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La pura puntita

Aquí no es Miami

Apuntes para una crónica de la llegada del crack al puerto.

Traemos adelantos de los libros que te van a ensartar en las mesas de novedades.

Seguramente ya leíste la crónica que le da nombre al libro de la periodista veracruzana Fernanda Melchor, Aquí no es Miami, publicado por Almadía, Producciones El Salario del Miedo y la Universidad Autónoma de Nuevo León. Se trata de una compilación de historias sobre narcotráfico, migración, violencia, política y cochinero en general que sucede en Veracruz. ¡Y el resultado nos encanta!

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Agradecemos a la autora, quien amablemente respondió a nuestras súplicas de rolar otra de las crónicas de su libro, y aquí está. ¡Gracias, Fernanda!

No se metan con mis muchachos

Harto del calor, de las comidas basadas en garnachas, de la peste a sobaco y encierro del cuartel, el secretario de Seguridad Pública de Veracruz se sacude de encima al matón que le cuida la espalda y escapa hacia la capital del estado, a bordo de su automóvil. Hace semanas que no ve a su familia, justo desde que iniciaran las amenazas telefónicas.

        A la altura de Rinconada, en medio de una insistente llovizna, dos camionetas negras se le pegan a los costados; una tercera unidad irrumpe desde una brecha rural y lo encajona. A punta de rifle, cuatro encapuchados lo obligan a bajar del vehículo.

        —Te voy a pedir que tus muchachos no se metan con los míos—  es lo primero que le dice el patrón de los sicarios, cuando logran meterlo a una de las camioneta. Lo que después escucha el secretario, es el nombre completo de su mujer, la dirección de su residencia en Xalapa, los horarios de los colegios privados a los que asisten sus hijos.

El patio del doctor Careló está en la colonia Pocitos y Rivera, encima de una loma desde la que se ve el recinto portuario y hasta el mar, si no está nublado. El doctor Careló ha colocado sillas de plástico en su descuidado jardín. Sentado en una de ellas, Pancho Pantera forja un cigarro de mariguana, pensativo. Se ha dejado crecer el bigote y lleva los cabellos pintados de negro.

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        —Tengo que pensar bien cómo voy a chingar a esos vatos— murmura, pero no habla con nadie: maquina.

        Pancho Pantera acaba de salir del penal Allende, tras cinco años de castigo por el cargo de delincuencia organizada. Era un ladrón virtuoso que se dedicaba a estafar a la mafia local: se hacía pasar por agente de ventas y ofrecía cocaína a precio de mayoreo a empresarios locales. Acudía a la cita con una bolsa de cal, pero antes de que el paquete se abriera, una decena de malandros armados y vestidos con playeras de la PGR —el equipo de seguridad de Pancho—  irrumpía en el sitio y confiscaba la “droga” y el dinero a cambio de la libertad de los presentes. Pancho se quedaba con la mitad del dinero, el resto era para los malandros.

        Pero cuando salió del tambo, Pancho Pantera no pudo volver a su negocio. Los Zetas lo controlaban todo.

        —No quieren socios, esos vatos, quieren asalariados— dice Careló, que sabe en qué piensa Pancho.

        —Tengo que encontrar la manera de chingarlos…

        La punta del cerillo resplandece en la penumbra. Huele a campo en aquel patio.

        —Están en todas partes.

        Pancho Pantera sonríe.

        —Allá adentro…—dice, y su mirada apunta brevemente colina abajo, hacia el centro, hacia el penal —… son ellos, los presos Zetas, los que mandan a los custodios a castigo.

Foto vía.

Hijo de madre soltera, el Pollero fue criado en un hospicio y entrenado desde chico para el encierro. Aprendió el oficio de pollero pero odiaba madrugar, odiaba destazar la carne del pollo, la peste que se le quedaba en las manos. Su verdadero sueño era convertirse en narco y salir de la pobreza. De tanto pensar en aquello se le ocurrió una estrategia para darse a conocer entre los círculos mafiosos: comenzó a llevar el pollo que le sobraba a los presos del penal. Después de semanas de darse a ver, un guatemalteco lo mandó a llamar: le agradeció los alimentos y lo premió con su primer conecte: un botín de droga oculto en el interior de una camioneta decomisada. Lo único que El Pollero tenía que hacer era hacerse pasar por familiar del hombre y llevarse la camioneta.

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        Las autoridades le negaron al Pollero el permiso para disponer del vehículo de su “tío”, pero este los convenció de que sólo busca unas estampitas en la guantera, unos “recuerdos familiares”. Y en el sitio indicado por el guatemalteco encontró dos kilos de cocaína.

        Cuenta la leyenda que, al llegar a su casa con la droga, el Pollero corrió hacia el fogón y pateó la olla de frijoles que siempre hervía encima.

