El lado bueno de vivir bajo presión

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El lado bueno de vivir bajo presión

El músico Andrew W.K viaja por todo Estados Unidos dando charlas sobre su filosofía revolucionaria y ayudando a la gente a trabajar en los problemas que más le agobian. Esta es su primera columna para VICE.

Andrew W.K. es músico y conferencista motivacional. Viaja por todo Estados Unidos dando charlas sobre su filosofía revolucionaria y ayudando a la gente a trabajar en los problemas que más le agobian. Esta es su primera columna para VICE.

Cuando era niño, tocar en los recitales de piano era una parte importante y abominable de mi formación musical. Naturalmente, sentía una inmensa presión por tocar la pieza a la perfección, o al menos por no cometer un error muy evidente o penoso. Esa presión se manifestaba en miedo. Me obsesionaba con todas las posibles vergüenzas: con la posibilidad de equivocarme en una nota o, peor aún, de quedarme en blanco y en completo silencio, sin poder recordar quién era, dónde estaba o cómo debía tocar la pieza.

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La presión de no equivocarme venía de mis profesores de piano, de los otros estudiantes de la clase, del público, de mis padres. Pero, sobre todo, venía de un lugar oscuro dentro de mí. Le tenía pavor a esos recitales; me provocaban más nervios que ir al médico, hablar con las niñas que me gustaban o que los exámenes finales del colegio. Me sentaba en el escenario con las manos tan sudadas, que me costaba mantener los dedos sobre las teclas sin que se resbalaran. La cara se me ponía roja y caliente, y los pies helados. Pero, a pesar de ello, toqué en todos los recitales, año tras año. Una extraña fuerza interna me impulsaba.

Después del recital anual sentía un poco de alivio. No importaba lo mal que hubiera tocado, ya había cumplido. Disfrutaba mi logro con tranquilidad durante más o menos una hora, mientras comía helado con mis padres; era una rutina que teníamos después de cada concierto. Pero al terminar el helado, la presión volvía. De regreso a casa, pensaba en que ya era hora de aprenderme una nueva pieza, pues se acercaba otro recital. La presión empezaba de nuevo.

A pesar de todo ese estrés y de solo ser un niño, sentía que algo importante pasaba en esa dinámica constante de presión-alivio. El peso no solo me aplastaba; me impulsaba hacia adelante y sacaba más de mí. Me estaba formando y cambiando para bien.

En los recitales de piano experimenté por primera vez esa sensación de querer hacer algo que uno no quiere hacer y disfrutar de algo que a uno no le gusta. Si alguna vez me hubieran dicho que el recital se cancelaba, o que no tenía que tocar, me habría sentido aliviado, pero al mismo tiempo, estafado. Aprender a aceptar esta paradoja se ha convertido en un constante rompecabezas en mi vida. Pero en ese momento, en el que era algo nuevo y extraño, me sentía perturbado y fascinado por la unión de estos dos impulsos en conflicto —gustar y no gustar, querer y no querer—, estas dos fuerzas que se sintetizaban en algo inspirador y revolucionario.

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Es fácil confundirse con este proceso. Como a muchos, a mí me enseñaron que la presión era algo negativo, un peso malévolo que tenemos que cargar, una fuerza cruel e impersonal que nos oprime y nos frena. Nos hicieron pensar que la presión limita nuestros esfuerzos, nos deja agotados y consume nuestra energías. Aprendimos a ver la presión como un enemigo que trabaja sin cesar para frustrar nuestros esfuerzos, mientras nosotros hacemos lo posible por soportar las exigencias del día a día.

También nos han dicho que evitar el conflicto y la tensión es una muestra de estar triunfando en la vida. Nos dicen que hacemos todo el trabajo duro para finalmente liberarnos de cualquier incomodidad o presión. Nos dicen que poder quedarse descansando en casa, viendo televisión todo el día, sin nada que perturbe nuestra tranquilidad, es el logro más grande. Que la gente más exitosa nunca trabaja y se queda tomando el sol en la piscina todo el día. Pero en el fondo, sabemos que esa no puede ser la razón de nuestra existencia. Tiene que haber algo más a lo que le estemos apuntando que a descansar. Estamos aquí para crecer, para desarrollarnos. Los frutos de nuestra labor no existen para liberarnos del trabajo, sino que nos permiten alcanzar el derecho a dedicarnos a tareas más nobles y precisas; nos permiten mejorar el trabajo que hacemos e incrementan nuestra capacidad para enfrentar desafíos más exigentes, para asumir cosas más grandes. Lo que entiendo ahora de mis recitales de piano es que la idea no era que fueran fáciles ni agradables, pero que tenían una bondad oculta que hacía que incluso las partes desagradables fueran valiosas. Eran la evidencia de un proceso. Eran la prueba de algo que se estaba convirtiendo en algo más, o de algo que se estaba convirtiendo en alguien, de una persona que se convertía en un ser humano.

La presión no nos tiene que inmovilizar necesariamente. También puede ser una plataforma de despegue. Como dije antes, es un mecanismo a través del cual podemos mejorar. Así como los diamantes se forman gracias a las inmensas fuerzas presurizadas que se le aplican a un pedazo de carbón, la presión externa en nuestras vidas nos hace mejores personas.

Las presiones de la vida no dejan de existir sino hasta que morimos. Incluso si decidimos ignorar ese sentimiento, sigue ahí, y vivir una vida con significado implica aprender a manejar y a apreciar la presión, no evitarla. Tal vez la sensación de presión es la mismísima fuerza vital; esa chispa misteriosa de vida que nos anima y nos sostiene.

Somos dignos de la presión que está a nuestro alrededor, no porque duela, sino porque nos impulsa. Podemos enfrentarla y montarnos encima de ella para llegar a nuestro destino. Esta presión puede sacar lo mejor de nosotros. Ojalá todos podamos encontrar la fortaleza para aprovechar la presión que implica estar vivo y usar su poder para construir algo hermoso y magnífico.

Sigue a Andrew W.K. en Twitter.