especulación inmobiliaria, está situado en un paraje feo y deprimente, justo al lado del Parking Verano Azul, el Bar Chanquete y el Quiosco Piraña. Es difícil sacarle una foto sin que salgan también la entrada del parking y las basuras del Supersol.

Sin resultar del todo espantosos, los mosaicos con las caras de los actores de la serie tienen un aura de asociación de pintura de ex toxicómanos. Los rasgos de los personajes están trazados torpemente, y nadie se parece a nadie. Pancho, Bea, Quique, Desi, Piraña, Javi y Tito son un poco como niños viejos de Aphex Twin. De paseo mitómano con los ojitos brillantes de ilusión, hemos pasado a una especie de viajecito irónico, en el que todo es mofa y burla.

Cuando nuestra alma sedienta de mitos pide más alimento y no tenemos nada que darle, decidimos comer y emborracharnos. Pedimos patatas fritas, cazón en adobo. Y también pedimos, cómo no, chanquetes. Aún nos queda un fino hilo mitómano del que agarrarnos. Y, joder, los chanquetes, que son unos pescaditos pequeños y grisáceos, son lo único que sabe malo, como recién descongelado después de años entre hielo.

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Callamos y los comemos, pero somos gente de letras, con la metáfora y el símbolo siempre en la punta del cerebro, y todos estamos pensando en que este tour de hoy ha sido como ir a comer pescaíto frito y darse en el morro con unos palitos de mar rancios, con la zona del centro un poco congelada.

En la barra del bar, unos folletos informan de dónde sale el tour Verano Azul, en la que el turista es guiado por cada uno de los lugares míticos de la serie por Miguel Joven, el actor que interpretó a Tito, que ha montado una empresa en la que le saca todo el jugo a sus años de niño actor. Cuando alguien sugiere hacer la ruta al día siguiente, miramos hacia otro lado y pedimos otra ronda de cañas.

En el tour Verano Azul, el turista es guiado por Miguel Joven, el actor que interpretó a Tito, que ha montado una empresa en la que le saca todo el jugo a sus años de niño actor

El tiempo que tarda en desvanecerse el mito es el mismo tiempo que tardó en formarse. Una noche. Mientras volvemos, en el coche, siento una extraña paz. También reconozco, al fondo a la derecha del alma, el impulso irrefrenable de lanzarme a un nuevo pueblo, de recorrer los platós de Barrio Sésamo, de tomarme un cubata en el bar de Makinavaja. Quiero desmantelar uno a uno todos los no mitos de mi infancia sin tele.

Ya en la carretera que nos aleja de la costa, recuerdo un día, a los veinte años, recién llegada a Madrid. Acababa de comerme toda la información necesaria para saber de qué iba aquello de Farmacia de Guardia. Iba andando por Gran Vía y me crucé con Cesáreo Estébanez, ese Sargento Romerales que siempre intentaba abrir la puerta en la dirección incorrecta. Estaba ya un poco cascado, pero caminando a buen ritmo del brazo de su mujer. Antes de girar la esquina que me haría perderlo de vista para siempre, saqué un hilo de voz ahogado y le grité: "¡Para dentro, Romerales!".

Qué vergüenza de mí misma, como si me hubiese atrapado un Síndrome de Tourette faltón que me nublase el juicio. Pero, al mismo tiempo, qué paz por haber tachado de una vez esa experiencia que me faltaba. Y siento que la sutura definitiva de algunas de mis penurias sangrantes de niña huérfana de televisión sólo puede ser así, brusca, radical, a base de encontronazos populacheros. Sólo yendo a Nerja y aborreciéndola un poquito, siento colmado ese agujero negro de la falta de nostalgia.