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Identidad

La cruzada de Alain de Botton en favor de un ateísmo inteligente

Una entrevista con el filósofo de las masas

Coge las ideas de la reencarnación budista, las confesiones del catolicismo y el peregrinaje a la Meca del islam y combínalas como te dé la gana para crear tu propio revoltijo personalizado de pautas para moverte por el mundo moderno. Básicamente ese es el consejo que da el filósofo Alain de Botton en su nuevo libro Religion for Atheists (Religión para ateos).

El debate de hoy en día sobre el ateísmo está marcado por una ferocidad que tiende a rivalizar con la ideología celestial de los extremistas pirados. Normalmente el debate se centra en torno a los argumentos de Richard Dawkins y el difunto Christopher Hitchens, conocidos por su enérgica crítica de la religión y sus polémicos puntos de vista. De Botton es una especie de escéptico moderado cuyo libro expone las lagunas de la religión pero sin menospreciarla, señalando también las áreas grises del ateísmo. Él lo describe como una especie de wiki-bricolaje basado en las ideas que más te plazcan de varios credos distintos.

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De Botton, quien desde Proust Can Save Your Life, The Architecture of Happiness y varios proyectos cinemátográficos se ha convertido en el filósofo best-seller de la época moderna, provocó revuelo dentro de su propia controversia al anunciar sus planes provisionales para construir un templo para ateos en el centro de Londres (parece que ya ha desistido). Le mandé un mail preguntándole qué coño hacíamos mal cuando hablábamos de ateísmo, por qué la religión es algo bueno, y qué clase de arte moderno puede beneficiarse de las vidrieras de colores.

VICE: ¿Qué crees que hacemos mal cuando hoy en día hablamos de ateísmo? ¿Qué tiene de malo el debate ya popularizado por Richard Dawkins y Christopher Hitchens?
Alain de Botton:Yo soy ateo, pero ateo moderado. No siento la necesidad de burlarme de nadie que sea creyente. No estoy de acuerdo con el tono de algunos ateos que abordan la religión como si fuese un estúpido cuento de hadas. Yo le tengo mucho respeto a la religión, aunque no me creo ninguno de sus aspectos sobrenaturales. Mi posición quizás sea un poco inusual: soy muy respetuoso, pero a la vez impío.

El problema del hombre que no cree en ninguna religión es que olvida. En teoría, todos sabemos lo que debemos hacer para ser buenos, pero cuando hay que ponerlo en práctica, lo olvidamos. Y lo olvidamos porque el mundo moderno laico cree que ya es suficiente con decirle las cosas a la gente una sola vez (sé bueno, acuérdate de los pobres, etc). Todas las religiones difieren en esto: insisten en que si la gente ha de recordar algo, hay que recordárselo cada día, quizás incluso cada hora.

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El mundo laico cree que si tenemos buenas ideas, nos acordaremos de ellas justo cuando sea necesario. Las religiones no están de acuerdo con esto. Estas se basan en la estructura; quieren construirnos un calendario que nos recuerde cada poco tiempo los conceptos importantes. A eso se le llama ritual: los intentos de recordarnos cosas que ya sabemos, pero que se nos olvidan con facilidad. Además, las religiones prefieren vernos como algo más que mentes racionales: somos criaturas emocionales y físicas, luego también necesitamos que se nos seduzca a través de nuestros cuerpos y sentidos. Esa ha sido desde siempre la gran genialidad del catolicismo: si quieres que alguien modifique sus ideas, no te concentres solamente en estas sino en todo lo que es él.

Los ventanales de la Catedral de Colonia por Gerhard Richter (foto: Designboom)

¿Cómo reconcilias esos dos impulsos en tu libro?

En mi libro digo que creer en Dios es, tanto para mí como para muchos otros, simplemente imposible. Al mismo tiempo, sugiero que si eliminas esta creencia, pueden emerger algunos peligros; no tenemos por qué caer en ellos, pero están ahí y debemos tenerlos en cuenta. Para empezar, está el peligro del individualismo, creer que el ser humano es el centro de todo. En segundo lugar está el peligro del perfeccionismo tecnológico: creer que la ciencia y la tecnología pueden arreglar cualquier problema humano, que simplemente es una cuestión de tiempo hasta que los científicos nos curen de la condición humana. En tercer lugar: sin Dios es más fácil perder la perspectiva, ver nuestro tiempo como un todo, olvidar la brevedad del presente y dejar de apreciar (de modo positivo) la minúscula naturaleza de nuestros propios logros. Finalmente, sin Dios existe el peligro de que la necesidad de empatía y la ética puedan pasársenos por alto.

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Una vez dicho esto, es importante que enfaticemos que es posible no creer en nada y recordar todas estas lecciones vitales (igual que una persona puede ser muy creyente y un monstruo a la vez). Simplemente quiero poner de manifiesto algunas lagunas, cosas que pasamos por alto cuando rechazamos a Dios bruscamente. Por supuesto que podemos rechazarlo, pero con simpatía, nostalgia, con cuidado y pensándolo bien.

