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Cultură

Amor, mentiras y las secuelas del divorcio de mis padres

Según mi razonamiento, si supiera qué se siente estar en la sala con mis padres abrazándome y sonriendo mutuamente —con la certeza de que el mundo estaba bien porque estaban juntos—, sería un mejor hombre.

Ilustraciones por Meredith Wilson.

El problema de esta historia es que ignoro muchos detalles a propósito. Supongo que muchos, en especial los protagonistas, dirán que eso me hace la persona menos indicada para narrar esta historia. Una vez le pedí a mi madre que me explicara qué había pasado mientras aún estaba a tiempo para poder tener una opinión diferente de mí mismo.

Nos quedamos en la misma habitación de hotel. A todos sus hijos les dio un viaje a Europa como regalo de graduación. A todos nos tocó una parte de Europa. Uno escogió Londres, otro París y yo Atenas. Después de 80 horas seguidas con mi madre, por fin tuve el valor de preguntarle. Y aceptó. Se quedó viendo su libro de sudoku y empezó su relato justo donde yo quería: en el último día. Le pregunté específicamente sobre ese día para confirmar que todo había pasado como yo creía. La interrumpí en cuanto dijo "Pues, tu padre", porque me di cuenta que en realidad no quería saber. Estoy feliz con los recuerdos que tengo, aunque no sean felices, aún cuando sé que la verdad podría cambiar las cosas y despejar los mitos de mi creación.

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Esto fue lo que pasó: me di cuenta de que no siquiera sabía qué edad tenía cuando mis padres se divorciaron. Estaba, no, estoy seguro de que tenía dos meses de edad. Pero mi madre me corrigió un día que leyó un ensayo que trataba sobre mi primer tatuaje donde apenas mencionaba su divorcio.

"Es fantástico", dijo, como lo habría hecho cualquier otra madre. "Pero tengo una observación. En realidad tenías ocho meses cuando tu padre y yo nos separamos. No dos".

Siempre creí que tenía dos meses. Así cuento la historia, la historia que uso con frecuencia para justificar mi forma de ver el mundo.

"¿Qué sé sobre el amor?", respondo cuando la chica con la que salgo me pregunta qué pienso o cuando me pregunta si siento lo mismo que ella por mí. "Mis padres se divorciaron cuando tenía dos meses de edad".

Lo digo para tomarlas por sorpresa y terminar la conversación. Siempre funciona. La utilicé en varias ocasiones con la misma persona para alargar un rompimiento al salir de la universidad. Sólo quería recordarle que el tormento de esos últimos tres años no fue porque yo era malo sino porque no sabía como reaccionar al amor. Y funcionó, como siempre. Todos callan porque nunca nadie ha tenido padres tan fríos que son capaces de divorciarse cuando su bebé tiene dos meses de edad.

Al parecer, ni siquiera los míos pudieron.

Hasta ahora no he cambiado los detalles de la historia ni mis razones para contarla. La uso para convencerme a mí mismo de que mis padres nunca se esforzaron para ser una familia feliz. Esto no significa que no me hayan dado su amor; lo hicieron y aún lo hacen. A lo que voy es que, ¿sabían que los doctores recomiendan escuchar música clásica cuando el bebé aún está en el útero para estimular su inteligencia? Si mis padres se separaron cuando yo creo, entonces significa que me gesté escuchando gritos y llantos. La melodía de una relación fallida.

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Esto me hace pensar en mi infancia. No sé cómo era mi vida de bebé pero estoy seguro de que no era nada buena. Me imagino que entendía el enojo y los reclamos antes de saber el significado de las palabras que gritaban. Esas emociones se me quedaron grabadas.

Aprendí a lidiar con eso a mi manera. He sido un patán con todas las mujeres con las que he salido. Las he engañado, a todas (aunque solo hayan sido tres). Les miento y hago lo que sea para pelear. Se siente bien tratar de lastimar a la otra persona porque eso es lo que se supone que debemos hacer. Lastimar a los que amamos.

Si mis padres se separaron cuando yo creo, entonces significa que me gesté escuchando gritos y llantos. La melodía de una relación fallida.

