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Visitamos a un viejo luchador bogotano que se volvió experto en ser derrotado

José Joaquín Olarte se hizo famoso por hacerse descalificar del 80% de las peleas en las que participó durante la época dorada de la lucha libre en Colombia.

¡Hijueputa!

Escuchar esa palabra era para ‘El Siniestro’ la mayor alegría cada vez que se subía a un ring. Esta era, al fin y al cabo, la razón que tuvo durante 42 años para levantarse a trabajar: que todos sus fanáticos —y  también sus enemigos—lo putearan una y otra vez en cada lucha.

—Es que prender a diez mil personas para que le griten a uno no es fácil hermano.

José Joaquín Navarro Olarte, ‘El Siniestro’, sonríe, a pesar que no le quedan casi dientes en su boca. Su cuerpo gordo forrado en una sudadera, su pelo enmarañado y su bastón hacen verlo como aquel viejo buena gente que uno se encontraría en cualquier fila. Don Joaco —como lo llamo yo después de cuatro años de conocerlo— siempre tiene una sonrisa para cualquiera que lo salude. Aquí, en el barrio Candelaria La Nueva, se respira la cordialidad y la calidez que tiene todo barrio popular en Colombia.

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Esa jovialidad nunca estuvo presente cuando se paraba en el ring. Habiendo escogido el camino de ser un luchador rudo, cubriendo su rostro con una máscara en forma de calavera y cabello negro enredado, entendió que su trabajo no era el ganar las luchas, sino el ser un animador, un show man. De hecho, en su carrera perdió más del 80% de sus luchas, y pese a esto entendió que su éxito dependía de la cantidad de insultos y rabia que lograra despertar entre el público que quería verlo caer una y otra vez. Sus constantes mofas solo acrecentaban esa histeria colectiva, esas ganas de acabarlo que para él representaban la felicidad máxima.

Nació el 14 de julio de 1944, comenzó a entrenarse a los 14 años y en octubre de 1961 debutó en la lucha. Sin embargo, fue durante la década de los setenta que llegó a la mejor fase de su carrera, con alias que marcaron la “Época Dorada de la Lucha Libre” en Colombia como ‘El Doctor Zampan’, ‘Vampiro Negro’, ‘El Cirujano’ y, finalmente, ‘El Siniestro’. Era un luchador rudo-antagonista quien en su afán de ganar las luchas utilizaba movimientos prohibidos e ilegales para provocar su descalificación.

—Yo aprendí a perder. Por eso es que yo digo como decía Maturana: perder es ganar un poco.

—¿Cómo así?

—La gente que va a lucha, como la que va a fútbol, siempre determina quién es el bueno y el malo. Y al segundo, la gente siempre espera ver el momento en que lo van a derrotar. Yo perdía por descalificación, pero la gente siempre quedaba con la duda: ¿por qué perdió si no lo cascaron ni lo rompieron?

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Joaquín nació para defenderse; no había de otra para un niño tartamudo en los años cincuenta en el colegio distrital República del Ecuador. Siendo un niño de primaria, recurrió a su instinto para defenderse en cuanta pelea se involucraba, sin derramar lágrima alguna. La primera lección de vida se la dio Bernardo Rodríguez, su abuelo materno, quien siendo gallero le recriminó por llorar cuando tuvo que sacrificar uno de sus mejores gallos en una pelea. “Joaquín, aprenda a sonreír, porque llorar es lo primero que todo el mundo hace”.

Pero algo pasó una vez se hizo luchador. Y antes que pelear y vencer, Joaquín Olarte supo cómo sacarle provecho a la derrota.  Sus mañas, burlas, excesos y locuras sobre el ring lo llevarían a aparecer en numerosos carteles de combates, ya que tenerlo a él aseguraba que el público asistiera solo para verlo perder.

—¿Cuándo decidiste que perder sería tu método?

—Fue durante una pelea contra el ‘Carnicero Butcher’, en 1963. El hombre me golpeó en repetidas ocasiones, y como tengo un temperamento explosivo, agarré una silla de las gradas y le rompí una ceja. El delegado entró al ring, me golpeó y me descalificó. Pero afuera, la gente no solo me chiflaba sino que me vitoreaba.

Un pequeño parque infantil es la mejor referencia para llegar a su casa. La dirección, que parece pintada por un preescolar, está raspada y casi no se ve. Empotrada a la puerta blanca, una ventanita es el primer contacto que se puede tener con el interior, pues aunque él considera que es un barrio seguro, siempre es mejor no dar papaya.

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En el primer piso, el comedor y la sala se juntan en un solo lugar, entre varias repisas, una bicicleta, un televisor y una nevera vieja que sirve de estante para la jaula de su canario. Hacia el fondo, una pequeña cocina es la testigo de la nueva profesión de quien se vanagloriaba de entrar a un ring a romper a su contrincante.

