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​Yo también estoy harto de los comentarios en Instagram

Debajo de esas bellas imágenes de paisajes, platos apetitosos y veladas inolvidables con amigos o familia, se esconde la cara más oscura y nociva del ser humano.

Instagram sería la app social perfecta si habilitara la posibilidad de no aceptar comentarios en las fotos. No me refiero a un bloqueo selectivo; simplemente que no existiera la opción de comentar. Como devoto y practicante de IG, mi red social favorita, quizás porque es la menos social de todas, pocas lagunas le encuentro, pero esa, que no dispongas de la opción de tener un perfil silente, libre de las invasiones ajenas, es la más flagrante y llamativa. Se ha hablado tanto de Instagram, del perfil tipo de usuario, de los hábitos y lugares comunes de la plataforma que el gag ha acabado perdiendo toda su gracia, si es que en algún momento llegó a tenerla.

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Aún hoy de vez en cuando te encuentras con algún tuit o algún artículo hablando de las fotos de comida, de pies en la playa o de gatos, pero esos gags son tan 2011/2012 que reformulados hoy provocan más ternura y lástima que sonrisas cómplices. Como si no hubiera más chicha a la que agarrarse para echar un poco de mierda a costa de la app. Lo dicho: habláis, hablamos, mucho de los perfiles, del abuso de filtros, de las ganas de exhibicionismo, de la lucha de egos y de la exposición permanente, de las ínfulas y de las aspiraciones, y todo eso está muy bien, nos sabemos la lección; pero nunca hablamos de los comentarios que todos hacemos de las fotos. Un microcosmos tortuoso, irritante y dañino, con suficiente potencial de confrontación como para desear la extinción de tres cuartas partes del planeta (entendido esto como una exageración apocalíptica del calentón de toda la vida) y que no tiene nada que ver con el microcosmos de los trolls o los haters, que ya tienen su propio terreno de juego –Twitter, principalmente– y viven muy cómodos sin tener que adentrarse también en los territorios de IG. No van por ahí los tiros. Por si aún no lo habíais adivinado, queridos lectores, hoy hablamos de los comments serios, sin intenciones de troleo o pugnas irónicas, en Instagram, una lacra de la que todos, sin excepción, somos culpables.

Todos hemos caído en la trampa. El tema no es tanto distinguir entre quien comenta y quien no, sino poner al descubierto los peores vicios, tics y recursos de quienes se dedican al comentario sistemático, gente que vive por y para dejar su huella en alguna foto, dejarse ver, hacerse notar, explotar sus dudosas dotes cómicas o incluso afear al usuario de turno por motivos de muy diversa índole, a cada cual más surrealista y demencial. Y es que en Instagram, como en la FIFA, no es oro todo lo que reluce: detrás –o debajo, mejor dicho– de esas bellas imágenes de paisajes, platos apetitosos, mascotas graciosas, compras suntuosas o veladas inolvidables con amigos o familia, se esconde la cara más oscura y nociva del ser humano, la de aquel que siempre tiene algo que decir, da igual si tiene mucho, poco o nada que ver con el tema y, sobre todo, da igual si el destinatario de ese comment, en un principio el usuario que ha colgado el post, tiene el menor interés en el contenido del mismo.