¿De qué va eso de la nostalgia religiosa?

Como mucha otra gente, yo también me siento nostálgico. ¿Cómo es posible no sentirse nostálgico cuando miras un fresco del siglo XV o un ritual del antiguo carnaval? Sin embargo, debemos preguntarnos: ¿Cómo debo responder a mi nostalgia? Yo creo que podemos usarla de forma creativa y como la base del renacer; para la creación de nuevas cosas, cosas por las cuales generaciones posteriores también se sentirán nostálgicas. Es frustrante cuando la gente dice cosas como, “En el siglo XV sí sabían cómo construir cosas, ahora es imposible…” ¿Por qué? Todo es posible. No deberíamos suspirar con nostalgia cuando pensamos en la religión, deberíamos aprender de ella. Deberíamos robarle cosas.

Las religiones son fascinantes porque son máquinas gigantescas de hacer que las ideas cobren vida en el día a día de las personas: ideas sobre la bondad, sobre la muerte, la familia, la comunidad, etc. Hoy en día tendemos a creer que la gente que hace que las ideas cobren vida son artistas o figuras de la cultura, pero esa respuesta es totalmente individualista y pequeña comparada con la gran bola de problemas que tenemos. Estoy muy interesado en el modo en que las religiones, al final, son instituciones, máquinas gigantescas, organizaciones que tienen la intención de dirigir nuestra vida interior. No hay nada así en el mundo secular, y es una verdadera pena.

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Ya hemos pasado la época de los gurús y los líderes espirituales. Estamos en la época de las estructuras Wiki. Esto significa que depende de nosotros observar la religión y ver qué partes podemos robarle e introducir en el mundo moderno. La salvación del alma individual sigue siendo un problema serio incluso cuando rechazamos la idea de Dios. En el siglo XX, el capitalismo ha solucionado (al menos en occidente) los problemas materiales de una porción significativa de la humanidad. Sin embargo, las necesidades espirituales son todavía un caos, debido a que la religión ya no responde a tales necesidades. Esta fue la razón por la cual escribí mi libro, para demostrar que existe una nueva forma de llenar el nuevo mundo con lecciones importantes que provengan de la religión sin necesidad de volver a cualquier tipo de espiritualidad oculta.

La Great Court del British Museum. (Foto: Foster and Partners)

Esto me recuerda a aquello que dijo Margaret Thatcher sobre el peligro de pararse en medio de la carretera: “Te van a atropellar por ambos lados”. ¿Tu libro ofrece una “zona de seguridad” para aquellos que no son ni ateos cabezones ni creyentes devotos?
Me encantan esas “peligrosas zonas intermedias”. Me encanta fomentar ideas que son inusuales pero en el fondo esenciales.
El punto de partida de la religión es que somos niños y necesitamos que nos guíen. El mundo laico, a menudo, se ofende por dicha afirmación. Asume que todos los adultos son maduros, luego odia el didactismo, la idea de ser guiados y la instrucción moral. Pero por supuesto que somos niños: niños grandes que necesitan que les guíen y les recuerden como hay que vivir. Aun así, el sistema educativo moderno lo niega. Nos trata como a criaturas racionales, razonables y con control, pero estamos bastante más desesperados de lo que el sistema educativo moderno reconoce. Todos y cada uno de nosotros estamos al borde de un ataque de pánico y terror, y las religiones se dan cuenta de esto. Tenemos que construir una conciencia similar dentro de las estructuras laicas.

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¿Nos enseña la religión a lidiar con el futuro incierto y extraño en el que vivimos?

Lo que la religión nos recuerda sobre la tecnología es que tenemos que librarnos de la distracción durante ciertos períodos de tiempo. De ahí la invención de los monasterios. Estamos redescubriendo los beneficios del silencio y cuánto lo necesitamos.

¿En que modo te facilita o dificulta internet la productividad como escritor?

Es una distracción enorme. Ojalá no lo hubiesen inventado nunca.

¿Cuánto tiempo has pasado en internet hoy? ¿Qué es lo que has mirado?

Una hora, más o menos. He estado en twitter y facebook, lugares en los que tengo comunidades muy activas.

En tu libro explicas cómo la religión consolida las comunidades. ¿Cómo consiguen estas tecnologías proporcionarnos un sentido real de comunidad?

Existe un sentido real de comunidad, sólo que no es tan real como el que nos proporciona la iglesia, ya que que las iglesias no reúnen a la gente por intereses sino por proximidad geográfica. Hacen que el desconocido se convierta en amigo. Internet te conecta con la gente solo por intereses compartidos.

Tú y yo nos conocimos por azar en twitter por nuestro interés común en los museos. ¿Crees que los museos tienen la función que en su día tuvieron los lugares de culto?

