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Así fue crecer en

Así fue crecer en: Cuernavaca

La combinación de calor y vegetación hace que los capitalinos vengan a pasar los fines de semana. Llenan los fraccionamientos más bonitos —con casas grandes, espaciosos jardines y albercas—, y se dejan ver comprando cervezas usando traje de baño...

La autora disfrazada de margarita

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"La ciudad de la eterna primavera", dicen todos. Pero se equivocan. A mí me tocó nacer y crecer en esta ciudad donde el invierno no existe, pero el resto del año no es necesariamente primavera (aunque mi disfraz de margarita demuestre lo contrario), sino lluvia o calor. En primavera hace un calor incómodo; el sol entra por todas las ventanas de la casa calentando tanto los cuartos, que en la noche es imposible dormir sin el ventilador.

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Supongo que la bautizaron así por el clima que todos envidian, pero como guayaba —así nos dicen a los cuernavacenses porque antes la ciudad estaba llena de árboles de guayaba rosa—, sostengo que lo único primaveral en este lugar es la cantidad de árboles y flores. Por eso, Cuernavaca es letal para los alérgicos al polen, sobre todo en primavera.

Esta combinación de calor y vegetación hacía que enormes cantidades de capitalinos vinieran a pasar los fines de semana. Estos llenaban los fraccionamientos más bonitos —con casas grandes, espaciosos jardines y albercas—, del sur de la ciudad y se dejaban ver comprando cervezas en el súper usando traje de baño, chanclas y lentes oscuros. Cuando había puente o era Semana Santa, se llenaba tanto que se decía que la población de Cuernavaca se duplicaba.

Como mi casa está el norte de la ciudad, más cerca de pueblos vecinos como Ocotepec o Chamilpa que del propio centro de Cuernavaca, no nos tocaba coincidir tanto con ellos. Lo que sí nos tocaba era poder ver las tormentas acercándose desde las montañas. Se veía la cortina de agua más y más cerca y el sonido incrementaba mientras corríamos a buscar un techo. Azotaba la lluvia. En verano llueve todas las noches —muchas veces desde la tarde— de manera torrencial, sacudiendo todos los árboles. Para mí, ésas eran las mejores noches del universo: arrulladoras y tranquilizadoras. Pero a la vez traicioneras. Una vez había estado lloviendo tan fuerte y por tanto tiempo que se inundó la cocina de mi casa. Esa noche me desperté por los ensordecedores truenos, bajé y vi a mis papás colocando toallas por todo el piso y sacando el agua por la puerta. Cuando vi esa escena tan dramática pensé que se inundaría toda mi casa y empecé a llorar.

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Era muy agradable despertarse en las mañanas con la luz del sol acompañada del canto de los pájaros y si ponía atención, podía escuchar incluso las trompetas y tambores de la banda de los militares durante su ceremonia matutina, ya que mi casa está cerca de la zona militar. Cantaban las golondrinas y los cuervos. Un día, una colonia de cotorros se instaló en uno de los numerosos arbolotes que hay en mi calle y siempre salían tempranito a volar y a hacer un escándalo bonito que apreciaba en las mañanas pero odiaba los fines de semana. Mi mamá y yo les poníamos la suficiente atención como para notar que con el tiempo iban quedando cada vez menos, hasta que llegó la mañana en que no salió ni uno. Siempre estuvo la posibilidad de que los hubieran capturado para venderlos en la carretera libre a Tepoztlán, donde la venta ilegal de pájaros exóticos es común. Y si no cantaban estos, entonces lo hacían los molestos pavorreales de la vecina, con cuyo chillido no daba gusto despertarse.

Mi primera escuela estaba en Chamilpa. Era una escuelita que abrieron en cuanto se juntó el número mínimo de niños para abrirla. Dentro de ese reducido grupo de niños estaba yo. Se encontraba junto al bosque y nosotros la pasábamos jugando ahí, siempre regresando a casa tapizados de polvo. Lo mejor era que no teníamos que vestir uniforme, así que pude experimentar interesantes combinaciones en mis outfits diarios. Sin embargo, ese gusto me duró un año, porque luego la escuela se mudó a otro plantel en medio de un cerro alejado de la civilización donde tristemente ya no había bosque, sino terrenos baldíos y secos.

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Una de las épocas más esperadas del año era junio. Siempre llegaba aquel día en que, de la noche a la mañana, el patio de la escuela estuviera plagado de hormigas de San Juan, que eran grandes, rojas y aladas. Había tantas que era imposible caminar sin aplastar algunas. Llegábamos a quitarles las alas sin remordimiento alguno. Pero el entretenimiento no duraba más que una mañana, ya que acababan todas pisadas o lograban escabullirse en la tierra húmeda y nos quedábamos sin hormigas hasta el año siguiente. Lamentablemente, con los años fueron apareciendo cada vez menos hormigas hasta que hubo tan pocas que ya no era divertido jugar con ellas.

