Siete días en los territorios de las FARC: La isla y la selva II

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El número para creer o no creer

Siete días en los territorios de las FARC: La isla y la selva II

Viajamos a los Llanos del Yarí a descubrir un país que la guerra no nos dejó conocer.

_Esta es la segunda parte de una historia que comenzó en La Habana. Puedes leer "La isla y la selva: siete días en la mente de las FARC" _aquí.__

El comandante nos mandó decir que alguien nos recogería frente a la tienda del caserío a mediodía, pero como llegamos dos horas tarde ahora no sabemos si van a venir por nosotros. Hemos pasado la tarde, la noche y la mañana sentados frente al kiosco de billar, cerca a un muro medio derruido con un stencil del Mono Jojoy, viendo cómo aparecen y se van en moto, uno tras otro, campesinos de mejillas coloradas y pinta común.

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Una, de gorra negra y camisa azul ceñida a los gordos de la panza, llega en su moto con un lorito verde sobre el hombro.

Otro, serio, de bigote y camisa negra, entra al estanco, nos mira fijamente y sigue derecho sin saludarnos. Con cada rostro nuevo que aparece, yo dejo de respirar unos segundos. Llevo 18 horas esperando a que llegue el guerrillero de las FARC encargado de trasladarnos a su campamento, así que todas las personas que entran a esta tienda son guías potenciales hacia el corazón de una de sus retaguardias históricas: los Llanos del Yarí.

Pero cada vez que un campesino entra, saluda, sonríe, compra algo y se va sin decir más, me quedo pensando: ¿estaré perdiendo el tiempo en este lugar?

***

El camino que conduce de Bogotá a San Vicente del Caguán languidece conforme avanza la ruta. El trayecto de 600 kilómetros es un paseo a lo largo de la historia del desarrollo en Colombia, en especial, la historia del abismo entre el centro y sus periferias. Una vez superada la salida de Soacha, emprendimos la doble calzada a Giradot, amplia y sin contratiempos, para luego ingresar a la vía más apretada que del Espinal llega a Neiva y, finalmente, tomar una trocha arcillosa y solitaria, la vía a San Vicente del Caguán por Balsillas, donde las vallas oficiales con grafitis de las FARC-EP le dan a uno la bienvenida a un mundo que no es el suyo.

En las zonas bajo su control la guerrilla impone toques de queda. Todas las fotos por Carlos Villalón.

—¿Ustedes se vinieron acá desarmados?— me preguntó un soldado de unos 19 años, con los ojos redondos de sorpresa, cuando vio que en la camioneta sólo llevábamos trípodes y cámaras.

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—Yo soy periodista —le respondí, más por vocación pedagógica que por convicción— a mí me protege el carné de prensa.

El puesto de control de la Brigada Móvil #9 del Ejército, en la cima de una montaña neblinosa, se ubica en el último alto de la cordillera antes de descender serpenteante sobre los valles y sabanas del Caquetá. Desconocido para la mayoría de colombianos, las FARC buscaron desde finales de los 70 consolidar su dominio político y militar sobre este territorio, hasta el punto de llegar a "gobernarlo" durante las negociaciones de la zona de distensión entre 1998 y 2002[1].

—Venga, ¿por qué no se devuelven?— continuó el joven soldado, reconociendo, sin quererlo, que más allá de ese punto el control se le sale de las manos— Por allá más adelante anda El Paisa, comandante guerrillero. ¿Si lo ha escuchado nombrar? Ese tipo es un sanguinario; está en contra de las negociaciones de paz. No siga, de verdad, no siga.

Dos horas más tarde, cuando ya nos había cogido la noche, las luces de la camioneta alumbraron en medio de la trocha una pistola y un fusil.

—¡Apaguen las luces y bájense del carro!

Me demoré en descubrir quién llevaba las armas flotantes: un par de guerrilleros en sus veintes, recios, parcos, sorprendidos, el uno de corte indígena, el otro llanero. No tenían por qué saber hacia dónde íbamos ni a quién íbamos a visitar.

—¿Ustedes de dónde vienen? ¿Es que acaso no saben que por acá no se da paso después de las 6PM?

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Les explicamos que habíamos salido de Bogotá para grabar un documental sobre el Caquetá en tiempos del proceso de paz.

