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El exguerrillero que desentierra las minas que él mismo sembró

A los 15 años Akira era experto en sembrar minas "quiebrapatas". Hace 25 años se propuso desenterrarlas. Hoy ha desactivado más de 50,000 en su país.

Akira ha desenterrado más de 50.000 minas en Camboya.

Llegué a Siem Raep, norte de Camboya, con dos propósitos: conocer un templo y a un hombre. El primero se me dio fácil: la segunda ciudad más importante del país está invadida de letreros promocionales y fotos de Ankor Wat, el monumento religioso más grande del mundo, construido en el siglo XI. En dos días lo recorrí casi en su totalidad. Así que tenía el resto del tiempo para localizar al hombre. Había escuchado poco sobre él, pero el editor de esta revista me había prometido un buen pretexto para quedarme más días en Asia.

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Comencé por lo básico: preguntar a los empleados del hotel donde me hospedaba y a los conductores de Tuk Tuk (el transporte más popular del país). Todos sabían quién era y describían a un superhombre: capturado por los Jemeres Rojos (un ejército comunista) a los diez años de edad, asesino profesional a los 12, experto en minas "quiebrapatas" a os 15, reclutado por el ejército vietnamita antes de los 20 y por el camboyano antes de los 25. Líder comunitario elegido "Héroe" entre más de 10.000 candidatos por la cadena internacional de noticias CNN en 2010, fundador del Museo de Minas Antipersonal, en Camboya, y celebridad a los 40, por cuenta de su obsesión: desenterrar cinco millones de minas en todo el país. Nadie, sin embargo, daba su ubicación, teléfono o correo; incluso en una oficina de turismo dijeron que Akira (ese es su nombre, sin apellidos) había salido del país.

Seguí la búsqueda en el Museo de Minas Antipersonal, a una hora de Siem Reap. Akira no estaba pero me topé con una lección de historia camboyana que por momentos parecía el relato al que Colombia nos tiene acostumbrados: gente que resiste y asesinos; torturas, desaparecidos y mutilados. El museo es una construcción de cinco bloques de cemento y madera divididos de tal forma que, una vez finalizado el recorrido, comprendes que detrás de los templos o en el subsuelo de las ciudades hay un pasado por resolver que se insinúa macabro.

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Tal vez el salón más revelador del museo es el de las fotografías y los testimonios: imágenes de niños mutilados cuyos padres fueron asesinados por el régimen ultra maoísta de Pol Pot (1975- 1979), relatos de sobrevivientes de los "campos de la muerte" donde los Jemeres Rojos (el ejército de Pot) exterminaron a un tercio de la población camboyana; eso es como si en los cuatro años que dura un periodo presidencial en Colombia mataran a toda la población de Bogotá, Medellín, Cali y Barranquilla. Y con la mayor sevicia posible. Los bebés eran golpeados contra el tronco de un árbol hasta que murieran. También hay una pintura en la que se ve, en primer plano, a tres personas adultas en cuclillas llorando frente a tres cuerpos de adolescentes despedazados, más atrás un puñado de testigos con las manos en el corazón y la boca abierta; delante de ellos, restos de explosivos al lado de un cráter. Es un retrato cruel del mayor legado de las guerras en Camboya: las minas antipersonal.

El sitio fue construido por Akira en 1997 y su propósito también está enmarcado en ese cuadro. Es una advertencia: Camboya sigue siendo un campo minado (el año pasado hubo más de cien heridos por minas). En el centro de los cinco bloques, una gigante urna de cristal repleta de residuos de explosivos es el símbolo del museo y, también, el resumen de la vida de Akira y de los últimos 40 años del país.

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Salí del museo con el ánimo en el piso. Ese mal recuerdo de sangre que es Colombia me volvió como una bocanada de humo y peste. La pecera de explosivos también fue una postal de donde vengo. Se me multiplicaron las preguntas, me quedé más tiempo en Siem Raep y seguí en la búsqueda de Akira. ¿Cómo sobrevivió?, ¿suprimió los recuerdos en los que minaba la frontera con Vietnam y asesinaba a sangre fría?, ¿trabaja con sus antiguos enemigos?, ¿se siente en paz?, ¿tiene hijos?, ¿habla del pasado con ellos?, ¿cuántas minas ha limpiado?

Esa noche en el hotel devoré videos en YouTube sobre Camboya: comerciales de Angelina Jolie en la selva, guías para visitar los templos en un día, perfiles en blanco y negro sobre Pol Pot, películas de Hollywood sobre el genocidio y documentales periodísticos sobre la memoria histórica camboyana. Fue uno de estos últimos, The enemy of the people (una investigación sobre los matones del régimen que revela cómo viven en el campo, rodeados de total impunidad), el que motivó que volviera al museo para releer las paredes y, claro, preguntar por Akira.

Esta vez me atendió Jon, su hermano medio, un hombre de 50 años y sonrisa permanente. Es el administrador del museo y fue quien, finalmente, tomó un teléfono y me puso en contacto con Akira. Dos días después, un viernes, Akira me abrió las puertas de su casa, que también es su oficina, al norte de Siem Raep.

