Me colé en un cuarto oscuro sólo para hombres en Chapinero

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Me colé en un cuarto oscuro sólo para hombres en Chapinero

Me puse la cachucha de un amigo, me escondí el pelo y me decidí a entrar por la puerta que me habían prohibido cruzar. Podría apostar mis manos a que más de la mitad de los tipos que vi esa noche eran enclosetados, y que tenían novia y hasta familia.

Ilustración: Curzi

La oscuridad era casi total del otro lado de la cortina. Apenas entré, mis sentidos se agudizaron por la ausencia de luz. Escuchaba cada vez más fuerte el roce de los jeans y las chaquetas impermeables o de cuero contra mis brazos, y mi piel reaccionaba a dos clases de humedad: a la de ese cuartucho de dos por dos metros, y a esa, a veces dulzona y a veces amarga, de los alientos que me pegaban en la cara como bocanadas convulsas. Había decidido entrar al cuarto después de pasar una hora viendo porno en unas cabinas de video que estaban al lado, ilustrándome sobre la palabra "bareback", que en español traduce "a pelo" y que en el porno gay significa sexo sin condón.

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"La dejo seguir pero si no me entra al cuarto oscuro", me dijo el recepcionista con tono y gestos bien amanerados cuando entré medio borracha al sitio con dos amigos. El lugar, emplazado en el corazón del Chapinero que está más abajo de la séptima, ese que cobra vida propia en la Caracas y se extiende de la sesenta y pico hasta casi más allá de la 40, se camuflaba entre un puñado de bares gays de mala muerte y un centro comercial al que sólo parecía entrar el tiempo. Lucía como un local cualquiera. Tenía una entrada iluminada que de inmediato invitaba a subir las escaleras forradas en plástico naranja, mientras los reflejos se repetían varias veces en unos espejos que cubrían las paredes.

Subimos al local por coincidencia, subimos porque nuestro plan original no se dio. De hecho, lo que tenía en mente para esa noche era amanecer en el sofá de mi sala después de haber tomado con la gente de la oficina, tal y como me encontraron mis dos amigos, que luego de despertarme me convencieron de aventurarnos en la fauna gay chapineruna a la 1:00 a.m. Salimos a enfrentarnos al frío de la noche y a los bouncers de cada bar chiquitico y feo de la zona. Nos negaron la entrada una y otra vez porque uno de mis amigos había dejado sus papeles en mi casa. Luego de insistir en distintos locales, vimos la puerta, la escalerita naranja, y subimos con el presentimiento de que ahí sí seríamos bienvenidos.

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Efectivamente al tipo de la entrada lo que menos le importaba eran los papeles. Yo dije que era menor de lo que soy para pagar menos (hombres menores de 24 pagaban 7.000 y mayores de 24 pagaban 9.000). Mi amigo indocumentado se hizo pasar por mi otro amigo con un documento cualquiera, y en ninguno de los casos el tipo se dio cuenta. Lo único que realmente le importaba era que yo no me hiciera notar en el lugar. "Acá no entran chicas, si los clientes se dan cuenta de que hay una niña dentro del cuarto oscuro se espantan y se van de una, así que si entra le toca quedarse en las cabinas", me dijo en tono amable.


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La recepción estaba bien iluminada, era pequeña y olía a un desinfectante pesado que ocultaba a la fuerza otros olores. No recuerdo con minucia los detalles, más que la cara coqueta del recepcionista y su computador. Al lado derecho de la recepción había una puerta de entrada a las cabinas por la que se asomaban cada tanto tipos entre los 25 y los 35 años. Agitados y sudorosos, estiraban la mano y cogían condones de la caja que estaba dispuesta encima de la mesa de la recepción y se devolvían por la misma puerta con la mirada clavada en el piso, mientras el recepcionista nos hacía advertencias y nos cobraba la entrada.