—¿Por dónde pasaron?

—Por Bogotá, por Girardot, por Neiva…

—¿Y por ningún lado más?

—Y por un puesto de control del Ejército, allá en el alto…

Ni una sola pregunta más.

—Váyanse pues, no pueden estar por acá, los pueden balear, los pueden bombardear, váyanse ya y recuerden: por acá no se anda de noche.

Momentos después, atravesábamos por el puesto de control del Batallón Cazadores del Ejército en San Vicente del Caguán. Allí nos recibió otro grupo de soldados-muchachos, quienes me contaron que, una vez cumplido el servicio militar obligatorio, quisieran buscar trabajo en una empresa privada de vigilancia porque eso de estudiar en el SENA es muy complicado.

Al lado de ellos, un bombillo iluminaba un cartel con los rostros de 32 miembros de las FARC en sus peores fachas. La lista era encabezada por El Paisa y una recompensa de cinco millones de dólares por su cabeza: "DENUNCIE Y COBRE ¡Por la paz que todos deseamos! TERRORISTAS DE LA COLUMNA TEÓFILO FORERO CASTRO DE LAS FARC".

Esa noche dormimos allí y en la madrugada salimos hacia los Llanos del Yarí. Atrás quedó San Vicente del Caguán, antigua capital de la guerrilla, hoy un islote urbano en control del Ejército que flota entre las colinas verdes donde comienza a extenderse el país que la guerra no me dejó conocer.

Cuando ya estamos por perder la esperanza, un hombre delgado, de dientes prominentes, ojos pequeños y ceño fruncido, se baja de una moto y nos llama. Estamos a unas seis horas/trocha de San Vicente del Caguán, sobre la carretera que de allí conduce a la Sierra de la Macarena. El flaco nos indica que lo sigamos, se sube en la moto y arranca rumbo al sur.

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***

El miliciano (o guerrillero, nunca lo sabremos) nos conduce por trochas que se alejan de la cordillera hasta un caserío deshabitado, donde otro hombre de civil nos saluda cordialmente. Este emprende la marcha y continuamos una suerte de carrera de relevos en la que pasamos de mano en mano. Comienzo a preguntarme cuántas de estas personas que nos guían no las había visto ya en la tienda del billar. Y no alcanzo a responderme cuando, vaya sorpresa, aparece en la carretera y nos saluda, como si nos conociera de toda una vida, ¡la señora del lorito verde!

La del lorito nos lleva hasta una casa grande, la única en medio de la nada. Allí hacemos una parada, frente al menos 20 sujetos, la mayoría sin fusil, algunos de uniforme militar, otros de civil, que nos observan recostados contra las paredes de la hacienda. Junto a la casona, dos astas largas con dos banderas al aire libre: una blanca, de la paz; la otra, de Colombia, con el escudo de los dos rifles sobre ella, el emblema de las FARC.

Todo el cuadro —las banderas ondeando, los guerrilleros, la hacienda en medio de la sabana— es una postal improbable.

Una mujer acuerpada y de cara simpática se acerca desde el portón de la finca y nos saluda con calidez. No tiene fusil, pero lleva el uniforme verde y las botas pantaneras. Todo ha pasado muy rápido, ¿en qué momento dejé de estar entre civiles y comencé andar entre guerrilleros? Tomo conciencia de algo que, hasta hoy, nunca tuve tan claro: las FARC controlan una generosa proporción de territorio y estoy parado sobre él.

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Guerrilleros del frente 62, Combatientes del Yarí, de las FARC, caminan por el Caquetá un día después de iniciado el cuarto cese unilateral del fuego.

La guerrillera simpática monta su moto y nos guía por carreteras que se camuflan entre los pastizales, trochas que se bifurcan y que poco a poco nos adentran en los Llanos del Yarí, una sabana infinita sin cercas ni ganado ni casas ni autopistas, con morichales y corredores selváticos que tejen un laberinto hacia el Putumayo y hacia la cordillera, tan virgen, tan inmensa y tan sobrecogedora que resulta imposible no preguntarse qué habría sido de estos paisajes precivilizados de no haber existido la guerra y qué será de ellos de llegarse a firmar la paz[2].