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Cuando lo vi me pareció más gordo y menudo que en los videos de YouTube. No recuerdo por qué la conversación comenzó por el tema de la plata y de "¿cuánto cuesta desminar un país?", y en medio de la respuesta hizo el gesto de "silencio" y me invitó al segundo piso, a un pequeño comedor en el pasillo que conduce a su habitación. "Es un lugar seguro para hablar de números", me dijo e hizo cuentas en un cartón que nos llevaron a tres conclusiones pesimistas: 1. Desminar es un negocio tan lucrativo y corrompido como la guerra (construir una mina cuesta cinco dólares y desactivarla, cien). 2. Los políticos siempre querrán hacer negocio y sacar tajada. 3. A todos les interesa que el desminado sea un proceso lento (el gobierno calcula que faltan diez años, cinco millones de minas y 300 millones de dólares para terminar la tarea que comenzó en 1992).

Salvar vidas se convertiría en una terapia para lidiar con el pasado.

Aproveché para hablarle del caso colombiano. Él sabía que estábamos entre "los países más minados del mundo" pero se sorprendió cuando le dije que somos el segundo país con más víctimas por minas después de Afganistán (11.000). Ni se imaginaba que compartíamos tan cerca una tragedia. En Camboya es común ver a vendedores ambulantes mutilados o con deformaciones físicas por causa de las minas. No es un tema de viejos o generaciones pasadas. Quince días después de nuestra primera charla, dos niños pisaron una mina al norte del país. Sobrevivieron pero quedaron heridos.

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Hablarle sobre Colombia sirvió para entrar en un tema que su secretaria me había advertido no mencionar: el pasado. "No me gusta hablar de las cosas que yo hice. Ahora lo hago un poco más, pero antes las pesadillas no me dejaban dormir". Bill Morse, un gringo multimillonario que conoció a Akira hace más de diez años y le ayudó con la creación de una ONG para formalizar su trabajo, me contó que Akira estuvo en tratamiento médico por depresión debido no sólo a su oficio sino a la avalancha de preguntas de los periodistas que lo visitaron después de haber ganado el CNN Heroes. Pero las pastillas recetadas lo atolondraban y para un trabajo de alto riesgo como el suyo, es clave estar despierto. Dejó los químicos y está en la búsqueda de un monje budista que lo induzca a los poderes curativos de la meditación.

Akira no sabe cuándo nació. Dijo tener entre 40 y 43 años. El relato de su vida inicia con el asesinato de sus padres por parte del régimen y el reclutamiento al ejército de Pol Pot días después. "Yo creo que tenía diez años cuando comencé a ser soldado de los Jemeres", me dijo esa mañana. Matar no sólo fue su tarea obligatoria, sino una forma de ser (o de sobrevivir): "Yo no sabía distinguir entre lo bueno y lo malo; pensaba que el mundo era eso, que toda la gente estaba en guerra y mataba y sembraba minas", dijo.

En el relato de su pasado, Akira repitió varias veces la palabra "juego". Matar personas, sacrificar animales para probar la efectividad de las minas, disparar, acuchillar, sembrar, escapar… todo hacía parte del mismo mundo de niños en guerra. La memoria sobre sus padres comenzó a ser enterrada explosión tras explosión.

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Le pregunté si recordaba cuándo había parado de matar para salvar vidas. Tenía 13 años y un amigo combatiente de su edad pisó una mina. Sobrevivió pero una de sus piernas quedó colgando de la piel: "Se la arranqué con un cuchillo porque estaba perdiendo mucha sangre. Le frené la hemorragia con hojas de árboles que yo sabía eran medicinales". El niño murió meses después en otra batalla.

Casi 30 años después, reconoce que siguió matando, pero ese primer acto heroico en medio de la guerra no fue un reflejo de supervivencia o una casualidad. Salvar vidas se convertiría en una terapia para lidiar con el pasado. Entre 1992 y 1993, con la entrada de Naciones Unidas a Camboya, Akira decidió desenterrar las minas que él mismo había sembrado. Primero lo hizo de manera artesanal, con las agallas de un soldado acostumbrado a los desenlaces trágicos. En los videos de archivo se ve a un hombre en bermuda y sandalias, inclinado sobre un arbusto en la frontera con Tailandia. No tiene más herramientas que un alicate oxidado y un cuchillo. Desempolva la mina con los dedos, la toma con las dos manos, examina despacio los bordes, quita tornillos, hala el detonador y lo exhibe ante la cámara. Eso es todo. Y sí, lo hace ver como un juego elemental. Ahora tiene una ONG, cuarenta personas y equipos con la última tecnología para el oficio.

El campo camboyano, al menos en el norte de país, es similar a los paisajes de los Montes de María en Colombia.

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En la grabación de CNN de 2010, en la que se ve a un Akira nervioso pero feliz ante miles de personas que lo ovacionan en el auditorio Shrine de Los Ángeles, California, aparece la cifra de 50.000 minas desactivadas por un solo hombre en todo Camboya. Él, sin embargo, ya perdió la cuenta. Sabe que lleva el récord nacional (y tal vez mundial) pero su prioridad es sumar gente porque su país sigue en riesgo. Según los cálculos del gobierno, sólo hasta 2025 Camboya podrá ser declarado libre de minas.

