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Comida

Ser redactora gastronómica me hizo odiar la comida

Pasé de ser una blogger pequeña a ser la editora de un medio importante, pero perdí el apetito.

El problema comenzó con los pantalones. Más específicamente, con mi incapacidad para abotonarlos. Intenté acostarme para ponérmelos (viejo truco), pero simplemente no había suficiente tela para que me entraran las caderas. Había subido de peso sin darme cuenta. Mi cuerpo había estado escondido en capas y capas de ropa por el invierno. Incluso en la clase de baile, que era el único momento en el que me veía la piel, no había notado ninguna diferencia al mirarme al espejo.

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Luego, pensando en el origen de mi gordura recién descubierta, caí en cuenta de que no había sido un accidente; el crecimiento de mi barriga no había sido un suceso asombroso como el de la Virgen María. Mi mudanza a Seattle había provocado una serie de cambios que explicaban mis kilos de más.

Incluso el cambio de temperatura —de la soleada California del sur al gris del noroeste del Pacífico— me había hecho engordar, tal como les sucede a las orcas locales, que suben de peso cuando se desplazan a aguas frías. Para combatir el frío, aumenté el consumo de cervezas y licores oscuros y, simplemente, comencé a comer más.

"Sorbía ostras como si fueran la boca de mi amante y tomaba champaña para replicar un sonido postcoital".

Pero aumentar la comida no fue sólo una respuesta al frío. Tras una serie de relaciones mediocres, había optado por abstenerme de follar por un año. La ausencia de placer en la cama me llevó a buscar un reemplazo en la mesa. Los alimentos se convirtieron en un sustituto del sexo. Entre más sensual, mejor: carbonara cremosa, exquisitos trozos de tocineta, suculentos escalopes de foie gras. Sorbía ostras como si fueran la boca de mi amante y tomaba champaña para replicar un sonido postcoital.

En vez del síndrome de cuerpo caliente —un término que una amiga acuñó para describir mi amor por las pijamadas— producto de dormir sola, me dio el trastorno de los pasteles calientes. Pasteles rellenos con queso crema, galletas de mantequilla de maní, kouign-ammans y la perfecta combinación: croissant de mantequilla y azúcar quemada.

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Mientras mis llantas crecían, mi incursión en el territorio de la gula continuaba. El trabajo jugó un papel importante. Pasé de ser una pequeña blogger de comida a algo más grande: la editora para Seattle de un medio sobre comida con audiencia en todo Estados Unidos. Me dedicaba por horas a la comida para poder seguirle el ritmo a la próspera escena gastronómica de Seattle. Cada bocado tenía que ser excepcional. Un aburrido sándwich de jamón y queso era una sentencia de muerte gustativa. El almuerzo tenía que ser paleta de cerdo asado con romero, queso provolone añejo y pesto de rapini sobre un pan ciabatta recién horneado. Pronto, mi Libra interior desató una señal de advertencia de desequilibrio. Mi balanza se había inclinado demasiado a favor de los alimentos y esto provocó un resultado inusual: perdí el apetito.

Para mí, redactora de gastronomía, la falta de hambre era similar a que un cantante perdiera su voz o que un navegador perdiera de vista las estrellas.

Para la mayoría, la ausencia de hambre no tiene prioridad en la lista de las peores cosas del mundo. El deseo de comer puede ser adormecido por el estrés y la tristeza, sustituido por las ganas de bajar de peso, distraído por la rutina diaria. Para mí, redactora de gastronomía, la falta de hambre era similar a que un cantante perdiera su voz o que un navegador perdiera de vista las estrellas. ¿Cómo iba a escribir artículos tentadores para que los lectores conocieran un nuevo restaurante chino cuando estaba harta del dim sum? No sólo había perdido mi deseo por la comida, sino las ganas de hablar de ella.

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Perdí el interés en lo que la amiga con la que vivía había preparado para la comida, en los nuevos bhan mi de la cuadra, en la temporada de fresas. Las conversaciones sobre los méritos de la sal rosada del Himalaya en comparación a los del sel gris francés me parecían aún más frívolas de lo habitual. Mi aversión a tomar parte en la discusión sobre la comida era especialmente deprimente, porque mi relación con la comida siempre estuvo arraigada a la conexión. La semilla que plantó mi pasión por la gastronomía no fue la comida en sí, sino el acto de compartirla. Crecí en una casa en donde las comidas nocturnas eran algo obligatorio. Comía con mi familia en casa, reunidos alrededor de la mesa después de nuestros ocupados días: el colegio, el trabajo, los ensayos en la banda marcial, las clases de danza…

La comida es un lenguaje que nos une. La lasaña que se le lleva a una familia en duelo transmite compasión, mientras que los bagels y el salmón ahumado celebran el nacimiento de un recién nacido. Las galletas calientes de chocolate exudan amor. La sopa caliente a un amigo con gripa dice: "Espero que te mejores pronto". Mi apatía por la comida me silenció, hizo que me aislara en lugar de conectarme con la comunidad. Sin la inclinación por ingerir, los alimentos se convirtieron en una mera cuestión de sustento, en lugar de una satisfacción gustativa y social.

Mi apatía por la comida me silenció, hizo que me aislara en lugar de conectarme con la comunidad.

Después de un mes de huelga de hambre, mi apetito se despertó mientras escuchaba el podcast de Dinner Party Download. Uno de los presentadores, Rico Gagliano, estaba entrevistando a David Renteln, vicepresidente de Soylent, un sustituto de comida nutricional creado para reemplazar la comida. "Es muy fácil despertar y mezclar una jarra de Soylent", dijo Renteln. "No tengo que preocuparme por el almuerzo o qué comer… Es un problema resuelto". Gagliano respondió: "Pero supongo que eso es lo que me atrapa: esta idea de dejar de comer la 'comida' como un 'problema' que hay que resolver".

Y ahí fue cuando abrí los ojos. Yo no era una cliente de Soylent, una persona que considerara la alimentación una pérdida de tiempo y dinero, una molestia en la vida. La comida se transformó en un problema para mí cuando se convirtió en un sustituto de los hombres; un sustituto de la comodidad, la compañía y el placer sexual que proporcionan. Remataron mi trabajo como redactora gastronómica y el frío… con eso mi problema se salió de control, se convirtió en un catástrofe. Pasé de ser gastrónoma a ser glotona. Los alimentos cambiaron de rol y me estaban consumiendo. Los médicos y defensores de la salud pública siempre hablan de la importancia de una dieta equilibrada, en la que los grupos de alimentos se consuman proporcionalmente para maximizar la salud y los beneficios nutricionales. Mi pérdida de apetito era la manera en que mi cuerpo y mi alma me estaban alarmando de la asimetría; necesitaba equilibrar el plato de mi vida.

Así que empecé la Operación de Comida en Equilibrio. Ocupé mis noches con conferencias y conciertos. Comencé a cocinar para los demás en vez de comer sola. Volví a salir con chicos, iba a jugar tenis o a exposiciones de arte en lugar de ir a comer. (Esto hizo maravillas por mi vida amorosa: sin esas noches a la luz de las velas y llenas de vino, me seducía el hombre y no la comida que compartíamos).

A medida que mis días se diversificaron, regresó mi apreciación por los alimentos, tanto por consumirlos como por escribir sobre ellos. Me liberé de los sudores de glotonería y me puse los pantalones. Y los abotoné. Este artículo fue publicado originalmente en Munchies, nuestra plataforma dedicada a la comida.