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El periodo vacacional es especialmente proclive a la proliferación de comentadores profesionales. En estas semanas la mayoría de usuarios de Instagram puede viajar, tiene más tiempo libre y, por consiguiente, fluyen las oportunidades de demostrar lo imbéciles que podemos llegar a ser todos. No lo digo por los que cuelgan fotos, a fin de cuentas están en su casa virtual y pueden hacer lo que les dé la real gana; más bien de los que se creen que por estar invitados a ver el pisito tienen derecho a estirarse en el sofá, abrir la nevera y pedir lo que les venga en gana. Los humanos nos volvemos especialmente odiosos en contextos como este. Por ejemplo: vayamos al Instagram de cualquier celebridad. Actor, actriz, deportista, cantante, modelo, artista… el primero que se nos ocurra. Y busquemos alguna foto tomada recientemente en algún viaje. Islandia, Japón, Egipto, India, Estados Unidos, cualquiera. No fallará: en cualquiera de las imágenes colgadas nos encontraremos con los tres prototipos de personajes englobados en la gran categoría o grupo que lleva las riendas en esta época. Yo la llamo "comentadores viajeros". El primero es el más inofensivo: informa a la celebridad de turno que estará por esas tierras en breve, que también viajará a esa ciudad y que, por lo tanto, son "coleguis" de destino vacacional. "¡Yo voy la semana que viene!", "Hey, en tres días estaré por ahí, a ver si te veo"… No se conocen de nada, es probable que la estrella ni tan siquiera llegue a leer ese comment, pero nuestro héroe anónimo ya ha dejado su huella, ya le ha hecho saber a la humanidad que se va a Londres de vacaciones.

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El segundo ya entraña más peligro: ha estado en ese destino y se permite la licencia de recomendarte sitios. Es probable que los gustos de uno no tengan nada que ver con los del otro, pero qué más da, tú recomienda que algo queda: "Yo estuve el año pasado, me encantó", "Qué ganas de volver", "Tienes que ir al restaurante filipino de ese barrio, está en una callejuela al lado de un prostíbulo, lo regentan unos mafiosos y sirven una carne de mandril exquisita".

Y el tercero, ojo con el tercero porque este sí es nocivo: no solo ha estado en ese destino, seguramente varias veces (y así lo hará saber) y se toma la licencia de recomendarte sitios, sino que además se permite la desfachatez de recriminar y reprochar las elecciones gastronómicas, hoteleras o nocturnas. Se erige en juez y crítico de las vacaciones ajenas. El 'yo sé más y mejor y pienso dejar constancia de ello'.

Este último podría encajar también en la categoría del "comentador listillo". Uno de los más activos con diferencia. Y también uno de los más cargantes. Un coñazo. Durante el día se dedica a revisar de arriba a abajo sus perfiles de referencia con un único objetivo: meter baza sea cual sea el contenido, unas veces para dar su aprobado cual Julio César; otras, la gran mayoría, para encontrarle un pero a cualquier tontería, por pequeña que sea. Asumidlo todos: hasta que no conseguís el OK del susodicho vuestra foto no tiene ningún sentido ni razón de ser. En ese gran azul de los comentadores listillos hay mucha fauna diversa, pero servidor tiene especial predilección por uno que resulta entrañable: el jugador de Trivial. Me atrevería a decir que es el más común y el que más prolifera, sobre todo porque TODOS lo hemos hecho alguna vez. Alguien cuelga una foto sin especificar dónde ha sido tomada: un restaurante, un plato, una cafetería, un paisaje, una captura de pantalla de alguna serie de tv, un museo, una tienda… Y tú, que te crees el más listo de la clase y quieres demostrárselo al mundo, tiras el anzuelo: das el nombre del sitio pero con el signo de interrogación. Es decir: sabes perfectamente que ese es el lugar, no te cabe la menor duda, pero pones el interrogante para descargar de pedantería y prepotencia el comentario y para cubrirte las espaldas. El problema no es ese; el problema es que si sabes perfectamente que ese es el sitio ¿por qué diablos lo preguntas? Una vez más volvemos a la necesidad de hacer público nuestro buen gusto, nuestros conocimientos y nuestra complicidad con el perfil en cuestión. Somos así de gilipollas, amigos.

También siento debilidad por el "comentador graciosillo" y el "comentador inquisidor". El primero tiene poco secreto: hay mucha gente que se cree graciosa. Pero sobre todo hay mucha gente ahí fuera que se cree graciosa y no lo es. En Instagram hay unos cuantos. Cómicos frustrados, humoristas domésticos, cansinos históricos convencidos de que cada comentario que sale de su privilegiada cabeza es el chiste del día, tipos orgullosos de su ingenio que leen y releen sus comments como si fueran un ensayo de Larry David. Y lo peor es que nadie les exige que sean ocurrentes y geniales, pero ellos van a lo suyo, con sus micromonólogos esparcidos aquí y allá. No pasada nada por no ser gracioso, de hecho personalmente me encanta la gente que no es graciosa, todavía más la gente que ni tan siquiera se ha planteado que pueda o deba serlo. A favor de la gente gris, amargada y cabreada con el mundo.