Más tarde se puso de moda escuchar el radio en el coche yendo a la escuela. El programa se llamaba El despertar de los peques, y las primeras pláticas del día siempre iban en torno a lo que habían dicho esa mañana. Un día llegó una amiga con el teléfono para hablar a la estación y poder mandar saludos o vaqueritos, patitos, bostezos, besos, en fin, el sonido que se te antojara y a quien quisieras. Yo asocié una llamada al programa con un potencial y emocionante minuto de fama, pero aún así me ganó la pena y nunca hablé. Y perdí la notita con el teléfono.

Finalmente llegaba el viernes. No es casualidad que la mayoría de las casas en Cuernavaca tengan alberca, aunque la mía pertenece a la minoría. Aún así, siempre que había oportunidad nadábamos. Nunca faltaba que las invitaciones a las fiestas de cumpleaños dijeran: "¡Trae tu traje!" Con el calor era inevitable pensar en nadar. Yo nadaba hasta en el agua verde y algosa del lago de Tequesquitengo, que frecuentaba mucho con mi familia por su cercanía a la ciudad. Era una escapadita de vacaciones que duraba sábado y domingo. Íbamos durante todo el año excepto en invierno, debido a que en esos meses el agua se vuelve sulfurosa y mata a las mojarras, éstas salen a flote y una atmósfera putrefacta se apodera de Teques. Podíamos pasarnos toda la tarde nadando como si fueran plenas vacaciones, aunque en realidad se tratara de un viernes común después de salir de la escuela.

Si no nadaba en casa amigas, era porque estaba en mi casa o en uno de los dos lugares concurridos por las primarias: Jungla Mágica o el boliche. Jungla Mágica era una especie de Six Flags pero sin juegos mecánicos y bastante más chico. Había juegos, comida y un delfinario, pero todo eso no importaba porque estaba la casa del tío Chueco. Podía entrar dos, tres, cinco veces y salir igual de sorprendida porque no me podía explicar racionalmente ninguno de los trucos que se demostraban y que yo consideraba fenómenos. Podía ir a Jungla Mágica sólo a la casa chueca y era la más feliz.

Por otro lado estaba el boliche. Si alguna vez no festejaste o fuiste a un cumpleaños en el boliche, no eras de Cuerna. Aunque en realidad, jugábamos dos líneas apresuradamente para quedarnos el resto de la tarde jugando en las maquinitas. Por más que juntáramos los boletitos de todos, el premio era tan malo que preferíamos canjearlos por dulces.

Los viernes eran muy activos, pero los domingos eran todo lo contrario. El domingo es el día de flojera por excelencia y el ambiente guayabo lo sabe. Los domingos nos daba flojera hacer de desayunar y bajábamos al mercado a desayunar quesadillas y licuados y aprovechábamos para hacer las compras de la semana. Los mercados de carne nunca me han gustado, y menos me gustaron después de ver una pick-up con la caja desbordando de cabezas de vaca sin piel, la lengua aún tiesa y los ojos saltones. Esa imagen se me quedó grabada en la cabeza. Ya de regreso, en la tarde entraba por las ventanas de mi cuarto la luz caliente y pesada del atardecer, todo un espectáculo naranja, pero que hacía todo más lento y daba dolor de cabeza. Es impresionante cómo el domingo cansa sólo por ser domingo.

Hubo tiempos peores que los domingos. La peor época fue la oleada de miedo por la violencia y la indiscreta actividad de los narcos que hizo de Cuernavaca "la ciudad de la eterna balacera". Empezó con amenazas y se fue intensificando hasta ver cuerpos colgados de los barandales de los puentes. La nota roja estaba en su máxima expresión. Llegó a haber recomendaciones de no salir de casa a menos de que fuera necesario. No podíamos salir a ningún lado en la noche y si salíamos, las calles estaban desiertas. Cuernavaca se vació por la inseguridad. La gente huyó a otras ciudades e incluso a Estados Unidos, y los defeños dejaron de venir. Se veían más anuncios de renta y venta de casas que espectaculares. Los chismes iban en torno a quién habían secuestrado o quién ya se había mudado a México, Querétaro o Texas. Si tuviera la opción, eliminaría esa época. Pero me quedo con lo positivo. Sigo amando las lluvias morelenses.