        —Ya estamos en el negocio. Ahora vamos a comer como los ricos— dijo, y mandó a pedir cocteles de marisco para toda la familia.

Foto vía.

Hasta los años treinta del siglo pasado, el clorhidrato de cocaína podría adquirirse en forma de comprimidos en diversas farmacias del puerto. Fue en una de ellas, La Parroquia, ubicada en el corazón del centro histórico, donde el Hijo Predilecto de Veracruz, el escritor Francisco Rivera Ávila, laboró como farmacéutico y obtuvo el sobrenombre con el que firmaría sus décimas y crónicas, “Paco Píldora”.

        Tras la prohibición de esta droga, la oferta y la demanda fue acaparada por un selecto círculo de empresarios aduanales, hoteleros y de la construcción. La droga colombiana llegaba en contenedores, a través de buques provenientes de Sudamérica, o atravesaba el Caribe a bordo de avionetas, hasta llegar a las bodegas en Mérida y Chiapas, para acabar en las narices de empresarios y juniors.

        Habría que esperar hasta los años noventa para que la cocaína cruzara la avenida Circunvalación —ésa línea simbólica que divide a las calles del centro (la ciudad-museo) de las calles de las colonias (los reservorios del salvajismo)— y se ofertara a precios asequibles. Porque hasta entonces, hasta la llegada de Lázaro Llinas al frente del tráfico de drogas porteño, el comercio de la mariguana o las pastillas en las colonias de Veracruz era catalogado por las autoridades como “suministro entre viciosos”: vendedores de poca monta que generaban escasas ganancias pero que eran admirados en sus comunidades. Como la familia de Lázaro Llinas Castro.

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Carnicero de oficio, a Lázaro se le conocía en el puerto como el Rey de las Pastas, aunque sus familiares cercanos le apodaban El Loco. De abuelo y padre vendedores de mariguana, Lázaro da su primer golpe cuando denuncia a El Pollero ante las autoridades y se adueña de su coca, de su “plaza” y hasta de su mujer, Claudia. Instala su primera “tiendita” en una privada ubicada en las calles de Canal y Victoria. Algunos afirman que la fila para comprar droga era tan larga que, especialmente de mañana, parecía la de una tortillería.

Con el tiempo, Lázaro se convierte en el nuevo rico de Veracruz. Manda a que le arreglen los dientes y a que le respinguen la nariz con cirugía plástica. Llega incluso a comprar un yate y un equipo de futbol de tercera división, el célebre Gloisa, que ese mismo año se disputara la copa de la liga amateur en el estadio Luis “El Pirata” Fuente, casa de los Tiburones Rojos de Veracruz. Kalusha, François Oman-Biyik, Carlos Santos, Luis García y Ricardo Antonio “El Turco” Mohamed son algunos de los deportistas que Lázaro Llinas solía contratar como cachirules para los encuentros.

Foto vía.

Sobre la calva del doctor Careló brilla el foco desnudo de la sala. En sus manos sostiene la foto en donde aparece el Yiyo encendiendo una pipa.

        —Se pegaba unas peídas tremendas cuando los de la tienda le despachaban coca de mala calidad¾recuerda—.  Por eso me pidió que hablara con Lázaro, que intercediera.

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        Yiyo no tenía trabajo. Ni siquiera tenía que salir de su casa: todos los días llegaba alguien con drogas y alcohol. Pero estaba cansado de la coca rebajada con psicotrópicos y  sabía que Careló frecuentaba al clan de los Llinas, no al Loco en persona sino a su primo hermano Lazarito, un muchacho que solía visitar al doctor en secreto para fumar mariguana y no tener que compartir la droga con su familia.

        (En la familia de Llinas Castro todos los hombres se llaman Lázaro y las mujeres, Gloria Isabel; de ahí el apócope Gloisa del equipo, bautizado así en honor a la madre de Llinas).

        —Lazarito tenía ocho años cuando llegó. No sabía ni ponchar pero se chingaba dos churros él solito, uno detrás del otro¾cuenta Careló.

        Ya adolescente y durante un baile en Capezzio, Lazarito sufrió una trombosis que le dejó paralizadas las piernas. A través de sesiones de masaje y acupuntura, el doctor Careló lo hizo caminar de nuevo, y era por ello que la familia del Rey de las Pastas le prodigaba un trato deferente.

        Careló habló con las primas de Lázaro.

        —Me dijeron que de ahora en adelante pidieras “la del zapato”— le dijo después a Yiyo.

        Por supuesto, se refería a la cocaína de mejor calidad que los vendedores escondían en una caja de zapatos.

        Agradecido por el dato, el Yiyo le dio un lugar preferente a Careló en las reuniones de su casa, conocida ya como templo entre los adictos de la colonia.

