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Cultură

Aún no he cumplido los 30 y ya me siento mayor para ir a festivales

Si nos estás realmente metido en las dinámicas festivaleras, pasar varios días metido en uno se te hará muy cuesta arriba.
Mi pesadilla. Ilustración por Adam Waito

El fin de semana pasado fue la primera y última vez que acampaba en un festival.

He estado en festivales de música antes, pero o eran eventos que duraban un solo día o me iba a un hotel cercano en vez de quedarme a dormir sobre la hierba con la chusma.

Aun así, a pesar de que odio acampar, tenía la sensación de estar perdiéndome un ritual de obligado cumplimiento. La mayoría de mis amigos había acampado en festivales al menos una vez y tenían anécdotas increíbles sobre fiestas llenas con éxtasis y polvos en tiendas de campaña. Como era mi último año antes de cumplir los treinta, pensé que era ahora o nunca.

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Mi amigo, que mide más o menos lo mismo que un bebé jirafa, y yo íbamos a compartir una diminuta tienda de campaña para 'tres personas'

Así que fui con unos amigos del trabajo a WayHome, un festival de tres días a unas horas al norte de Toronto. Estaba ilusionada por el cartel, sobre todo por por LCD Soundsystem, que eran el grupo estrella de la primera noche. Pero las señales de alerta aparecieron desde que llegué.

La temperatura era de más de 30º C —anunciaron que iba a ser el fin de semana más caluroso del verano— y en ese calor, mi amigo, que mide más o menos lo mismo que un bebé jirafa, y yo íbamos a compartir una diminuta tienda de campaña para "tres personas".

En cuanto llegamos a la zona de acampar, recordé que prácticamente todos los que trabajan en festivales musicales son adolescentes que solo están ahí porque entran gratis, o sea, son totalmente inútiles.

'Los odio a todos', pensé, '¿O es que soy demasiado maniática?'

Montamos la tienda y le pedimos a uno de esos adolescentes que nos indicara dónde estaban los escenarios. Su única respuesta fue una mirada en blanco. "¿Dónde está la música?", insistimos. Negó con la cabeza y dijo "No tengo idea, la verdad". Solté una risotada pasivo-agresiva y recordé que debía prepararme para un fin de semana de frustraciones.

Después de un rato, encontramos al lugar correcto y como hacía un calor de la leche, me lancé al puesto de las bebidas. Pasé junto a unas chicas que se estaban grabando mientras hacían la rueda y lo subían a Snapchat; luego pasó un tipo que no paraba de gritar "¡CHOCA ESOS CINCO!" mientras se alejaba. Los odio a todos, pensé y después me pregunté ¿O es que soy demasiado maniática? Las dos son ciertas, pero me estoy desviando del tema.

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Me llevó más de una hora comprar una lata de Perrier de 250 ml y que costó 8 dólares (7 euros)

Cuando llegué a la barra, pedí un agua Perrier, pero cuando alargué la mano para entregar el efectivo, la chica que atendía sacudió la cabeza. "No aceptamos efectivo", dijo. "Tienes que bajar la aplicación y cargar dinero en tu pulsera". Genial. Estoy en medio de la nada en Ontario, donde la señal de teléfono es pésima y mi única esperanza para no desmayarme por insolación es bajar una puta aplicación. Cuarenta minutos después, había conseguido descargar la aplicación, pero no podía procesar el pago.

En ese momento me encontré a mi amigo y me dijo que era más fácil ir a una estación de recarga —que estaba a unos pasos— para meter mi tarjeta de crédito y cargar dinero en la pulsera, algo que la chica del puesto debió haber mencionado. En total, me llevó más de una hora comprar una lata de Perrier de 250 ml y que costó 8 dólares (7 euros).

Por desgracia, tengo la vejiga muy pequeña y los baños portátiles me dan pavor. Mi padre estaba obsesionado con la limpieza. Nos obligaba a lavarnos el culo cada vez que íbamos a cagar y a ducharnos dos veces al día. Mi madre tuvo que prohibirle bañar al perro porque le enjabonaba toda la cara y le irritaba los ojos. En fin, el caso es que al poco tiempo ya tenía ganas de ir al lavabo y caminé hacia una de esas cajas azules del infierno.