Pasada la recepción el olor era diferente. Olía fuerte, como a esencia de hombre concentrada, mezclada con humedad y quién sabe qué más cosas. El lugar era estrecho y oscuro; si a la derecha se ubicaban las cabinas pequeñitas, a la izquierda estaba el cuarto oscuro. Un pasillo central que desembocaba en una hilera horizontal de computadores pegados conectaba ambas partes. A pesar de lo maltrecho, maloliente y angosto, todo el lugar exudaba sexo. Pero no cualquier clase de sexo, sino un sexo clandestino, prohibido. Se podía sentir en todo: en los gemidos graves acallados por manos ajenas, en el golpeteo leve en las paredes, en las puertas de las cabinas abriéndose y cerrándose todo el tiempo, en una sombra moviéndose al final del pasillo cuya forma no podía distinguir, en el palmoteo producido por una penetración rápida y furtiva. El único consuelo que me dio el tipo de la entrada era que en una de las cabinas había un huequito por donde se podía ver lo que pasaba adentro del cuarto oscuro, me imagino que dispuesto para aquellos que se complacían sólo con ver.

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La existencia de un dark room o cuarto oscuro en la mitad de Chapinero me sorprendía muy poco, a decir verdad. Para quienes no conocen la zona, Chapinero es algo así como el centro del avispero gay, una de las zonas en Bogotá con más propuestas para la vida nocturna y sobre todo para el disfrute de la fiesta homosexual, un disfrute que se ofrece en ámbitos tanto públicos como ocultos e incluso ilegales. Desde Theatrón, la meca de la rumba gay, hasta el Bodytech de la 63, donde todos van a levantarse con todos, pasando por el piqueteadero que queda afuera de los antros de baile y bebeta donde solo se ven tipos y que se llama Distrito Gayina, esta zona es cómo un parque de diversiones para adultos y, sobre todo, para adultos gays.

Entonces era más que normal que hubiera cabinas con videos de porno gay y, ¿por qué no?, un cuarto oscuro para intentar recrear lo aprendido en esos videos. El término "cuarto oscuro" lo vine a conocer, como muchos, gracias a todos los mitos que rodean Berghain, el club de techno berlinés que se ha posicionado como uno de los más importantes del mundo. Un lugar que es mítico porque le hace tributo al hedonismo no sólo con el baile y la desinhibición, sino también con los cuartos oscuros, una sección donde sólo pueden entrar hombres y que, dicen, está lleno de calvos gigantes y sudorosos, amarrados con tiras de cuero y cadenas. El concepto de "cuarto oscuro" es sencillo: un recinto de hombres que tienen la disposición de que pase todo con todos; es decir, permite que tipos que nunca se han visto o hablado en su vida tengan sexo durante largas jornadas, ya sea entre dos, entre tres, cuatro, cinco…

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El lugar exudaba sexo. Pero no cualquier clase de sexo, sino un sexo clandestino, prohibido.

Los cuartos oscuros no nacieron con Berghain, ni mucho menos. Este término lleva mutando desde el siglo XVIII con el precedente de las polémicas molly houses en Inglaterra, que según autores como Rictor Norton o Randolph Trumbach, fueron unos de los primeros puntos de encuentro para la comunidad homosexual en la historia, cuando todavía existía una ley de sodomía en el país que castigaba el homosexualismo con la muerte en la horca. Las molly houses, que se llamaban así porque molly era el diminutivo de 'marica', podían estar ubicadas en bares, cafeterías o hasta cuartos privados, y estaban destinadas para la socialización entre hombres, terminando muchas veces en encuentros sexuales. Así como el homosexualismo, las molly houses fueron muy perseguidas en la época y fueron el escenario de muchos arrestos y algunas ejecuciones.

Aunque en Colombia el puritanismo no nos da para tener algo así como un cuarto oscuro memorable o famoso, sí existen espacios dedicados al mismo objetivo regados en algunos saunas sólo para chicos, bares gay, cabinas para ver porno y quién sabe en qué otra suerte de establecimientos.

Las cabinas ya eran unas viejas conocidas para mis amigos y para mí. Nos recordaban noches de adrenalina en plena décima con 23, una pollería de mala muerte, borracheras en el centro con vino y aguardiente, faroles con el bombillo a medio prender, el olor de la humedad y la mancha de semen seco en el sofá. Entrar a un cuarto oscuro sí era algo nuevo para nosotros, y sobre todo atractivo. En medio de conversaciones de fiesta habíamos hablado de visitar uno algún día y de viajar a Berlín sólo para que uno de mis amigos cumpliera su sueño en el Lab.Oratory, un sitio en Berghain que no es un cuarto oscuro, pero que lleva el concepto mucho más allá: es un bar sólo para hombres , cuya entrada reza "Play safe, dress dirty, no drugs, no perfume".