Dentro del Templo del Vicio reinaba el silencio. Solo se escuchaba el golpeteo de la navaja contra la superficie del enorme espejo. Los ojos de todos los presentes estaban fijos en las manos de Yiyo, que partía las rocas de cocaína con el filo y acomodaba el polvo en líneas gordas. Sólo después de inhalarlas, el doctor Careló primero, se iniciaba la tertulia. Se hablaba de todo y nada, se escuchaba y bailaba música, se fornicaba.

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        Una noche, un chilango, mimo de oficio, visitó la casa de Yiyo y le mostró la manera de hervir bicarbonato sódico o amoníaco con clohidrato de cocaína para fabricar la “piedra”. El éxito de la nueva droga fue absoluto. El Yiyo pasa de ser el burrero del Templo a adquirir el rango de Gran Cocinero.

        —¡En esta casa no se vuelve a inhalar!— decretó, después de consumida la primera alectoria.

Aunque los mecanismos de la adicción a la cocaína convertida en crack —la “piedra” o “base”— no han sido aún establecidos por los investigadores, su uso está relacionado con una grave dependencia cuyo síndrome de abstinencia se manifiesta en insomnio, fatiga, apatía y depresión grave.

        El efecto del crack es efímero: después de arrojar el humo del primer tanque, el cerebro y las entrañas ruegan por una segunda dosis. La “piedra”, al igual que las metanfetaminas, es una droga diseñada para un consumo reiterado; un éxito de la narcomercadotecnia que empobrece al usuario y lo hace presa de sus más bajos instintos.

Atento a las modas de sus clientes, el Loco añade el nuevo platillo al menú de sus “tienditas”. Las aleja del centro y establece nuevas “plazas” en las colonias del oeste y el norte de la ciudad. Adquiere una manzana entera del Infonavit Buenavista y diversifica sus servicios: sus casas sirven también para ocultar a víctimas de secuestro, para almacenar lotes de mercancía robada.

        Agentes de la PGJ lo detienen varias veces, incluso dentro del aeropuerto; el dinero y los contactos con autoridades estatales  lo salvan. La suerte le dura hasta el mediodía del miércoles 18 de julio de 2001, cuando un comando de la FEADS irrumpe en El Sanborncito, en donde Lázaro Llinas solía desayunar en compañía de locales, muchos de ellos periodistas y miembros de las fuerzas de seguridad. La leyenda cuenta que, mientras los agentes federales lo arrastraban hacia la salida, el mayor capo del puerto dejó un reguero de orina sobre el piso de mosaicos.

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Para el doctor Careló, existen dos tipos de adictos: los que fuman el crack en pipa— los exquisitos— y los que lo hacen en una lata perforada —los miserables—.

        Sobre la mesa de la cocina yace su máximo orgullo como artesano: un tubo de vidrio, ennegrecido, con una maraña de alambre anudada en un extremo. La “piedra” se fijaba entre los hilos de cobre y se calentaba a fuego lento con un mechero de alcohol; de esta manera, Careló evitaba que los vapores tóxicos se desperdiciaran en el aire. Incluso llegó a calcular en miligramos los ingredientes de la cocción— cocaína, bicarbonato y agua— para asegurar la calidad del resultado. Era un simulacro estequiométrico en el que intervenían, en partes iguales, los conocimientos adquiridos en la preparatoria y el fervor codicioso de la dependencia.

        Porque el doctor Careló no es médico. Le dicen así por la cara de loco que tiene. Careló, careloco.

        —¿Por qué dejaste la piedra?

        Careló tiene la cabeza vuelta hacia la puerta, hacia el patio. Por primera vez noto la depresión mullida que señala en su cabeza la falta de un pedazo cráneo: el recuerdo de un tiro que recibió en la selva de Nicaragua, cuando jugaba a ser guerrillero.

        —La única piedra buena es la primera. Sientes como si hubieras agarrado a Dios por las orejas. Las demás son una cabronada que te haces a ti mismo.

        —¿Y si te invito una? — pregunto, para calarlo.

        —Para tentarme tendrías que traer un kilo, como mínimo, mamacita.

Muchos conectes independientes han desaparecido en los últimos años, pero aún es posible comprar cocaína, en polvo o piedra, en esta colonia de colinas deslavadas por las lluvias. Como las tiendas de conveniencia, funcionan las 24 horas del día. Los empleados apenas han dejado atrás la infancia; reciben 300 pesos por turno. Cualquier faltante durante el corte de caja es castigado mediante tablazos, diez por cada “grapa” perdida, en las asentaderas. La reincidencia es nula pues los infractores la pagan con la propia vida.

        La policía conoce la ubicación de las tiendas de Los Zetas, pero no interfiere. El mensaje es claro: que tus muchachos no se metan con los míos.

Anteriormente:

Contra los apologistas del trabajo

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