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Sal de mi camino que aquí voy yo

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A pocos meses de que se cumplan 30 años de la tragedia de Armero, regresamos con algunos sobrevivientes para recorrer un camposanto lleno de recuerdos y silencios.

Video y fotos por el autor.

Quizá lo recuerdas. O quizá no. Hace 30 años en Colombia, una avalancha de lodo, lava y agua se llevó por delante un pueblo de casi 32 mil personas. En los días previos a la tragedia final, el 13 de noviembre de 1985, una incesante lluvia de ceniza no dejaba ver el sol. El volcán Nevado del Ruiz llevaba varios meses avisando que iba a estallar. El gobierno de Belisario Betancur y las autoridades locales ignoraron las señales del "león dormido". Debieron evacuar la zona, pero cuando se trata de avisos sobre tragedias que no han pasado, nadie cree que las cosas vayan a ser tan malas. Ese día, cerca de la medianoche y sin avisar, el volcán escupió toda su rabia mientras caía un inmenso chaparrón que hizo que el río cercano se desbordara. Una mezcla mortífera de piedras, barro y lava ardiente bajaría sin misericordia por la vertiente de la montaña en dirección a un solo sitio: Armero.

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Murieron 25 mil personas en pocos minutos. La naturaleza fue implacable. Por mucho que se intente, no se puede luchar contra ella y por mucho que se crea que no puede ser tan infame, lo es. Fue tan cruel que todo esto pasó por la noche, mientras muchos ya dormían, como si no quisiera que la vieran cometiendo tal vileza.

Al día siguiente, el piloto de fumigación Leopoldo Guevara sobrevoló el área sobre las 6:00 a.m. Dijo al bajar que Armero era una playa de lodo mezclada con azufre y que solo quedaba un 10% del pueblo a la vista. Este hombre, desesperado, pudo comunicarse con el presidente Betancur y transmitirle lo que vio. "Estás exagerando", fue lo único que le dijo el mandatario.

17 de noviembre de 1985. Recuerdo claramente ver por la televisión la imagen de una niña que se agarraba a un palo de madera y todo su cuerpo menos su cabeza estaba inmerso en una pequeña laguna. Era Omayra Sánchez. Yo no lo sabía para ese momento pero teníamos la misma edad, 13 años. Nos separaban miles de kilómetros, y yo desde la comodidad del sofá de mi cuarto de estar alcancé a pensar, con la simpleza de mi adolescencia, que "menos mal que no era yo quien estaba ahí". La imagen era muy mala y poco nítida, pero me llamó mucho la atención ver sus ojos tan profundamente oscuros. La niña hablaba con una normalidad que daba a pensar que tendría esperanza de ser rescatada. Aquella transmisión no era en vivo. Omayra había muerto muchas horas antes.

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Es una imagen que se quedó incrustada en mi psique hasta hoy. Treinta años después llegué a Armero movido por la necesidad de conocer a algunos sobrevivientes de la tragedia, saber sus historias y visitar con ellos los espacios donde habían vivido en el pueblo. El primer sitio que visité fue el lugar donde Omayra tuvo que morir. Sí, tuvo. Para quien no lo sabe, la niña permaneció atrapada tres días dentro del agua. Para sacarla de ahí, los rescatistas necesitaban una motobomba de agua que nunca llegó. Murió frente a ellos, exhausta y carcomida por las infecciones de sus piernas. Lo único que pudieron hacer fue ponerle una tripa de caucho y dejar que su cuerpo sin vida flotara, taparla con unas tejas de zinc, y esparcir cal y granos de café a su alrededor para que los animales carroñeros no se la comieran. Donde quedó sepultada, hoy es punto de peregrinación de miles de personas que van a pedir favores a "Santa Omayra"; dejan allí placas de agradecimiento y objetos, rezan y hacen ofrendas en su nombre. Muchos piden su beatificación.

Lo que queda de Armero es un puñado de casas que ya no tienen techos, solo paredes. Pedazos de hogares donde hubo amor, odio, aventuras, desdichas, sexo, alegrías y tristezas. El calor es picante. Los mosquitos, por miles, no respetan ni la tela de mis jeans. Camino por calles que aún conservan el asfalto original. Hay demasiado silencio, y por momentos lo único que escucho es mi respiración y mis pasos. Tengo la idea macabra de que me encontraré con alguien perdido, alguien del pueblo. Entro en varias casas y viendo la distribución adivino lo que había allí: un recibidor, el salón, la cocina, habitaciones. Algunas paredes conservan su decoración, como un papel tapiz corroído o desgastadas pinturas hechas a mano. Me recuerda a Pompeya, el más conocido de los pueblos sepultados por la lava de un volcán, que alberga una impresionante colección de arte en las paredes. Armero también, no sé si alguien lo ha pensado. Yo sí.