Como estaba justo bajo el sol, el interior de la cabina estaba ardiendo y apestaba, igual que un horno de microondas después de calentar un tazón de mierda. Hice lo que tenía que hacer lo más rápido que pude. (Llevaba un Shenis —un tubito de plástico en forma de pene para que las chicas orinen de pie— pero era más grande de lo que esperaba y me costó mucho trabajo atinar en la taza. Lo tiré después de casi haberme meado en la pierna.)

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El primer concierto que vimos mi amigo y yo fue el de Metric. En la última canción, hubo un momento mágico en el que todo el público estaba cantando "Breathing Underwater". En realidad no pude disfrutarlo porque el tío al lado de mí iba del revés, y eos que aún no eran las siete de la tarde. No paraba de gritar, "¡OTRA! ¡OTRA!", y sin darse cuenta me daba golpes en una teta.

Era hora de emborracharse. Corrí al coche para sacar un poco de los casi 50 euros de alcohol que había comprado. Tenía prisa porque quería coger un buen sitio para ver a LCD, así que abrí la botella de vodka y empecé a beber a toda prisa. Mala idea. Llevaban horas al sol y estaban a la misma temperatura que un café, el peor café que te puedas imaginar. Tuve que escupirlo. Pero aun así, vacié un poco en una botella de agua para llevármelo al concierto. A grandes males, grandes remedios.

LCD estuvieron increíbles pero no te voy a aburrir con detalles de su concierto. Fue lo mejor de ese fin de semana. Como estaba ebria, me quedé dormida en cuestión de minutos. Pero ahí se acabó mi suerte.

Los guardias de seguridad me encontraron desmayada en una plataforma durante la actuación de Third Eye Blind y tuvieron que sacudirme para que me despertara

Sorpresa. Idiota de mí, se me había olvidado llevar tampones y tuve que usar uno viejo que tenía en la mochila, sin envoltorio y con manchas de tinta de bolígrafo. Estuve una hora cargando el móvil en la carpa de medios para poder quedar con mis amigos. Pero resulta que no era necesario porque tenía tanto calor que todo me importaba una mierda. Daba igual cuánta agua tomara, no conseguía mantenerme hidratada.

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Me dije a mí misma que esta vez iba a ser diferente, que iba a aprovechar para ver a todas las bandas que quería. Pero en vez de eso, los guardias de seguridad me encontraron desmayada en una plataforma durante la actuación de Third Eye Blind y tuvieron que sacudirme para que me despertara.

Para cuando Arcade Fire salieron al escenario, me sentía un poco mejor pero apenas podía mantenerme en pie. En cuanto terminó el concierto, me fui a mi tienda a morir. A diferencia del calor infernal que hacía de día, de pronto hacía mucho frío, el perfecto remate para la gripe que ya amenazaba con atacarme días antes. Nada de lo que hacía funcionaba para mantener el calor y tampoco ayudaba el hecho de que estaba usando una toalla arrugada como almohada y papel de baño como compresa. Mi amigo, al que casi no vi en todo el día porque no me importaba nada de lo que pasaba a mi alrededor, entró tambaleándose en la tienda y cayó rendido. Recuerdo que me quedé mirándolo corroída por la envidia porque no tenía idea de lo mal que me sentía: enferma, con frío, deshidratada y con las bragas llenas de sangre.

Esta es la noche más horrible de toda mi vida, pensé y luego me regañé a mí misma por ser tan dramática. Recordé lo mucho que había sufrido cuando me fui de mochileo por el Sureste Asiático, sobre todo durante los viajes de 24 horas sentada en el pasillo del autobús. y llegué a la conclusión de que el festival era peor.

A la mañana siguiente, hice un recorrido larguísimo para usar el baño "lujoso" en la zona de medios y para refrescarme un poco. Con unas ojeras que nos llegaban al suelo, mis amigos y yo volvimos a casa en silencio. Cuando el bebé jirafa intentó que cantáramos juntos "All My Friends" de LCD, me di la vuelta y le grité "¡Cállate!".

Ya en casa, me quité mis pantalones de chándal favoritos y los tiré a la basura. Y con ellos se fue la estúpida idea de volver a ir a otro festival de música.