A menudo se dice que “los museos de arte son las nuevas iglesias”. En otras palabras, que en el mundo laico el arte ha reemplazado a la religión como el referente de nuestra veneración y devoción. Es una idea intrigante; forma parte de la gran ambición de que la cultura reemplace a la religión, pero en la práctica los museos de arte a menudo sacrifican gran parte de su potencial para funcionar como nuevas iglesias o santuarios (lugares a los que la gente va a consolarse, a encontrar la razón, a redimirse) por el modo en que interiorizan las colecciones ahí expuestas. Aunque nos exponen a objetos de genuina importancia, parecen, sin embargo, incapaces de concebirlos de forma en que conecten con nuestras necesidades interiores.

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El problema es que los museos modernos no explican a la gente por qué el arte es importante, ya que la estética moderna (que han estudiado los conservadores) es muy sospechosa de albergar pistas de un enfoque instrumental de la cultura. Una respuesta (a la que cualquiera se puede agarrar) a la pregunta de por qué el arte importa se percibe enseguida como “reductiva”. Nos hemos tragado la idea modernista de que el arte que pretende cambiar, ayudar o consolar a su público responde a la definición de “arte malo” (a menudo se usa el arte soviético como un ejemplo de lo que estoy diciendo) y que el arte que “no quiere nada de nosotros” es el único “arte bueno”. De ahí la afirmación con la que frecuentemente salimos de un museo de arte moderno: no he entendido nada.
¿Por qué deberíamos seguir con esta veneración de la ambigüedad? ¿Por qué tiene que ser la confusión la emoción estética principal? ¿Es que en realidad el propósito (si lo tiene) de una obra de arte es un signo de su importancia?

¿Entonces, por qué la religión parece tener el mismo propósito que el arte?

En el cristianismo no cabe duda de para qué sirve el arte: es un modo de enseñarnos cómo vivir, qué amar y qué temer. El propósito de dicho arte es extremadamente simple, y sin embargo es complejo y sutil en cuanto a la forma en que se lleva a cabo. (p.e. Tiziano). El arte cristiano tiene a un montón de genios que dijeron cosas tan increíblemente simples como: “Fíjate en ese cuadro de la virgen María si quieres recordar lo que es la ternura”, “Fíjate en ese cuadro de la cruz si quieres aprender una lección sobre el coraje”, “Fíjate en la imagen de la Última Cena para que sepas que no está bien ser un cobarde o un mentiroso”. La simplicidad del mensaje no tiene nada que ver con la calidad de la obra en sí misma. En lugar de refutar el instrumentalismo criticando el arte soviético, podríamos defenderlo de un modo mucho más convincente si recurriésemos a Mantegna y Bellini.

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Esto nos lleva a sugerirnos: ¿y si los museos modernos retuviesen el ejemplo de función didáctica del arte cristiano para reformular de vez en cuando el modo en que presentan sus colecciones? ¿Acaso un Rothko se vería arruinado solo por clarificarle a la audiencia lo que el mismo Rothko declaró que quería que tuviese su arte? Que no es otra cosa que dejar que el espectador tenga un instante de comunión alrededor de un eco del sufrimiento de nuestra especie.

Intenta imaginar qué pasaría si los museos modernos seculares tomasen seriamente ejemplo de las iglesias. ¿Qué pasaría si decidiesen que el arte tiene un propósito específico –volvernos un poco más cuerdos, o ligeramente más buenos de vez en cuando, o un poco más amables y sabios– e intentasen usar el arte que poseen para inculcarnos algo así? Quizás el arte no debería ser “por el arte”, uno de los eslóganes peor interpretados, ambiguos y estériles de todos los eslóganes estéticos. ¿Por qué no puede tener el arte un propósito más explícito, tal y como lo tenía en épocas más religiosas?

¿Cuál es tu consejo para los conservadores de museos y diseñadores, en caso de que se propusieran alentar nuestro bienestar?

El arte moderno nos conduce a galerías que llevan carteles como “El siglo XIX” o “La escuela del norte de Italia”, que reflejan las tradiciones académicas que han estudiados sus conservadores. Un sistema de indexación mucho más fértil agruparía obras de arte según los géneros y las eras de acuerdo con nuestras necesidades internas. Un paseo por un museo debería significar un encuentro estructurado con algunas de las cosas que nos resultan más fáciles de olvidar y las que hay que recordar, las que nos mejoran la vida y son esenciales.

El verdadero reto es reestructurar las agendas de los museos de arte para que las colecciones puedan empezar a calmar las necesidades de la psique de un modo tan efectivo como calmaron las de teología. Los conservadores deberían intentar olvidar el profundo miedo al instrumentalismo y de vez en cuando “invitarlas” a ser parte de la ambición de ayudar a la gente a vivir feliz. Solo entonces los museos serían capaces de decir que han cumplido la ambición de convertirse, en parte, en sustitutos de las iglesias en una sociedad cada vez más laica.

Una última pregunta: ¿Qué se siente al ser el filósofo moderno probablemente más famoso?

Hay miles de candidatos mejores para ese puesto que yo.

Xavier Aaronson es el fundador de la página web Babes At The Museum