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Todo está dominado por la naturaleza, ganadora como siempre, y lo que queda en pie ha sido devorado por árboles, raíces, plantas, animales e insectos de todo tipo.

Alrededor de la plaza principal del pueblo, que se rescató completamente, hay decenas de lápidas con los nombres de miles de muertos que perecieron ese día. Allí también está la cruz gigante que el Papa Juan Pablo II bendijo un año después de la tragedia, que sirve de referencia para encuentros y es la preferida de los visitantes para hacerse selfies. Unos pasos más allá está la bóveda del Banco de Colombia, que, dicen, contenía millones de pesos cuyo destino jamás se supo. Sobre la calle principal, que hoy es la carretera central entre Ibagué y Guayabal, hay fachadas en pie donde aún se ven pintados anuncios de lo que fueron locales comerciales. Veo la estructura del hospital, del que solo se logró excavar el tercer piso. Entro curioso, doy unos pasos por un pasillo largo y de inmediato me sobrevuelan cerca de la cabeza decenas de murciélagos. Siento un zumbido envolvente y extraño. Me detengo para oír mejor, pero no me da tiempo de pensar, miro hacia el techo y veo aterrado que cuelgan varios panales de abejas o avispas que a la menor molestia no dudarán en borrarme del planeta. Me devuelvo sigiloso y salgo por donde vine. Supe después que aún debajo de sus cimientos reposan los cuerpos de cientos de personas que quizá me estaban advirtiendo que allí no se me había perdido nada.

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La tragedia de Armero dejó muchas historias, unas trágicas y otras no tanto. Escuchando los testimonios de los sobrevivientes mientras los acompaño a los lugares donde estaban sus hogares, es imposible no pensar en la cantidad de veces que nos quejamos por tonterías. Ellos pudieron sobrevivir. Dios o lo que fuera se lo permitió. Sin embargo el precio que pagaron por estar vivos fue demasiado alto.

BENJAMÍN

Fotografiado en el lugar donde estaba su casa.

Vivía a dos cuadras del cementerio junto a su esposa Rosalba Rubio y su hijo Óscar Fernando Herrera, de 14 meses, que fueron llevados por la avalancha. El día de la tragedia Benjamín no estaba con ellos, se había quedado a dormir en una finca alejada del pueblo, donde trabajaba como conductor de un buldócer.

Benjamín Herrera es uno de los cientos de padres que aún buscan a sus hijos, convencidos de que todavía viven. La Fundación Armando Armero se ha encargado de darles apoyo, de luchar por ellos. Su director, Francisco González, trabaja desde hace varios años para ubicar el lugar donde están esos niños que en el medio del caos se encontraban deambulando solos los días posteriores a la tragedia y que fueron rescatados y dados en adopción de forma arbitraria mientras sus familiares estaban heridos en hospitales o, en el peor de los casos, muertos. Su misión es acercarlos a sus familias. Hasta el momento tiene 223 casos de niños perdidos registrados y se cree que muchos de ellos estén en Colombia. Además, tres personas se han puesto en contacto con la fundación desde Holanda e Italia diciendo que son niños de Armero. Los casos están en estudio; solo les queda cotejar los datos del ADN.

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Viajo a Armero con Benjamín un 13 de noviembre. Hay cientos de personas y hace muchísimo calor. Está muy nervioso y sensible y creo que no desea mostrar sus sentimientos a un extraño, pero cuando entramos por la calle que lleva a la plaza central empieza a hablar y no puede controlar las lágrimas.

—Yo tengo la corazonada de que mi bebé está vivo. ¿Sabes que mi suegra aún vive? Entonces, ¿por qué mi hijo no puede estarlo? Es el consuelo que yo tengo, la esperanza de saber que anda por ahí, que un día me lo voy a encontrar y que me va a llamar "papá". El gobierno nunca nos ha querido dejar ver los libros rojos de Bienestar Familiar donde están anotados todos los niños que fueron regalados sin pensar. Ahí hay un chanchullo. Por algo nos ofrecieron dinero, exactamente 50 millones de pesos para que nos calláramos, cosa que no vamos a hacer nunca.

No lo interrumpo, desde el auto saluda a muchas personas que lo reconocen.

—Es muy duro ver lo que quedó de mi tierra, mi pueblo. Una cosa es verlo y otra es haberlo vivido. Es muy triste. —En la plaza, me lleva a un pequeño monumento que hicieron en honor a los empleados del hospital siquiátrico, donde trabajaba su esposa—: Mira, aquí está su nombre, en esa lista, es lo único que me quedó de ella, y los recuerdos.