Hay otra historia sobre la relación de mis padres que siempre le cuento a la gente y que probablemente también sea mentira. Empieza con mi madre hablando por teléfono con mi padre. Enojada, si mal no recuerdo, o quizá no. La pelea —discusión, conversación, lo que sea— era por quién conduciría. El problema era que mi mamá nos llevó a casa de mi padre un viernes por la tarde saliendo de la escuela. El domingo por la tarde, después de misa, nuestro padre nos llevó a nuestra casa (no le gustaba que dijéramos "nuestra casa" pero, cuando uno es niño, es imposible que tuviéramos el mismo cariño por el lugar donde nos quedábamos dos días a la semana que por el lugar donde nos quedábamos lo otros cinco días). El calendario siempre fue igual. El problema era que esa vez ninguno de los dos quería dar esa vuelta en plena tormenta de nieve.

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Bueno, quizá sólo estaba nevando. O tal vez sólo era una ventisca. No importa. El punto es que fue suficiente para que los adultos anunciaran que era peligroso salir.

Hay una plaza comercial por donde vivía que se me quedó muy marcada. No tiene nada de especial. La razón por la que se quedó tan grabada es que se encuentra justo a medio camino entre las casas de mi madre y mi padre. Recuerdo que mencionaron esa plaza cuando peleaban por el teléfono. Quedaron de reunirse ahí. Aquí se pone buena la historia. Mi hermana y yo traíamos puesta nuestra ropa de invierno y tuvimos que caminar como pingüinos entre la nieve para cruzar el estacionamiento de la plaza y llegar al auto de mi padre. Lo más importante era que la transacción terminara antes de que conducir se volviera demasiado peligroso.

La historia no es muy interesante y a veces ni siquiera estoy seguro de que haya pasado. Pero yo creo que sí porque me dio uno de mis únicos dogmas intransigentes.

"Es difícil creer que existe el amor incondicional cuando escuchas a tus padres peleando porque no quieren ir a recogerte tan lejos", le respondí a una mujer acostada en mi cama (ella tomó como 4 copas y yo como 12), cuando me preguntó si nuestra relación tenía futuro.

No quiero tener un futuro con alguien si sé que será así. Todos dicen que no va a ser así, que va a ser diferente, pero la simple posibilidad basta para ahuyentarme. Por siempre. No podría hacerle lo mismo a otra persona. Y menos a mi hijo.

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Mis padres peleaban por todo lo que tuviera que ver con nosotros. Por cómo criarnos, por las escuelas a las que nos iban a inscribir (si no has escuchado a tus padres pelear para decidir si debes o no hacer un examen para niños prodigio por cuarta vez cuando tienes apenas seis años, entonces no has vivido), y también peleaban por la forma en que nos castigaban.

Cuando les pedíamos una explicación, siempre nos daban la misma respuesta: "Pues sí, claro que peleábamos, pero era porque queríamos lo mejor para ustedes".

Suena trillado pero nadie puede responder a eso. Era como si lo hubieran leído en un manual para padres divorciados. "Si dice esto, sus hijos van a tener que aceptarlo". Me alegra que los padres puedan usar esa clase de frases. Seguro es difícil. A veces es necesario tener frases que sabes que te van a salvar.

Sólo una vez vi a mis padres pelear en persona. Es lo bueno de que se hayan separado cuando aún era un bebé.

"Al menos no tuvieron que escoger". Todos hemos escuchado esa frase. De acuerdo, no lo hicieron, al menos no de forma directa. Nuestra madre siempre decía que no teníamos que sentirnos culpables por rechazar a nuestro padre. Que no tenía nada de malo. ¿Será porque sentía lo mismo? Al final le hicimos caso. Probablemente lo hubiéramos rechazado de todas formas pero, de todas formas, su opinión ayudó. ¿Nuestro padre tiene la culpa por no haber sido tan cercano a nosotros como para pedirle una explicación? ¿Se ganó puntos por no decir lo mismo que nuestra madre? Porque, por ridículo que parezca, todos los hijos llevamos la cuenta.

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Por suerte, las reglas para los padres divorciados no son tan estrictas. Lo único que tienen que hacer es tratar de no ser una mierda.

Mis padres no lo fueron. Creo. No sé. Creo que estuvo bien. Estoy bien, creo. Pudo ser peor.

