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Talego, talego

La lucha contra la ley californiana de los tres delitos.

Michael Romano en su oficina en Stanford. En los últimos 18 meses, la consultoría que creó con Galit Lipa ha conseguido poner en libertad a siete condenados a cadena perpetua.

En 1997, William Anderson robó un dólar en calderilla de un coche aparcado. Fue arrestado y sentenciado en aplicación de la ley, aprobada por los votantes, conocida popularmente como “tres errores y estás fuera”. Contando como errores las dos condenas previas de Anderson por entrar en 1985 a robar en dos domicilios, su insignificante robo en el coche activó el mecanismo de la justicia, cayendo sobre él el martillo de la ley con plena potencia: por aquel tercer error Anderson fue condenado a 25 años de prisión. En Norteamérica, varios estados cuentan en su sistema legal con la ley de los tres delitos, por la cual cada reincidencia recibe una pena en incremento. Sin embargo, dicha ley presenta en California una diferencia fulminante que muchos consideran como un catalizador del abuso y las injusticias: mientras que los dos primeros errores necesariamente tienen que ser crímenes “graves o violentos”, cuenta como tercero cualquier infracción, falta o delito menor. Esta discrepancia ha permitido a fiscales y abogados solicitar penas altísimas, incluso cadenas perpetuas, por haber cometido la más leve de las infracciones. La ley original californiana de los tres delitos (la Proposición 184) se aprobó en 1994, pero a punto estuvo de dársele la vuelta cuando la Proposición 66 planteó en 2004 votar a favor de una enmienda para que fuera precisa la comisión de un tercer delito violento o grave para solicitar una condena de cadena perpetua. Que las urnas votaran en contra de la enmienda puede achacarse hasta cierto punto a la campaña de spots televisivos realizada en los días previos a la votación; en dichos spots, el gobernador Arnold Schwarzenegger sugería que una reforma de la ley implicaba el riesgo de volver a poner en las calles a los peores criminales de América. Esta afirmación se contradice con cifras hechas públicas en 2005 por el CDCR [California Department of Corrections and Rehabilitation]. Según esas cifras, el 56% de las personas a las que se ha aplicado la ley de los tres errores están encarceladas por delitos no graves. A principios de este año viajé a California para encontrarme con Michael Romano, un abogado que, junto a su colega de abogacía Galit Lipa, ha establecido en la Stanford University la Criminal Defense Clinic, una consultoría cuyo objetivo es la lucha por los derechos de los presos a causa de la ley de los tres delitos. Romano: “No había nadie, ni abogados ni grupos de apoyo, que se dedicara a ayudar a estos reclusos a pesar de que las injusticias de sus casos son tan graves, si no peores, que cualquier otra injusticia que pueda darse en nuestro sistema judicial”. Tras más de un año investigando antecedentes y tratando de localizar gente, Romano logró un importante avance: convenció al Tribunal Supremo de California de que considerara un hábeas corpus para Alex Maese, un veterano de Vietnam aquejado de estrés post-traumático a quien en 1997 sentenciaron a cadena perpetua por posesión de una bola de algodón conteniendo 29 miligramos de heroína. Supuso una pequeña conmoción para todo el mundo que en 2008 el juez revocara la sentencia y ordenara que Maese quedara en libertad con efectos inmediatos. Según la declaración de un experto, Alex Maese empleaba la heroína para aliviar su enfermedad. El impacto del equipo de Stanford ha tenido eco en todo el sistema de prisiones y la consultoría recibe ahora miles de peticiones de representación. El equipo sólo acepta casos en los que no se haya incurrido en violencia y en los que los tres errores hayan sido delitos menores, con el foco centrado principalmente en la discrepancia del tercer delito y los problemas que ésta acarrea. No es una cuestión de culpabilidad o inocencia: todos sus clientes son culpables de haber cometido delitos. La cuestión es que esos delitos leves no deberían costar a esas personas una vida entera en prisión. En los últimos tiempos, cada vez más antiguos defensores de la ley de los tres errores han cambiado de opinión, dice Romano. “Algunos jueces nos han llamado y dicho cosas como, ‘Hace diez años condené a perpetua a un hombre y desde entonces no he podido dejar de pensar en aquel pobre cabrón. ¿No podríais vosotros hacer algo?’” Hay otra cuestión que subyace en todo este asunto, y es la de que los californianos no están al tanto de la cantidad de problemas que la ley de los tres delitos ha provocado. Sin entrar a considerar el tema económico—la encarcelación de las personas a quienes se ha aplicado esta ley ha tenido hasta ahora un coste aproximado de 19.200 millones de dólares—la realidad es que a aquellos a quienes se ha aplicado la ley son casi siempre los sin hogar, los drogadictos y los enfermos mentales. Gente que, por dura que sea la condena, no aparecerá nunca en primera plana de los periódicos. Hablé con cuatro ex convictos, todos ellos sentenciados en base a la aplicación de la ley de los tres errores y posteriormente puestos en libertad gracias a las apelaciones del Criminal Defense Clinic.