Al salir de allí, una mujer de mediana edad que llevaba rato viéndonos le dice:

—Rosalba era la que me cuidaba, yo era la loquita del pueblo. —Benjamín la abraza, llorando.

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Después de un par de horas quedamos para encontrarnos y buscar el lugar donde estaba su casa. Achispado por las invitaciones de tragos con la gente que se ha topado en el día, caminamos por la calle que lleva al cementerio:

—Mira, aquí es, no hay nada, solo espigas y monte, por aquí vivía yo. Dios mío, ¡qué recuerdos! No venía desde el día de la tragedia. Vamos Lucho, hazme la foto rápido, me quiero ir de aquí volando.

EDILMA

Posa sobre lo que era la sala de su casa, junto a las cuatro cruces de sus familiares perdidos.

Edilma Loaiza no busca a sus hijos. Tres de ellos murieron a su lado. Su esposo también. Le falta una pierna, "pero ni falta que me hace, hago mi vida completica así con las muletas", me dice risueña. Tanto que no tiene problemas para sortear el monte alto, las piedras y el barro que nos encontramos para llegar al lugar donde aún están los cimientos de su casa en Armero.

Tenía 28 años cuando la avalancha impactó su casa.

En el lugar donde están las cruces de sus hijos y del esposo sus recuerdos se hacen nítidos.

—Cuando llegó la crecida intentamos salir, pero venía cargada de carros, ganado y gente. Cerré la puerta y me devolví para subir a los niños a la terraza y cuando iba a abrir la puerta del patio no pude, mi esposo (Jesús Díaz) lo intentó pero la puerta le cayó sobre la mano y se la partió. Con todo y eso alcancé a cargar a los gemelos (Edison Alirio y Jesus Edwin, de nueve años) y al más pequeño (Edward Julián, de tres meses), mientras Jesús alzaba a la niña (Alcida Elena, de siete años), pero el barro y la lava entraron en la casa y nada, ya estábamos todos enterrados.

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Respira mientras trata de no llorar a mares, señala el espacio exacto donde todo eso había pasado y prosigue:

—Todo estaba oscuro, los gemelos estaban a mi lado y me decían que tenían mucho miedo. Les grité que no hablaran para que reservaran fuerzas, traté de desenterrarlos pero era imposible. Pasó un tiempo que se me hizo eterno y no los escuché más. Ya habían muerto. Solo quedé yo y el más pequeño, que lo tenía cargado en mis brazos.

Me dice cariñosamente:

—Don Luis, es que esto se cuenta y parece de mentira, ¿no cree? —La miro fijamente sin poder decirle nada—. Mi esposo seguía vivo, me dijo que creía que la columna se le había quebrado; le pregunté por la niña, no me dijo nada. Cuando se hizo de día vi que en sus manos estaba la cabeza de Alcida, desprendida de su cuerpecito. No sé de dónde saqué las fuerzas, pero aun con todo ese terror a nuestro alrededor le aconsejé que para salir debía cortarse la pierna. Dijo que inválido no quería vivir. Murió como a las 11:00 a.m.

Edilma me indica:

—Aquí estaba la cocina, aquí la batea donde lavaba la ropa. Teníamos una vida normal, buena, mi esposo era un buen hombre, tenía una tapicería, que era con lo que nos defendíamos.

Le pregunto por su hijo pequeño, el que tenía en brazos, y me dice:

—Ese día por la tarde vino un muchacho de la Cruz Roja, se lo entregué con la conciencia tranquila, yo tenía la pierna izquierda aprisionada y la única manera para poder salir de allí según ellos era que me la cortara yo misma. Comencé a cortármela con un machete que me dieron, pero no se quedaron ahí para verlo. Ellos asumieron que iba a morir porque no había posibilidad de sacarme. Estaba sola y se hacía de noche, escuchaba voces que gritaban "auxilio" y luego ya no escuché nada, ni llantos ni gritos. Me quedé dormida. El viernes por la mañana yo no sabía si quería seguir con vida; ver los niños quemados y vueltos nada, despedazados y a la niña así: yo no quería luchar más. Llegaron unos vecinos a ayudarme, les dije que por favor no me dejaran, que los de la Defensa Civil habían venido antes diciendo que nos iban a ayudar, pero solo estuvieron allí robando. Tomé fuerzas otra vez y me amarré la pierna con un trapo —se hizo un torniquete— y comencé a cortarla. Lo más duro fue siempre ver la cabeza de la niña fuera de su cuerpo. Era terrible. Por momentos decía que me dejaran allí para morir con ellos, pero lo que más me alentó fue mi niño pequeño, que ya se habían llevado. Seguí luchando por él. Finalmente ese día por la noche me sacaron.

