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Cultură

EXCLUSIVA: Tres cuentos de Juan Álvarez que no encontrarás en la FILBO

El autor de C.M. No Récord ha regresado entre nosotros, y los celebramos con estos mini relatos inéditos.

A veces un halago nos obliga a silenciarnos, a retraernos. Una vez allí, en la madriguera, lejos de tanto aplauso rutinario y entrevistas cacofónicas, podemos respirar profundo, conectarnos con el duende y calibrar puntería para el siguiente disparo.

Esa pareciera ser la rutina del escritor bogotano Juan Álvarez. En 2005, luego de pasar tres años en Texas haciendo un máster en Escrituras Creativas, reunió algunos de los cuentos presentados en su tesis de grado bajo el título 'Falsas Alarmas' y con esta selección se ganó el Premio Nacional de Cuento Ciudad de Bogotá. Tenía 27 años.

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A los pocos meses del premio ya estaba en reclusión académica, entregado a un doctorado en Estudios Culturales en la Universidad de Columbia, Nueva York, de donde solo asomó la cabeza para ganarse un premio de ensayo en 2010 con el primer capítulo de sus tesis y luego publicar su primera novela en 2011. C.M. No Récord. Su debut gustó. La novela supo capturar la atmósfera rockera bogotana de los noventa. Y sin embargo,Juan no le dedicó mucho tiempo a recibir los aplausos y regresó a clases.

Este año, con el PhD chuleado, Juan salido de la madriguera de forma permanente. En la Feria Internacional del Libro de Bogotá presentará 'Nunca te quise dar en la jeta, Javier', que es una reedición de 'Falsas alarmas' -una rareza en este mercado, ¿no que los cuentos y los libros viejos no venden?-. Posteriormente, en octubre, saldrá al mercado su segunda novela. Para celebrar este regreso a la luz, publicamos este fin de semana tres cuentos inéditos, que hacen parte de una nueva colección con la que Álvarez prepara un golpe adicional.

¡Provecho!

Cantor Muerto

No fue la compañía que fuiste cuando fuiste compañía. Fue el maldito monopolio del aire. Tu maldito monopolio norteño del aire: agarrarle el pescuezo a la onda; apretarle la cintura. Que salte, decías, pero que salte a la altura que uno le mande. Hacerla vibrar como si de ese vibrar chupáramos. Hacerla nervio porque con ese nervio timbramos.

Tu maldito canturrear.

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Tu golpeteo condenado. Sí, eso fue.

Tu ponerte a arrugarnos la entraña. Eso fue.

No hay para el cantor ido obituario que valga: que tanto que alegró; que cuánto esmero. Menos hay, para el cantor de tierra seca que marcha, fiesta capaz donde la entonación de otro no sea humillación, donde la diversión del respetable sea oportuna, donde la plegaria reciba la atención merecida. No hay, pa qué.

Pasa, sí, lo comprobé con tu largarte arbitrario, que cuando un músico de desierto muere una chicharra se apaga en el campo. Lo comprobé, sí, y no me hizo gracia, que cuando un músico muere un vecino descansa.

Las veces de tus maneras firmes. Tantas veces de tu portento excepcional. La vez esa en Laredo: ronco y gritón hasta perder la voz. La vez esa en Vallarta: festival politiquero, tabla rota, el maldito sabor del piso mugroso. Las giras por los desiertos del oeste americano. Las carreteras anchas, lisas; el café eléctrico; el toma y daca de las multitudes. Como el sueño recurrente del niño levitador. Como la narcosis.

Tanta arena.

Tanto espectáculo.

La vez, esa vez, qué otra sino esa vez, cuando uno de tus instrumentistas de gallada le dio por decir: Intentémoslo, y volvieron al camerino con los fierros adornados de calzones y brassiers.

Altivos, sí. Tan incapaces también.

Sin bufones. Sin llanto. Sin empacar siquiera. Sin cajón siquiera. Eso fue: tanto urdir de verdades en verso bravío. Tanta tonada encrespada en la garganta sinuosa. Tonada sentida del trajín desierto. Un oficio, eso fue: y el dolor contigo genuino del mundo seco muerto. Eso fue.