***

La abuelita Laura[3] es encorvada y frágil, siempre camina con lentitud y cuando habla; su voz es tan vidriosa que toda ella pareciera estar a punto de quebrarse. Vive con Cruz, su esposo, un viejo cálido que cuando no está jornaleando permanece sentado en un banco junto a la cocina, sin decir palabra. Acá también pasan temporadas su hijo y su hija, su nuera y sus tres nietos, dos niños y una niña menores de 12 años, cuyo pasatiempo predilecto es perseguirse alrededor de la casa y apuntarse con las miras telescópicas de metal que tienen los rifles de madera que ellos mismos tallaron con esmero. Este año, los dos nietos de Laura no pudieron ir al colegio porque, según me explica su hija, al más cercano no mandaron profesores. Enviar a los chicos al siguiente centro educativo, un internado público administrado por la Diócesis de Granada a varias horas/trocha de camino, no le funciona por costos. Así que los niños se la han pasado este año con su mamá, le ayudan en la finca y juegan a ser guerrilleros.

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Como todos los campesinos de esta región, Laura y su familia viven bajo mando de las FARC. "Aquí eso es bueno, es mejor así, el que mata, el que roba, ellos lo pelan. Claro que hay que pagarles un impuesto, cada venta, cada cabeza de ganado tiene su valor", me había explicado el día anterior un campesino de una vereda cercana. Por esta zona, las juntas de acción comunal son sólidas y muy efectivas, cobran peajes, imponen multas. Se trata de organizaciones civiles, pero todos saben que el último poder, aquel que garantiza el orden, es la guerrilla.

Este año los dos nietos de Laura no pudieron estudiar porque al colegio más cercano no mandaron profesores. Los niños se la pasan con su mamá, le ayudan en la finca y juegan a ser guerrilleros.

—Muuuuy enferma —me responde la abuelita Laura cuando la saludo con un "¿Cómo está?"—. Tiene problemas de azúcar.

Las náuseas y mareos crónicos han ido moldeando sus gestos y siempre luce adolorida.

—¿Y qué le ha dicho el médico, doña Laura?

—A ese no lo veo hace un año.

Ir acompañada hasta el hospital de San Vicente del Caguán puede costarle 300,000 pesos (unos 1,600 pesos mexicanos) ida y vuelta, casi la mitad de un salario mínimo. Así que a Laura no le queda de otra que encargar las drogas a "la línea", una ruta que pasa cada quince días y que los conecta con el municipio. Eso, cuando el dinero de la guadaña de su esposo les da para hacer encargos.

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Es acá, en esta casa de madera sin luz, sin agua, sin energía —aunque, como todas en la región, con DirectTv prepago—, donde pasaremos los próximos dos días por orden del Frente 62 'Combatientes del Yarí' del Bloque Oriental de las FARC.

Hoy es 21 de julio. Desde ayer, las FARC hicieron efectivo un cese al fuego unilateral, el cuarto, en lo que va corrido de los diálogos de paz en La Habana[4]. Con todo y eso, la guerrilla no nos permite quedarnos en sus campamentos. Desde el comienzo del proceso, Gobierno y FARC pactaron negociar en medio del conflicto y eso ha implicado que las Fuerzas Militares continúen combatiendo a la guerrilla. Dormir en un campamento nos vuelve blanco de ataques.

—Hace dos días, sabiendo que entrábamos en cese, el Ejército nos desembarcó a siete kilómetros de aquí—, me cuenta Guillermo, un guerrillero bien plantado que descansa desarmado en la casa de los abuelos—. Eso es una provocación.

¡Y nosotros sin poder echarles ni un tirito!

***

El hombre grueso y tímido que está frente a la formación de guerrilleros en medio del campamento se llama Chepe. Pese al bajo tono de su voz, tan común en las llanuras campesinas, su acento y sus maneras son las de un bogotano educado en el norte de la capital, la Bogotá de los 'niños bien'. Chepe tiene casi mi edad. Cuando lo saludo, me parece estar hablando con uno de mis compañeros Promoción 1999.

—Huevón, ¿usted no participaba de las competencias de… ¿cómo se llama? La Asociación…

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—La Asociación de Colegios del Norte… —le respondo.

—¡La ACN! ¡Sí! Yo era el gordito que competía en la categoría de lanzamiento de bala—, exclama él entre risas.