Dos días después de nuestra primera charla, Akira me invitó a la finca de una familia campesina donde pasaría la mañana desminando con un equipo conformado por hombres mutilados y antiguos enemigos. El campo camboyano, al menos en el norte de país, es similar a los paisajes de los Montes de María en Colombia. Perros con sarna, pollos con los muslos pelados y casas de madera vieja. Niños que juegan con pelotas descosidas, mujeres en las tiendas de frutas de la carretera y hombres labrando la tierra.

Los lugares minados son relativamente fáciles de ubicar, pues son los mismos campesinos quienes los reportan. Uno de los trabajadores de Akira me contó que a veces las personas que las sembraron en los años ochenta son las mismas que llaman hoy para que las desentierren. Todos los casos son expuestos en la reunión anual que tiene el gobierno con las siete ONG encargadas del tema. Cada una trabaja en una región y está encargada de limpiar cierta cantidad de minas.

La finca a la que fuimos parecía un campo de entrenamiento militar: una docena de hombres uniformados, un camión blindado y restos de explosivos rodeados por una cinta y el aviso rojo en camboyano: "Peligro – Minas". La familia que la habitaba no salió de la casa. Hace cinco años había asistido a un escenario similar en San Carlos, Antioquia, con miembros del Ejército Nacional. La diferencia era que en Camboya trabajan en un mismo lugar personas mutiladas, antiguos enemigos de Akira y exmiembros del Ejército. Les pregunté cómo hacían para vencer las sospechas o los deseos de venganza. Se rieron como si fuera la pregunta más absurda del mundo. "Es fácil porque ya se acabó la guerra y todos necesitamos el dinero para ayudar a nuestros hijos", respondió uno. Akira también intervino: "Sólo hay una opción para salvar el país: trabajar juntos".

Akira cuenta con un equipo conformado por personas mutiladas,sus antiguos enemigos y exmiembros del Ejército.

Sus respuestas suelen ser así, como las de un político de pueblo en campaña, sólo que en este caso hay muestras de sobra para creer en lo que dice. Desminar Camboya no es la única labor altruista de Akira. Su ONG ha construido 19 escuelas en todo el país a las que han asistido 2.500 estudiantes. La vitrina internacional obtenida gracias a CNN le ha traído donantes millonarios. Esa misma fama también se expandió en Siem Raep, adonde todos los meses llegan jóvenes huérfanos a las puertas del museo a pedir posada o comida. Akira los recibe en la parte trasera, donde construyó dos bloques con dormitorios, aulas y una huerta. Por los días que estuve, había 32 estudiantes en el museo. Ninguno estaba mutilado o tenía lesiones por minas, aunque según Jon muchas veces los padres de niños lesionados los llevan hasta la puerta del museo para que sean acogidos.

Akira me habló poco del tema. Tal vez prefiere que los mismos niños den su testimonio o tal vez no haya mucho que decir porque es fácil entenderlo todo. El "héroe" no tuvo una infancia normal: no hubo escuela ni recreos ni planas, y siente que la historia no se puede repetir. De lo que sí me habló sin reservas fue de los explosivos. Sabe dónde los fabricaron, en qué año los sembraron, qué daño causan. Toda la minucia bélica me la dijo esa mañana en la finca mientras limpiaba minas como si fueran manzanas. De lejos, sin ver el explosivo entre sus manos, uno piensa que es un objeto inofensivo; ese desparpajo con el que trabaja es su marca registrada. Hace más de 20 años, antes de que oficiales de Naciones Unidas lo conocieran y lo "obligaran" a seguir todos los protocolos internacionales, Akira salía de "cacería" solo y sin protección. Según su testimonio, en esa época, en un día podía recolectar hasta 200 minas. Ahora es diferente. A pesar del vasto conocimiento, para certificar su ONG ante el gobierno tuvo que hacer un curso sobre minas antipersonal en Inglaterra y seguir los procedimientos en terreno, que no sólo incluyen herramientas de punta (casco, chalecos, detector de metales…), sino encerramiento de la zona, horarios y reportes oficiales sobre su trabajo. Hoy, el número de minas que desactiva su equipo en un día no llega ni a cien.

Ese mañana en la finca encontraron una granada, una mina y dos morteros. Las reunieron en un punto alejado de la casa y las cubrieron con tierra. Había que detonarlas. El procedimiento duró menos de diez minutos. Fue una explosión seca que hizo temblar el piso. Luego cayeron hojas de los árboles más altos y eso fue lo único que escuchamos después del cimbronazo. Todos estábamos en silencio. Akira me miró y sonrió como un niño. Luego me dijo algo que me supo a resignación: "A veces me gustaría hacer otra cosa. Si quiero trabajar en un hotel o frente a un computador, no puedo. Nunca fui al colegio o a la universidad. Mi única opción son los explosivos".