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AMOR MITOLÓGICO

Un hombre viaja en busca del amor perdido. Hace cuánto lo perdió, o las razones por las que esto sucedió, no importan. Sólo que lo abandona todo y emprende camino. Una vez llega, la ciudad cobriza lo oprime. De qué ciudad se trata, no importa. Sólo que una vez fue su fortaleza. ¿Por qué me fui de acá?, se descubre obligado a preguntarse. El hombre descarga, respira y levanta el teléfono. Número, hora, respuesta, no importan. Sólo que al colgar le quedan dos horas para verla.

Ciento y pico de minutos de tarde opaca. Nubes perezosas que ligen atravesarse unas veces sí, otras no, y al sol sus movimientos le tienen sin cuidado. Marcas negras en los andenes como tatuajes tristes: la crónica del mugre. Sin entender cómo, el hombre llega al café acordado. Entra y se sienta. A través de los barrotes de la ventana abierta se ve el cielo enmarcado por el contramarco, un cielo poroso y seco de azul como yeso teñido de metileno. En el retículo de los hierros tiemblan los hilos de agua de las primeras luces eléctricas.

Piden de beber. La charla dura horas. Las miradas se cruzan mil veces. Las risas y las lágrimas se prenden de los ojos con tenacidad. De qué hablan, por qué ríen o lloran, no importa. Sólo que al despedirse el hombre entiende que está perdido. La calle, ¿qué calle?, no importa, se extiende debajo de sus zapatos pegachentos, cada vez más parecidos a planchas hirvientes amarradas desde los tobillos para ahogar. Cuánto camina o deja de caminar, qué transportes toma o deja de tomar, a quienes implora o deja de implorar, no importa. Sólo el silencio; la certeza de un lugar que jamás podrá volver a pisar.

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TRILOGÍA traída DE LAS BARBAS

I

¿Por qué, llegado el momento, un ser humano escoge un instrumento musical y no otro? Se dirá, primero, que en una situación tal no sabe del sin retorno: pararse en tierra de arena para correr en patines. Y si acaso lo hiciera, si acaso albergara algún tipo de reserva, se señalará también la naturalidad del hecho: los hombres sensatos contemplan en sus decisiones espacio para la retractación: hoy toco las congas, mañana el tres. No faltarán guapos con el libro del libre albedrío aprendido ni mentecatos que argumentarán desde la coyuntura económica y los elevados precios de los instrumentos (¡que lo son!). Habrá quien diga que se escoge como en la feria, atado al arrebato, y eco mutuo se harán los creyentes de la filosofía de la influencia: escogemos lo que antes han escogido nuestros ídolos. Permítaseme, entonces, reformular la pregunta: ¿cómo entra el veneno?

II

Las buenas historias comienzan en un lugar definido. Siese lugar está en el tiempo, tanto mejor. Si ese lugar, además, nos aterra hasta el punto de querer abandonarlo y una vez abandonado nos agarra de las entrañas hasta obligarnos a volver, entonces estamos en problemas. La historia camina, se detiene a media vía del puente, tienta los bordes del precipicio y es capaz de hacer consigo misma lo que se le ocurra, como el vuelo nervioso de la mosca. Niños, payasos, perros, todo es capaz de aparecer. La traición y el heroísmo; un amigo; el recuerdo de una semana de caminatas o el ardor en el trapecio luego de horas de escritura. El puro azar, el desconcierto como bofetada recia en medio del invierno. Las historias, las buenas historias, comienzan en un lugar definido porque somos seres urgentes. No hay tiempo. Acaso uno y dos, tres, cuatro sonidos.

III

Un pensador francés muy citado sostiene que el órgano del fotógrafo no es el ojo, sino su dedo, eso apegado al gatillo de los lentes, al desplazamiento y roce metálico de las láminas cuando las cámaras todavía venían con láminas. Una afirmación exquisita. Concreta y oceánica, como esos instrumentos reverberantes cuyo brillo peligroso preferimos distraer bajo la denominación vientos.Una frase estimulante, sin duda; un gesto capaz de acopiar la totalidad de una experiencia. Parece conseguirlo, sin embargo, amputándola, como un faro que igual ilumina las rocas de la costa o el barco que se aleja. Una idea, en fin, que conmueve, porque convierte el problema de la fotografía (falso, inventado, insidioso, aburridor, extenuante) en un problema de sonido: miramos porque necesitamos dejar de hablar.