Chepe me dice que su primaria la estudió en el Colegio Claretiano y el bachillerato en el San Viator, un colegio de clase media-alta de Bogotá. Me cuenta que ahí se llamaba Jorge Suárez, el mismo apellido de su padre, Víctor Julio, mejor conocido en mi lado de Colombia como el Mono Jojoy, y en el suyo como el comandante Jorge Briceño, quien murió el 22 de septiembre de 2010, luego de que cayeran siete toneladas de bombas sobre su campamento.

Anuario Colegio San Viator, Bogotá, 1996. Primera fila, segundo de derecha a izquierda: Jorge Suárez o Chepe, hijo del comandante Jorge Briceño (alias Mono Jojoy).

Chepe nació en las selvas del Caquetá, pero desde los tres meses fue criado en Bogotá. "En Colombia es en colegios como estos donde se puede obtener una mejor educación. Los camaradas querían que yo estudiara en la ciudad y luego viniera a ayudar en la revolución. Cuando estaba en noveno comenzaron las presiones del Estado, del F2 y de la Sijín de la Policía, los paramilitares nos buscaron para asesinarnos y desaparecernos… Así que estudié hasta noveno y luego me regresé con mi padre. Once años compartí con él".

El hijo del Mono Jojoy ríe cada vez que me habla de su época de colegio. Parece que le causara la misma impresión que a mí el que exista la probabilidad de que nos hubiéramos cruzado, alguna tarde de finales de los noventa, en un bazar del Marymount o un concurso de bandas en el Emilio Valenzuela.

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—Yo me pregunto qué habrá sido de mis amigos de ese entonces…, qué cara harán cuando sepan que yo estoy acá —y luego se responde a sí mismo —seguramente todos ellos fueron a la Universidad Javeriana, a Los Andes, deben ser médicos, doctores, políticos, ingenieros. Yo no tuve oportunidad de ir a la universidad, pero estudié la revolución.

No puedo dejar de pensar, cuando lo escucho, en las decenas de secuestrados por el Bloque Oriental que comandaba su padre. ¿Qué habría pasado si alguno de sus compañeros de colegio terminaba secuestrado? ¿Estudiar en un colegio de clase alta no le permitió desarrollar otro tipo de empatías?

Chepe me responde con contundencia. Me dice que siempre supo que en el colegio estudiaban "sus enemigos, los hijos de la burguesía". Él tenía claro que debía "luchar por el bien común".

—Esas ideas no incidían —concluye, enfriando su voz—. Ya estábamos formados.

Jorge Suárez o Chepe.

***

Frente a Chepe, sobre sillitas de tela plegables, como las de las playas o los estadios, los guerrilleros se sientan a escuchar a su comandante. Son 26 en total, o una guerrilla, según el esquema organizacional de las FARC, compuesta por dos escuadras de 13 combatientes. El campamento está ubicado a pocos kilómetros del rancho que cuida la abuelita Laura.

Chepe abre una MacBook casi nueva y comienza la reunión de la mañana. Orden del día, primero, entonación de La Internacional (un clásico revolucionario casi tan viejo como Karl Marx); segundo, lectura de la columna "Al filo de la navaja", escrita desde La Habana por el comandante Carlos Antonio Lozada; tercero, discusión del texto, a cargo de los camaradas que deseen participar; cuarto y último, segunda canción, a cargo de la guerrillerada.

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Y dice la salsa:

Canto a Manuel, ese viejo querido, ese querido viejo
Ese Manuel que tuvo algún día el valor de atreverse a soñar
Ese que algunas malas lenguas dicen que es un bandolero
Ese que algunos como el diablo en cuero han querido pintar… Todo el amor que hay en tu ser, mi viejo, florecerá
Como a Fidel, a ti, Manuel, la historia te absolverá…

Durante la reunión, unos ocho guerrilleros alzarán la mano para comentar el escrito enviado desde La Habana. Cada uno se levantará de su asiento y cambiará las palabras, camarada, el orden de sus ideas, camarada, la entonación del discurso, camarada, para luego plantear la misma postura, las mismas visiones. Varía, sobre todo, la elocuencia: es claro quiénes vienen del campo y quiénes de la ciudad. Escucharlos hablar es ser testigo del producto de un aparato de formación muy efectivo, que sincroniza a sus miembros alrededor de lo que ellos llaman "principios revolucionarios". Valores con los que parecen vibrar con intensidad epifánica.