Lo que sí sé es que sólo vi a mis padres pelear en persona una vez. Es lo bueno de que se hayan separado cuando aún era un bebé. Nunca vi el alboroto antes de la separación, a diferencia de mis amigos, cuyos padres se divorciaron cuando sus hijos iban en secundaria, en preparatoria o después. Y lo agradezco.

Aunque a veces no tanto. Cuando estaba en la universidad, la chica con la que salía discutía conmigo por la relación de nuestros padres. Los suyos —quienes, hasta donde sé, siguen casados— pelearon a lo largo de toda su infancia. Dijo que era horrible. Que le dolía. Que corría a encerrarse en su habitación cada que pasaba.

"Al menos los veías juntos", le respondía (nunca he sido bueno con eso de la empatía). Según mi razonamiento, si supiera qué se siente estar en la sala con mis padres abrazándome y sonriendo mutuamente —con la certeza de que el mundo estaba bien porque estaban juntos—, sería un mejor hombre. Probablemente sea cierto. Mis dos hermanas eran más grandes que yo cuando se divorciaron mis padres y hoy son muy buenas personas. Son las mejores madres que he visto. Se preocupan por sus hijos. Pero yo no. Van a estar bien.

Como sea. La única vez que vi a mis padres pelear fue cuando tenía 20 años de edad. Ese día me arrestaron por conducir en estado de ebriedad.

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Sentían que tenían que estar conmigo, en persona, porque, ya saben, cosas de padres. Se reunieron después de que la corte dictó mi sentencia. La sentencia no fue nada en comparación con el castigo que fue su reunión.

Fuimos a un Starbucks que está dentro de la plaza que mencioné antes. Ninguno se había mudado desde aquella tormenta y, de nuevo, ninguno estaba dispuesto a ir más allá de la plaza. Mi papá llegó con una lista de los temas que quería discutir: si iba a poder pasar el próximo semestre en Sudáfrica (no), si iba a regresar a la universidad (claro que no) y una letanía de cosas irrelevantes como en casa de quién iba a vivir.

Los tres pedimos un café. Nos lo tomamos y platicamos. Apenas habían pasado 15 minutos desde que empezamos a hablar sobre si iba a regresar a la escuela o no y ya se estaban peleando. Dejaron de hablar de mí y se pusieron a discutir de algo que no tenía nada que ver. Nunca supe el motivo de la pelea porque no alcanzaba a descifrar sus palabras. No podía creer que se estaban peleando cuando se supone que habían ido a salvarme. Pero aprendí a disfrutarlo. Mucho.

Así va a ser siempre, pensé.

Ese verano fue el más triste de toda mi vida. Desperté en la cárcel, mi papá fue a recogerme, cuando llegué a casa mi madre estaba furiosa, no pude explicar lo que había hecho a ninguno de los dos y, para culminar, llegó la reunión que tanto temía. Y aún así, en ese momento, me sentía feliz. No se dieron cuenta pero estaba sonriendo. Mis padres se estaban comportando como padres normales. Con defectos, sin estar enamorados del todo, pero juntos. Mamá y papá.

Es lo que trataba de explicarle a mi novia pero nunca entendió. Pelea todo lo que quieras, al menos puedes decir, "mi mamá y mi papá". Juntos, en la misma habitación. En la misma oración. Casi nunca he tenido ese privilegio.

Como ahora mi hermana tiene un bebé y mi otra hermana tiene dos, mis padres tienen que estar juntos en la misma habitación más a menudo. Casi siempre es en Navidad. Aunque a veces también han ido a otros eventos importantes, como en las fiestas de cumpleaños o graduaciones de preescolar. Creo que hasta se pararon uno junto al otro frente a una resbaladilla para cachar a su nieto. Cada que se encuentran en el parque o en alguno de estos eventos se saludan. Es justo como se lo imaginan: un saludo seco, tenso e hipócrita, pero cada que pasa, me hace tan feliz que me dan ganas de llorar.

Cuando terminan las cordialidades y se sientan en lados opuestos de la habitación para no tener que convivir, me dan ganas de llorar otra vez.

Después recuerdo que somos adultos y que ya no hay nada que hacer.

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