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Pero no estábamos allá, estábamos acá en Bogotá, rodeados de un montón de tipos cualquiera con chaqueta de cuero o rompevientos y peinados con gel, de esos que uno ve todos los días en Transmilenio y que huelen a esa colonia horrible que a uno se le mete por la nariz, pero que esa noche lo que estaban metiendo era otra cosa, con gente que nunca habían visto en su vida. Podría apostar mis manos a que más de la mitad de los tipos que vi esa noche eran enclosetados, gays de clóset que llaman, y que tenían novia y hasta familia. Lo notaba en sus movimientos sigilosos, en sus manos que palpaban nerviosamente, en esas miradas que huían de la vista de cualquier persona mientras su cuerpo las contradecía, buscando a como diera lugar el contacto de cualquier otro hombre. Eran los movimientos y los gestos propios de alguien que siente que está haciendo algo malo; algo que no da cárcel como en el siglo XVIII, pero que sigue significando una condena en este país, al menos social.


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Al entrar por el pasillo hasta el fondo, lo único que pensaba era que sería imposible disimular el hecho de que era niña con el vestido de jean que tenía puesto. Asustada por verme rodeada de solo tipos arrechos, me escondí detrás de mis amigos hasta llegar a la fila horizontal de computadores, donde me senté en un extremo, mientras un amigo me instruía en el arte del porno gay, una materia casi desconocida para mí, a pesar de todo el porno que he visto. Después de una tanda, a mis amigos les picó la curiosidad y me dejaron sola, con mi borrachera de vino y una página de porno gay cuyo nombre ya no recuerdo.

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Hasta ese momento el porno gay se me hacía tosco, brusco, no me gustaba. Pero esa noche lo vi diferente, sobre todo porque la mayoría de actores son el triple de guapos que el actor más guapo que puedo recordar de las películas hetero. Punto para los gays, como siempre.

Después de cinco minutos o más, mis amigos volvieron frenéticos, fuera de sí mismos. En sus caras podía leer la emoción, pero también el miedo y obviamente el morbo. Me decían que tenía que entrar, que tenía que tocar, que tenía que ver. ¿Pero qué iba a ver si no se veía un culo adentro? Ahí tenía la solución a mi problema: si yo no podía ver, ellos tampoco. ¿Cómo se iban a enterar entonces de que había una vagina en el cuarto?

Envalentonada por el vino, me puse la cachucha de un amigo, me escondí el pelo y me decidí a entrar por esa puerta. El cuarto era diminuto y olía a lo que olían las cabinas del centro, pero más acentuado. Sin embargo, sólo pudimos avanzar un par de pasos porque el cuarto estaba repleto de tipos. La oscuridad era casi total, pero la ausencia de luz era compensada por la cantidad de sonidos: dos lenguas chocando y cuatro labios succionándose unos a otros, un suspiro largo agitado, un gruñido cerca de donde yo estaba, el sonido de las cremalleras bajándose y subiéndose y sobre todo ese ruido casi imperceptible de la tela frotándose con otra tela, que por la oscuridad se escuchaba como a través de un megáfono.

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Pero el sonido era lo que menos me perturbaba dentro del lugar. Apenas entré, un montón de manos, cuya procedencia desconocía, empezaron a rodearme y a palparme desesperadas en el cuello, en los hombros, en el torso y obviamente más abajo, en mi entrepierna, buscando afanosamente algo que nunca iban a encontrar. Confundidas, desesperadas, las manos volvían a subir sin entender nada, mientras yo sólo daba vueltas intentando deshacerme de ese tacto ciego, mientras me entraba una risa nerviosa y un poquito de miedo que no llegaba a ser completo: tenía de mi lado la certeza de que no era el objetivo de ninguno de esos tipos dentro del cuarto.

Podría apostar mis manos a que más de la mitad de los tipos que vi esa noche eran enclosetados, y que tenían novia y hasta familia.