"Es muuuuuyy bello", nos dice Luisa Monserrat, una guerrillera bogotana muy alegre, universitaria, mientras se sonríe con el mismo semblante que le imprime la embriaguez espiritual a un fiel que cierra los ojos durante el culto mientras se entrega a Dios. "Es muy bello ser dueño de la verdad…".

La máquina no se enuncia, pero se intuye: comienzas por tener claro que perteneces a una estructura, que es a la vez ejército (FARC) y partido (Partido Comunista Clandestino, PC3). Debes saber que si ingresas, la revolución será tu vida, lo dicen los Estatutos, porque te uniste conscientemente a la lucha armada, porque llegaste por tiempo indefinido, porque eres un profesional revolucionario hasta el triunfo de la revolución, porque, recuerda, la deserción con o sin armas, dinero u otros bienes del movimiento, es un delito que, en casos de extrema gravedad, se materializará con el fusilamiento.

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La guerrillera se sonríe con el mismo semblante que le imprime la embriaguez espiritual a un fiel que cierra los ojos durante el culto mientras se entrega a Dios: 'Es muy bello ser dueño de la verdad…'

Para recalcar el mensaje, rituales. La relación, la reunión de partido, el balance, la asamblea, la conferencia, horas culturales. Todos los días se repiten. Las normas se cumplen con rigor. Se imparten los castigos. Las lecturas se rotan entre las filas: textos del camarada Manuel y de Jacobo Arenas; Trabajo y Pensamiento, de Nicolás Buenaventura; Principios Básicos de Leninismo, programa agrario, plataforma bolivariana… y algunos novelistas rusos y colombianos, para bajar la densidad.

Antonia Simón Nariño era estudiante de la Universidad Pedagógica. Unos días después de la visita de VICE se unió a la delegación de paz de las FARC en La Habana.

De todos los guerrilleros, me llama la atención la historia de Antonia Simón Nariño. Bogotana. Estudiante de la Universidad Pedagógica. Comenzó a leer documentos de la guerrilla hace una década, en la universidad, y allí mismo ingresó al Movimiento Bolivariano, primer paso de cualquier universitario para entrar al mundo de las FARC. Su novio era miliciano. Duró tres años yéndose a escondidas de los papás a cursos de vacaciones en los campamentos del Caquetá. Les decía que se iba a dar catequesis a la Sierra Nevada. Un día a su papá le dio por averiguar en la universidad cómo iban los chicos que andaban con los indígenas de la sierra. Ese día descubrió que su hija le mentía. Con todo y eso, Antonia nunca fue capaz de decirles que era guerrillera. Sólo les confesó, mientras ellos lloraban, que había entrado al Partido Comunista. Luego de que su papá la pusiera en evidencia, se fue al monte. Desde allá se aseguró de que su novio, el miliciano, les contara el resto.

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Cuando la entrevistamos, lloró en la primera pregunta, mientras nos explicaba que había ingresado a las FARC cansada de la pobreza y la desigualdad en Colombia. Al final, cerró la conversación cantando Todo cambia, de Mercedes Sosa, porque "no cambia mi amor, por más lejos que me encuentre, ni el recuerdo ni el dolor de mi pueblo y de mi gente".

—¿Quieres tener hijos, Antonia?

—Eso no depende de mí. Mi vida no es mi vida. Desde que ingresé acá yo no me pertenezco, yo le pertenezco al pueblo[5].

***

La guerra no se siente en este campamento. Los guerrilleros observan concentrados y en silencio series gringas y videos de Katy Perry en el MacBook de Chepe. Algunos cavan trincheras, hacen guardia o cocinan cancharina, un bizcocho frito de harina de trigo que les encanta.

Más lejos de este punto, sin embargo, el conflicto transcurre y transcurrirá a otros ritmos: alrededor nuestro, varios anillos de seguridad nos protegen de cualquier contratiempo; a siete kilómetros, unidades del Frente 62 están atentas al desembarco militar de hace un par de días. En los próximos dos meses, las FARC violarán tres veces el cese y el Ejército las atacará otras 76. Además, guerrilleros de la columna Daniel Aldana asesinarán al líder afrocolombiano Genaro García.