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—¿A dónde se llevaron al pequeño, Edilma? —le pregunto.

—No supe. El chico de la Cruz Roja no volvió más.

Edilma fue llevada a un hospital en Medellín donde le terminaron de amputar la pierna destrozada. Buscó como pudo a su hijo. Dos meses después unos familiares milagrosamente lo encontraron.

OMAYRA

Posa en donde estaba su casa, al lado de la cruz donde está enterrado su marido.

Llego a Lérida, un pueblo que está a diez minutos de Armero. Allí supe que vive Omayra. No es tan famosa como la niña del mismo nombre, aunque todo el mundo la conoce.

Pregunto por ella en la plaza central y me dicen que vive en el barrio El Alemán. Al llegar, la primera persona a la que pregunto resulta ser el marido: "venga, yo lo llevo a la casa". Omayra está en la puerta, me recibe con una enorme sonrisa.

Le digo que la razón de mi presencia es invitarla a venir conmigo a Armero y visitar el lugar donde estaba su casa:

—Sí claro, vamos; hace tiempo que no voy. —Miro hacia sus piernas—: No te preocupes, son prótesis. Puedo caminar con ellas sin problema.

Al día siguiente me espera puntual en la puerta de su casa. En los 15 minutos de trayecto hacia Armero mira ensimismada el paisaje por la ventana. Le consulto si todo está bien.

—Sí, tranquilo, solo miro lo linda que es esta tierra ¿verdad? —Su ternura me conmueve.

El taxista nos lleva a una parcela del pueblo por donde Omayra asegura que está su casa, aunque nunca ha venido "desde que pasó aquello". El terreno se hace complicado hasta para los que tenemos las piernas completas y pide apoyarse en mí para caminar. Se para, mira alrededor y respira hondo, veo que sus ojos se ensombrecen y están aguados: "es por aquí, estoy segura". Atravesamos un monte espeso que nos supera en altitud. Pasada esa pequeña selva se abre un escampado.

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—Sí, mira, allí está la cruz donde quedó mi marido muerto —me señala a nuestra derecha.

Omayra contaba con 20 años y tenía tres meses de embarazo cuando la naturaleza del volcán le cambió la vida.

Da unas vueltas por el lugar y posa para mi foto. No habla, llora a ratos, se hace la fuerte. Lo es.

Habla por fin, tan bajo que me cuesta escucharla:

—Aquí nos cayó la casa encima. Estuve atrapada tres días. Fernando, mi marido, murió el jueves de madrugada. Él me quería matar porque decía que nos íbamos a morir igual; con un vidrio trató de cortarme las venas, pero no tenía fuerza. Una pared casi entera aprisionaba su pecho, se fue apagando de a poquito. Estuve los dos días siguientes junto a su cadáver aguantando hambre y calor. Los socorristas apenas llegaron el viernes y dijeron que estaban muy cansados para intentar salvarme. Les dije que si me iban a dejar ahí, que me dieran una pastilla para dormir y no saber nada más. Me la dieron, con un poquito de agua, ni siquiera la sed me la quitaron. Dormí toda la noche. Me desperté a mediodía del sábado, empecé a gritar y ahí fue que volvieron por mí. Eran los mismos que habían estado el viernes y dijeron: "Ay, esta china no se ha muerto, vamos a sacarla".

El sábado por la tarde, Omayra fue la última persona que oficialmente fue rescatada en Armero. La trasladaron a un hospital en Bogotá, donde tuvieron que amputar sus dos piernas. Dio a luz a su hijo seis meses después, y eso le dio "fuerzas para seguir viviendo". Hoy, Omayra tiene dos niñas y su hijo vive cerca de su casa.

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MARÍA MERCEDES

Fotografiada en el lugar donde estaba su habitación.

María Mercedes Ayala recuerda que ese día y los anteriores llovió mucha agua y ceniza, que poco a poco fueron cubriendo los carros y las aceras. Salía a jugar con sus amigas a hacer marcas en el piso. Ese día (13 de noviembre), el olor a azufre era especialmente molesto, pero las autoridades anunciaron que debían estar en calma porque no había nada por qué preocuparse. En la noche se acostó temprano junto a su hermana, pero como a las 11:00 p.m. su padre las despertó. Un vecino le pegaba patadas a la puerta para que salieran y gritaba que el volcán había hecho erupción y que debían salir.