—Me volví amo de casa. Mi hija trabaja, mi esposa trabaja, mi hijo trabaja y mis nietos estudian. Yo los ayudo con el desayuno, los llevo al colegio, les hago el almuerzo, arreglo la cocina, arreglo mi pieza, aunque no he querido aprender a lavar ropa para que no me pongan jaja-

Así es don Joaco. Aunque su cara puede intimidar a cualquiera, sobre todo por el hecho de tener su ojo derecho destruido debido a una lesión, basta tener una conversación con él, cruzada con seguridad por alguna broma, para darse cuenta de que su apariencia engaña.

Se acercan las doce del medio día y la bulla de los niños que juegan en el parque infantil inunda la casa. Es la hora del recreo de un colegio cercano y usan el parque para sus actividades lúdicas.

—Magaly debe estar por ahí.

—Su esposa.

—Sí, mi negra.

Magaly Partino odia la lucha libre pero ama a su esposo. Educadora de profesión, lo conoció a sus 16 años mientras Joaquín, con 36 años, se desempeñaba como guardaespaldas de Germán Tobón Martínez, perteneciente a los Tobón de la Roche, dueños y fundadores del Circuito Todelar de Colombia.

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Poco tiempo después, don Joaco se convertiría en ‘El Siniestro’. El apodo llegó mientras entrenaba a comienzos de los años 60. Estaba viendo una noticia en blanco y negro sobre una catástrofe natural (un gran terremoto, posiblemente el terremoto de Valdivia de 1960 en Chile), cuando el presentador utilizó el calificativo de “siniestro” para referirse a la noticia. Luego de revisar el significado de la palabra, desconocida para él, decidió que ese sería su alias por representar algo macabro.

—Más de una vez le dije que a mí no me gustaba eso. Cuando estaba esperando a mi segundo hijo, él regresó una noche de una pelea con el Indio Kuaikal, donde se dieron hasta con bates. Llegó ensangrentado y fue traumático para mí. Lo amo a él, pero odio la lucha.

—¿Pero te sientes orgullosa de él?

—Sí claro. Admiro todo lo que hizo en su vida y el amor que tiene hacia su pasión.

El amor a su negra fue lo que lo ayudó a sobrellevar los momentos más difíciles en su vida luego de dedicarse a ser esmeraldero por un tiempo. Perder 175 millones de pesos, joyas, revólveres, empeñar su casa y perderla, la ola de suicidios de sus compañeros de negocio y tener que levantar a su esposa junto a sus dos hijos no hubiera sido posible sin su apoyo. Más aún cuando la única manera de hacerlo era gracias a una oportunidad en la profesión que ella detestaba para su esposo.

En 2003, en una lucha contra el puertoriqueño Sandy López, ‘El Siniestro’ saltó por la tercera cuerda y cayó sobre una silla de metal con la cadera hacia un lado; se la fracturó  automáticamente y ese fue el fin de su carrera. A Colombia llegó inválido y se aferró a su fe para volver a levantarse y caminar.

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Su voz se entrecorta al hablar de los días que vienieron tras el accidente. Y como si fuera un consejero, señala con su dedo índice su cabeza, su pecho y su ingle antes de afirmar que en la vida se necesitan tres cosas para afrontarlo todo: mente, corazón y valor.

—La vida no es fácil. Hay muchos inconvenientes. Puedes tener 10 fracasos, pero algún día tendrás un éxito.

Sonríe.  Dice que quiere salir a dar una vuelta.

En una tienda de barrio, a escasos pasos de su casa, ‘El Siniestro’ se come un ponqué Gala. Próximo a cumplir 70 años, no pierde minuto para echarle algún piropo a las mujeres que pasan.

—Cómo huele de rico esa muchacha.

Hoy, un mes después de nuestro último encuentro, hay lucha libre en el salón comunal y los asistentes se agolpan en la entrada. Por una calle contigua, un pequeño grupo, encabezado por un viejo, se acerca al salón comunal. El viejo saluda a cada uno de los enmascarados, y estos le responden con un caluroso abrazo. Se acerca a mí, aunque aún me cuesta reconocerlo.

—Quiubo chino.

Claro, es don Joaco, pero cómo reconocerlo si tiene una nueva dentadura y no trajo su bastón, además de estar vestido para la ocasión.

—¿Y ese cambio?

—Es que toca estar bien bonito para las fanáticas.

Hoy don Joaco no viene a pelear. Hoy será comentarista invitado. En el improvisado ring del salón comunal del barrio San Fernando, al otro lado de la ciudad, aparecerán, en cambio, Flypan, Gemelo Halcón II, y otros tantos. Frente a ellos, estará el hombre tuerto, tartamudo y “biónico”. Así muchos se sorprendan, ese anciano se emocionará cuando alguien en la audiencia le grite: ¡hijueputa!