Chepe nos permite deambular por el campamento. Vemos a la guerrilla hacer gimnasia con el fusil al hombro. A medio día, el almuerzo, junto a la rancha o cocina. Luego baño mixto, en el río, en ropa interior, cada uno concentrado en su cuerpo. Muchos descansan con sus "compañeros de cama", en sus caletas construidas con cajones de madera rellenos de arena y cubiertos de hojas secas. Son las rutinas de una guerra que para algunos ha durado meses y para otros décadas.

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—La selva es nuestra casa— me dice Jineth, una chica que tiene un cuaderno de pasta blanda, donde anota con letra de primaria conceptos marxistas y poemas a los fundadores de las FARC.

Cuando tenía 9 años, Jineth vio cómo un hombre acaba a tiros con la vida de su madre, una líder social de Villavicencio, frente a la tienda que tenían en la ciudad.

—Mi mamá dijo: "Me mataron", y a mí me llevaron a un sicólogo— narra escuetamente.

Jineth fue criada por un tío que era músico llanero. Cuando creció, descubrió que un primo era guerrillero, y poco tiempo después pidió ingreso. Hoy tiene 26 años.

—¿A la casa de quién volverías si se acaba la guerra?

—¿Y para qué casa nos vamos a ir, si la casa la tenemos amarrada a la espalda?

***

¿Qué pasará con este territorio si se llega a firmar la paz? ¿Qué pasará con sus campesinos, con sus milicianos, con sus guerrilleros? Jineth, Antonia, Chepe, Luisa, todos coinciden en que le dedicarán su vida al Partido. Que la causa no acaba. Que la revolución se busca por otros medios.

Chepe y Jineth quieren estudiar, Antonia quiere enseñar. ¿Quién mantendrá el orden en estas zonas cuando no sean regidas por las armas de las FARC?

—Por el momento no puedo imaginar cómo sería ese proceso de dejación de armas— me responde Chepe—. En estas áreas, la gente del común viene a plantearnos un problema, ya sea de una finca o que se le llevaron una vaca o que el vecino no sé qué.

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—Y cuando dejen las armas, ¿quién va mandar?

—Nosotros somos un partido en armas. Cuando se dejen las armas, seguiremos siendo partido y continuaremos en la lucha política.

—¿Y cómo prevenir una nueva masacre? ¿Cómo evitar el regreso de los narcos, de los paras, de los pájaros?

—Al final, todo depende del Estado. En el acuerdo dice que debe haber garantías en el territorio. Tendrá que haber algunos garantes que verifiquen que se están cumpliendo los acuerdos, de ahí que muchos países tengan que verse inmersos.

***

He escuchado muchos sonidos y muchas historias. Escuché el ruido de los labios de un guerrillero sobre la palma de su mano. Lo llaman churuqueo, el acto de imitar a un animal para comunicarse sin ser notados entre la selva. Escuché salsas y vallenatos y rancheras en honor a las FARC. Escuché el poema que una guerrillera le escribió al Mono Jojoy, y los relatos de muchos de estos jóvenes —la mayoría campesinos—, que por lo general se repiten: o el abandono o la cercanía familiar o la afinidad ideológica los condujo a convertirse en guerrilleros, "su familia".

Ahora son las cinco de la tarde de nuestro último día en este territorio. Estamos a punto de volver a la casa de la abuelita Laura y pasar la noche para regresar en la madrugada a San Vicente, cuando escucho: "Juan Camilo, nos mandan a decir que nos tenemos que ir ya. Parece que usted se puso a hacer preguntas que no debía. Empaque que nos vamos".

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A oídos del comandante había llegado la siguiente información: "El periodista andaba preguntándole a la población civil que si tenían secuestrados en su casa". El tema les molestó y ordenaron que nos fuéramos de inmediato, en medio de la noche. Luego de la calidez excepcional con la que nos acogieron, nos marchamos casi sin despedirnos por las trochas del Yarí.

Ha sido un malentendido, uno más en estas cinco décadas de malentendidos.