Mis amigos estaban en las mismas, evitando manos, aunque quizá se resistían menos que yo, no sé. A veces preguntábamos entre susurros y risas calladas si esa mano era de alguno de nosotros, y al ver que ninguno de los tres respondía empezábamos a movernos incómodamente, tratando de escudarnos entre nosotros. Nuestro plan era llegar a una esquina del fondo del darkroom desde la que pudiéramos ver mejor lo que estaba sucediendo adentro, al menos prendiendo por algunos segundos un encendedor, algo que mis amigos ya habían hecho la vez anterior sin molestar a ningún tipo. A los pocos minutos de estar adentro me di cuenta de por qué no íbamos a molestar a nadie así gritáramos y chocáramos nuestras cabezas: estaban en un trance hipnótico, todo el mundo en esa habitación estaba en una arrechera muy verraca. Dentro del cuarto oscuro, así como fuera de él, sonaba todo el tiempo cualquier tipo de música, pero en realidad lo que imperaba era un silencio a medias. Por eso los susurros sonaban como gritos, al igual que las risas, y nosotros susurrábamos, nos reíamos y puteábamos a cada oportunidad, sin que nadie se fijara en nuestro comportamiento. Lo único digno de atención una vez adentro del cuarto era tu cuerpo —cuerpo de hombre—, así que yo era como un cero a la izquierda que se reía y soltaba chillidos con tufo de vino.

Por fin conquistamos la esquina deseada, después de empujar de a poquitos a tres tipos que estaban bien entretenidos sin pantalones haciendo un trencito. Mi amigo empezó a prender el encendedor por algunos segundos cada intervalo de tiempo, y a cada atisbo de luz chillábamos conmocionados. Las imágenes eran como postales mentales que se me iban quedando clavadas en medio de mi descenso hacia la sobriedad; vi bocas, rostros, ojos cerrados, nalgas, brazos, ingles, manos, espaldas, todo en composiciones bien abstractas, casi artísticas. Era como si el sitio estuviera lleno de quimeras humanas copulantes, o fuera un escenario bien criollo donde se estuviera recreando nuevamente la Guernica de Picasso, en vez de una manada de gays enclosetados, medio ebrios y muy arrechos durante una noche de fiesta casual en Chapinero.

En menos de diez minutos salimos más sobrios, más boquiabiertos y mucho más manoseados que antes. Salimos hasta la recepción, en caso de que algún tipo se hubiera dado cuenta de mi presencia y quisiera salir a molestarnos. Cuando le dije al recepcionista que había entrado, me miró entre regaño y complicidad. "¿Y no le dijeron nada?", me miró sorprendido. Le respondí que no, que no se veía un culo, y que igualmente estaban muy concentrados cada uno en lo suyo como para molestarse o asustarse porque una mujer los estuviera viendo desde una esquina.

Salí a la madrugada, al frío de la noche, pensando en muchas cosas. Pensé, primero, en el placer que a algunos les genera el sexo con desconocidos, algo que nunca he podido entender completamente. A mí me gusta la caza, la conquista, el premio de la presa bien luchada. Pero estos espacios, así como las molly houses en su época, llevaban el concepto de sexo rápido a otro nivel, saltándose todos los procedimientos y conductos a los que la gente normalmente tiene que someterse para conseguirlo. Estos cuartos oscuros son como zonas de distensión: cuatro paredes y un piso totalmente pegajoso, entregados al hedonismo. Al sexo puro y duro.

¿Existirán lugares similares para gente heterosexual, para mujeres lesbianas, para trans o para bisexuales? Y en caso de que no, ¿por qué no se reclaman espacios de este tipo para todos? ¿Será que no los consideramos necesarios, o hay algo en la fuerza de la excitación masculina que pide desfogues de este tipo? Porque como mujeres la hemos sentido muchas veces esa fuerza: una energía ciega, sorda y sin ganas de comprender, al menos hasta que se consigue sosiego. Una fuerza bruta, salvaje, animal, que cuando la ecuación incluye a dos hombres se potencia, volviéndose impetuosa, y cuando se multiplica por 10, 15 o 20 en un cuarto que no tiene luz, la vibra se torna indómita, casi caníbal, como esos menos de diez minutos durante esa noche.

Larga vida al vino, al porno gay y a los cuartos oscuros en cualquier parte del mundo.

¿Conoce algún otro espacio clandestino de este tipo en Colombia? Cuéntele a Nathalia por acá.