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James Clark en Palo Alto, esperando a que dé comienzo su turno de trabajo con el equipo de limpieza callejera.

Barriendo las calles a primera hora de la mañana.

James preparándose para pasar la noche en la Iglesia de Cristo en Palo Alto, una misión que da cobijo a personas sin techo.

JAMES CLARK (ANTES WILLIAM ANDERSON)

Tercer delito: Forzar un coche y robar un dólar en calderilla.
Delitos previos: Dos robos en pleno día en domicilios particulares en 1985.
Condena: De 25 años a perpetua en 1997.
Puesta en libertad: 2009. Conocí a James cuando Michael Romano me propuso que le acompañara a una de sus regulares reuniones-almuerzo. Siendo el recluso de más reciente puesta en libertad, y careciendo de apoyos familiares, el equipo de Stanford arregló que James se trasladara a Palo Alto para así mantener el contacto y que gozara de un marco de apoyo. A diferencia de otros ex convictos que conocí, James no tenía ni pareja ni hogar. El Criminal Defense Clinic le encontró cobijo en una iglesia local. James fue traicionado por un sistema inicialmente concebido para ayudar a quienes no pueden ayudarse a sí mismos. Aún debería estar en la cárcel, pero está en libertad y lucha a diario por ser aceptado. No tiene grandes planes, pero sí una meta muy concreta: la supervivencia. Probablemente sea la forma más práctica de tomarse las cosas. “A veces hay cosas que se pueden arreglar”, dice James. “En vez de eso, el sistema penal simplemente decidió: ‘Con esta gente vamos a hacer esto. Están arruinados, así que, ¿a quién le va a importar? Echémosles a la basura’. Estaría de camino a mi decimocuarto año dentro de no haber sido por Mike [Romano]. Sigo trabajando, aún tengo problemas. Me estoy medicando para intentar enderezar las cosas”.

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Charles Ramirez sentado en su banco tras una sesión de pesas en casa de su familia, en Whittier, LA.

Pescando con su hijo Nick en el embarcadero de Redondo.

En el jardín de sus padres. Su padre echa la siesta al sol del atardecer. Tras salir de la cárcel Charles volvió a casa y con el apoyo de su familia rehizo su vida.

CHARLES RAMIREZ

Tercer delito: Forzar una furgoneta para robar la radio.
Delitos previos: Dos robos en domicilios particulares en 1991.
Condena: De 25 años a perpetua en 1996.
Puesta en libertad: 2008. Los problemas de Charles empezaron con los abusos físicos y psicológicos de los que fue objeto por parte de sus padres. Hablé con Charles de la dificultad de volver al hogar paterno con tan oscuros recuerdos; él reiteró varias veces su deseo de “seguir adelante”. “El pasado es feo, pero he aprendido a perdonar y dejarlo atrás”, dice. A pesar de lo sucedido en el pasado, sus padres parecieron alegrarse de tenerle de vuelta. Su madre, Mary Lou, estaba claramente trastornada por lo que la estancia en prisión le había hecho a su hijo. “Mi hijo entró como un hombre y cuando salió era como una ostra. No sabía nada de teléfonos móviles ni de la televisión. Le quitaron su espíritu, su identidad. Le quebraron”. En sus días libres va a la iglesia, al cine con su novia y a pescar con su hijo, Nick. Van al embarcadero de Redondo, al oeste de L.A., un largo paseo marítimo que se adentra en el Pacífico. Nick tenía seis años cuando Charles fue encarcelado. Tener que crecer sin una figura paterna ha creado cierta incerteza en su relación. Ninguno de los dos espera milagros, pero ambos le están dando al otro una oportunidad. “Todavía queda mucho por recorrer”, dice Charles. “Al menos ahora me llama papá. No me gusta cuando me llama Charles. Pero tengo de nuevo a mi hijo conmigo y procuro aprovechar cada oportunidad. Papá no va a volver a irse. Estoy aquí para quedarme”.