***

Dos días atrás, la noche había caído silenciosa y conversábamos con la abuelita Laura y sus familiares en el comedor de la casa, frente a una baranda por la que se veían las estrellas en el horizonte. Una vela iluminaba fracciones de nuestros rostros, y en las paredes de madera se proyectaban y vibraban nuestras sombras. A mi lado, una mujer que parecía una campesina más, se comía una changua pálida y sabrosa.

Me dijo que era guerrillera. Lo había sido durante muchos años. Hablaba poco, pero aproveché para hacerle la misma pregunta que le hice a Chepe.

—¿Alguna vez te tocó cuidar secuestrados, "retenidos", como ustedes los llaman? Imagino que en otros tiempos muchos terminaban siendo cuidados en casas campesinas como esta, ¿nunca estuviste a cargo de uno?

—No, nunca— respondió la guerrillera.

La conversación continuó con Laurita y sus hijos y no volví a tocar el tema del secuestro. La abuela nos habló de su salud, de la única yerba que le cuidaba los mareos, de su infancia en el sur del Tolima, de su vida familiar en el Huila. En esas estábamos cuando la charla se interrumpió.

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—Ve, ya prendieron otra vez la cámara— dijo su hijo, jornalero, como su padre, señalando una luz titilante casi a ras de la línea del horizonte oscuro. Parecía un satélite, una antena de celular. De repente se apagó.

—¿Cámara?

—Sí, es el Ejército. Nos tienen vigilados— respondió el hijo.

—¡Claro que nos vigilan!— añadió Laurita con su voz de vidrio—. A la casa una vez llegó el Ejército. Uno de los soldados, creyendo que yo no lo veía, escondió un aparato encima de una puerta. Unos días después volvió y se lo llevó, así de disimulado. Yo me di cuenta de todo.

Fue una noche cálida. Entrañable. Laurita saltaba de historia a historia. Hasta que le pregunté:

—Abuelita, ¿usted si cree en la paz de Colombia?

—¡Sí! —me respondió sin dudarlo, apretando el rostro, como para enfatizar.

—¿Y por qué está tan segura?

—Porque lo dice La Biblia.

—¿La Biblia?

—La Biblia, sí. Ahí dice claritico que el comunismo llegará al mundo, así sea sólo un día.

Laurita se paró a oscuras, fue por su Biblia, una linterna y regresó a la mesa. Ahí, de pie, pequeña, temblorosa, lucía como un ser del bosque al que se le debe reverencia. La luz de la linterna estallaba sobre las páginas del Apocalipsis, capítulos 17 y 18, Condenación de la gran prostituta y La caída de Babilonia. Comenzó a leer:

—Uno de los siete ángeles que tenía las siete copas, vino y me dijo…


[1] Lectura clave para estos días: 'Guerrilla y población civil: trayectoria de las FARC 1949-2013', un informe muy juicioso del Centro Nacional de Memoria Histórica en el que se describe cómo aprovecharon las FARC la zona de distensión para establecer un "contrapeso al poder estatal y al ejercicio de sus funciones soberanas".

[2] Por los mismos días en que transcurría este viaje, Tatiana Navarrete y María Clara Calle, reporteras de Verdad Abierta, recorrían estas mismas tierras para descubrir qué hay de cierto en que buena parte de ellas (280.000 hectáreas, según el Gobierno) está hoy en manos de las FARC o de sus testaferros. El informe revela que, en efecto, algunas de estas fi ncas fueron tomadas o compradas por esta guerrilla, pero que también aquí viven cientos de colonos pacíficos y trabajadores que por décadas han reclamado la posesión de las mismas. La investigación esclarece muchos de los desafíos que enfrentará el país en un eventual posconfl icto, en una zona con un enorme potencial, pero también donde el Estado es invisible. Puede ser consultado aquí.

[3] Los nombres de la población civil han sido cambiados por su seguridad.

[4] La reducción de la violencia en Colombia durante los dos meses posteriores a este último cese ha llegado a niveles que no se veían desde 1975, según informes del Centro de Análisis y Resolución de Conflictos (Cerac) divulgados en septiembre de 2015.

[5] Mientras en las filas se percibe la alta cohesión ideológica de los guerrilleros, uno no puede dejar de preguntarse por las razones por las que han desertado en los últimos 10 años 15.259 miembros de las FARC, según cifras de la Agencia Colombiana para la Reintegración.