—Los sonidos del volcán eran horribles. Si el Apocalipsis existe debe ser algo parecido: lluvia, cenizas, truenos, gritos de la gente, era espantoso. Cuando salimos pasó una camioneta que milagrosamente nos recogió a los tres. No había luz pero los faros del carro iluminaban lo dantesco de la escena: gente atropellada, niños solos llorando y caos generalizado. Llegamos a un lugar hasta donde el carro logró avanzar, había lodo por todas partes, y detrás de nosotros venía una masa gigante. Era algo monstruoso.

Se salvaron porque subieron al terreno alto del Cerro de la Cruz. Allí se quedaron varias horas.

—Mi papá insistía en que no miráramos al pueblo pero en un momento dado tuve que voltear y vi que no quedaba nada. El pueblo había desaparecido, era algo gris.

María Mercedes era una adolescente. Vivía con su papá y una hermana menor. Sus padres estaban separados. La madre y otra hermana pequeña vivían en la parte alta de Armero, la más cercana y directa al caudal que tuvo el lodo.

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—¿Sabes cómo se llama mi mamá?

—No.

— Se llama María del Carmen Ayala y mi hermanita se llamaba María del Pilar. ¿Te das cuenta que aún hablo de mi madre en presente y de mi hermana en pasado?

—¿Por qué piensas que tu madre está viva?

—Hay muchos datos que me llevan a pensar que sobrevivió. Fíjate, cuando llegamos a Guayabal mi papá preguntó por ella a unos conocidos y dijeron que pasó por allí muy herida y trastornada porque la avalancha le había arrancado a la pequeña de sus brazos y pensaba que nosotros también habíamos muerto.

María Mercedes indica que me quiere mostrar un video importante, que es la confirmación de que su madre está viva. En la imagen aparece una periodista haciendo un informe desde un lugar de Armero; al fondo una señora con un vestido largo mira curiosa hacia la cámara mientras habla con un hombre más joven.

—Esa es mi madre —me dice—. En el aniversario 26 estaba almorzando y pasaban el noticiero en la tevé. Mi hija, que estaba comiendo conmigo, me dijo: "Mírate mami, mírate en la tele". Ahí estaba: era ella, con 59 años. Una madre se reconoce de todas las formas.

—¿Y dónde crees que esté ahora? ¿Puede ser que viva en la calle?

—Sí. Todo puede ser. Una vez mi cuñado me llamó para decirme que saliendo de un cine en Bogotá vio a una mujer pidiendo monedas que era muy parecida a mí. Tenía quemaduras y cicatrices.

—¿Por qué crees que no te ha llamado? ¿Por qué desapareció?

— No sé. Tal vez ella no quiere aparecer.

EL CAPI

Fotografiado en donde estaba su casa en la Calle 17, n.º 17A-17.

A sus 67 años, Jorge Montealegre García, El Capi, es piloto, poeta, filósofo, psicólogo y, sobre todo, buen ser humano. "También te echo las cartas, si quieres", me dice bromista.

Vivía solo en una de las casas más grandes del pueblo y en la calle donde estaban los comercios importantes y el hospital principal. Sus hijos estaban en otra casa al otro lado del río que se desbordó; por eso se salvaron.

—Pero perdí a mi hermano, a mi cuñada, dos sobrinas, tíos, primos… más o menos como unas 14 personas de mi familia murieron ese día —recuerda.

Mientras estamos en la loma donde estaba su casa, cierra los ojos. Le pregunto si está bien.

—Sí, tranquilo, solo que aquí está justo la base de lo que en una época yo fui, hay una energía que me hace temblar y recordar, es algo malo y a la vez bueno, no sé si me explico. —Nos quedamos en silencio y al rato comienza a hablar—: Esa noche se fue la luz, porque lo primero que reventó la avalancha fue la subestación eléctrica que quedaba en la boca del río. Aquello era indescriptible, una cosa terrible: en la más profunda de las oscuridades usted solo oía un estruendo espantoso, no se sabía de dónde venían los objetos —autos, casas, animales, gente— que traía violentamente la magnitud de la avalancha. Salí de la casa pensando que podía escapar; ahí sentí que algo venía directo hacia mí, corrí hacia una esquina y allí me agarró una primera oleada que me sepultó. Logré salir a flote, luego me agarró una segunda vuelta que me movió como un monigote, hasta que quedé colgado en unas cuerdas. Gracias a ellas sobreviví, pero quedé con profundas heridas en mi brazo y pierna derecha.

El Capi no tiene duda de que "eso fue obra de Dios. Yo tenía la misma oportunidad de morirme —dice—, igual que los 25 mil hermanos nuestros. Ahí no hubo destreza, sino la voluntad de Dios, que me hizo sobrevivir".

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