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Vincent Rico en su casa en Upland, L.A., mostrando algunos de los tatuajes que se hizo de joven, en Azusa, y luego en prisión.

Vincent y su esposa Monika delante de su apartamento.

Vincent y Monika vuelven a casa tras comprar unas cosillas en una tienda de muebles usados.

VINCENT RICO

Tercer delito: Robar un par de zapatillas deportivas infantiles.
Delitos previos: Dos robos en domicilios particulares en 1986 y 1987.
Condena: De 25 años a perpetua en 1996.
Puesta en libertad: 2009. Tras abandonar la cárcel, Vincent se alojó con su esposa en casa de su hermana hasta que encontró trabajo y pudo ganar dinero para pagar un alquiler. Se trasladaron a su propia casa en febrero de este año, y el día de la mudanza coincidió con su aniversario de boda, el primero que pasaban juntos desde que se casaran en 1995, pocos meses antes de su arresto. Acuden cada semana a tiendas de objetos usados para comprar electrodomésticos y muebles. En la cocina compartí con ellos su primera comida encima de una mesa, que habían comprado el día anterior. Llevaban comiendo en el suelo desde que se mudaron. Vincent dice que tuvo una infancia normal, pero un historial de violencia de bandas, alcoholismo y abusos no le proveyeron del mejor de los comienzos. Pese a todo, Vincent tenía aspiraciones. “Mi padre fue camionero, yo quería seguir sus pasos y conducir un camión, pero perdí el norte y empecé a ser un habitual del tribunal de menores”. Tras varios pequeños robos y una etapa de adicción a la heroína, Vincent se vio abocado a la posibilidad de pasar el resto de su vida entre rejas. Su hijo está en el ejército, destinado en una base militar en Alemania. Vincent confía en verle pronto. Por ahora prefiere no dar nada por seguro y simplemente saborear la sensación de levantarse por las mañanas en libertad. “Nuestro futuro pinta bien”, dice. “Todo empieza a estar en orden. Mi mujer y yo tenemos una casa, trabajo y buena salud. Nuestros hijos ya están crecidos y podemos dedicarnos el uno al otro”.

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Miguel abraza a su prometida, Jacqueline.

Miguel Algarin en su casa en Bells Garden, L.A.

Miguel reflexiona sobre su recobrada libertad.

MIGUEL ALGARIN

Tercer delito: Detenido dentro de un almacén de baratijas, acusado de robo frustrado.
Delitos previos: Dos robos en pleno día en domicilios particulares en 1991.
Condena: De 25 años a perpetua en 1998.
Puesta en libertad: 2009. Miguel me da la bienvenida a su casa en Bells Garden con una sonrisa. Vive con su prometida, Jacqueline, y la hija de ella. La pareja se tiene evidente cariño. “Nos conocimos por su madre”, dice Jacqueline. “Se suponía que saldríamos juntos unas cuantas veces y eso sería todo, pero nos enamoramos. Siete meses después me pidió que me casara con él”. Me enseña su anillo de compromiso. Miguel claramente necesita de su compañía para sobrevivir en el mundo exterior. La cárcel fue una dura prueba para él, y como muchos otros intentó quitarse la vida. Sus trastornos mentales nunca han recibido tratamiento—cociente intelectual de 62, depresión, déficit de atención, esquizofrenia—, y aun así ha logrado superarlos. Trabajaba hasta hace poco en una carpintería, pero su contrato expiró recientemente. “En la cárcel habría arrojado la toalla”, dice. “La vista de mi caso no era hasta el 2020. Si me hubieran negado la libertad me las habría arreglado para conseguir heroína en el patio y dejado morir. Pensaba en ello todo el tiempo. Me decía a mí mismo, “No quiero morir sufriendo en prisión”. A Miguel le resulta difícil la vida en el exterior, pero está agradecido por la ayuda que ha recibido. “Casi perdí la vida. De no haber sido por Galit [Lipa] y la universidad de Stanford, ahora no estaría aquí sentado hablando contigo. Doy gracias al Señor de que estuvieran ahí cuando les necesité”.