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especial ficción 2012

Ya te daré yo amenazas

Le mandé a Amelia Gray un mensaje de texto bastante mezquino, desde un teléfono que no era el mío y me pegó en la cara

El verano pasado me vi en una situación extraña en Nueva Orleans, una ciudad que se asegura de que te emborraches y hagas cosas de las que te arrepentirás. Teniendo en cuenta lo que he dicho de Nueva Orleans, la geografía da contexto a esta historia. Lo que pasó fue que, con objeto de poner fin a una situación molesta y que ya estaba durando demasiado, le mandé a Amelia Gray un mensaje de texto bastante mezquino surgido de mi más profunda crueldad y desconsideración, desde un teléfono que no era el mío. Contarlo todo me llevaría toda la vida, y probablemente perdería amigos si expusiera demasiados detalles, pero escribir esto no tendría sentido si no incluyera el texto del mensaje: “No estás NADA buena, nunca te querré ni jamás me gustará lo que escribes”.

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Una sobrada, lo sé. Sin entrar en detalles, diré que la intención al mandar el mensaje quedó cubierta. La noche siguió sin incidentes. A la mañana siguiente me sentía muy mal por lo que había hecho, pero nunca hice nada por mejorar la situación, así que todo siguió igual.

Hace unas semanas viajaba yo en bus desde Amherst, Massachusetts, hasta Springfield. Era una tarde lluviosa. Estaba mirando el tráfico y los semáforos por la ventana y me giré, y vi que Amelia se había sentado a mi lado. Para vuestra información, y como antes no lo he dicho, Amelia es la autora de Threats, publicado por FSG. En cuanto la vi, me dijo “¿Puedo hacerte una pregunta, Gian?” Le conteste que ya sabía cuál iba a ser la pregunta, y que la respuesta era sí, que yo le había mandado aquel mensaje, y que quería arreglar las cosas pero nunca encontraba el momento

o no sabía cómo hacerlo. “Gian, ¿puedo darte un puñetazo?” me preguntó.

Era muy raro, pero de repente un puñetazo se convirtió en lo que más necesitaba en aquel momento. Sentí que se lo debía, así que le dije: “Por favor, hazlo. En serio. Te lo mereces”. Levanté ligeramente la barbilla y giré la cara. Lanzó un buen puñetazo, pero no llegó a darme. Estaba insatisfecho, y creo que ella también.

“Mira”, le dije mientras le cogía la mano. Le enseñé cómo debía hacerlo. Volví a girar la cara y esta vez, ¡vaya si me dio! Un aterrizaje sólido. Me zumbaba la oreja, me vibraba la cabeza, sentí que se me hinchaba la cara: todos los síntomas de un puñetazo bien dado. Le pregunté si se sentía mejor. Dijo que sí. “Muy bien”, contesté, y hasta nos podríamos haber abrazado. Para ser sincero, nunca sentí nada malo en contra de ella. No pienso que “no esté buena”, y jamás he leído ninguno de sus escritos, así que mi mensaje había sido, esencialmente, un montón de mierda. Antes de irme dijo que lo del mensaje le había sentado peor a su novio, que estaba sentado unas filas más atrás. Mientras Amelia volvía a su sitio, puse la mejilla contra el cristal gélido y, en voz baja, dije algo como: “¡Venga, dale, tío!”