El "comentador inquisidor" merece comer aparte. No ha entendido que si bien un perfil de Instagram es más o menos como un piso o una casa que está abierta de par en par y admite visitas sin cobrar entrada, en realidad hay un propietario que sigue mandando y decidiendo cómo está decorada y cuáles son las normas de convivencia. Y como no ha entendido ese matiz importante se permite la libertad de castigar con su bilis a los dueños, es decir, a los usuarios y sus perfiles, que no hagan lo que se supone que tendrían que hacer según su criterio. El algodón no engaña: si vas a comer paella e indicas dónde has ido no faltará el comentario ad hoc reprochando que hagas publicidad en tu cuenta; si vas al mismo local pero no especificas dónde has ido, quizás por el motivo tan simple como que no te sale de los cojones, tampoco faltará el comentario ad hoc recriminando que no digas dónde estás y dónde se puede comer esa paella. Es como si tienes tu casa a la vista de los transeúntes y de vez en cuando alguien se para, te coge del brazo y te echa en cara que tengas ese cuadro colgado, que tengas el aire acondicionado apagado o que duermas con un pie colgando de la cama. Ridículo, ¿sí? Sobre todo porque si vas desnudo o en tus ratos libres te dedicas a torturar a gente en la buhardilla ya vendrán las altas instancias de Instagram a desalojarte. Hay decenas de categorías de comentadores y no habría tiempo ni espacio físico para exponerlas y repasarlas –no me olvido del comentador de tópicos: "cómo te cuidas" como muletilla de cada foto de comida apetitosa probablemente sea el recurso más usado en todo IG–, pero he querido dejar para el final mi favorito, el auténtico amo del cotarro, el jefe supremo: el "comentador perdonavidas".

Es ese personaje que, harto de encontrar cosas que no le gustan en el perfil de otro, decide tomar una decisión drástica y decisiva en su vida: darle a Unfollow. Pero sabedor que su Unfollow pasará desapercibido, que la gente no está pendiente de si alguien se baja de un barco lleno de pasajeros y, por consiguiente, su espantada no tendrá ningún impacto ni parará las rotativas, quema su último cartucho cual terrorista suicida a punto de inmolarse: escribe un comentario manifestando su disgusto por la línea editorial del perfil de Instagram y deja caer la bomba: Unfollow!, exclama convencido de que nada volverá a ser igual, expectante ante el momento álgido que acaba de desencadenar. El aviso de Unfollow es uno de los motivos por los que tenemos que dar gracias a que existan las redes sociales, no hay mayor acto de sacrificio del orgullo y la dignidad, no se me ocurre momento más simbólico para expresar la decadencia del ser humano en el siglo XXI que comunicarle a alguien que has dejado de seguirle en Instagram. Imaginemos que un día estamos en un restaurante comiendo agradablemente con unos amigos. A unos metros de tu mesa, junto a la entrada, distingues a un señor comiendo solo. No le conoces de nada. Sigues a lo tuyo y pides la comida. Al cabo de unos minutos llega el primer plato. Has pedido una pizza parmigiana, tu favorita. Humeante y crujiente. El señor de antes te mira atentamente. Se levanta, viene hacia ti y sin mediar palabra te dice: "estoy harto de que siempre te pidas una pizza parmigiana, así que me voy a ir del restaurante y no pienso volver más". Y mientras se va te lo va recordando: "me estoy yendo, me voy, me voy…" Te quedas pasmado, incapaz de reaccionar. No por el hecho de que el hombre se haya ido, sino porque haya venido a decírtelo. Un acto a la desesperada, el minuto de gloria antes de la retirada, el kamikaze japonés de la era virtual, el artífice, en definitiva, del momento épico que da sentido a todo esto.