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Chávez: ¿déspota o santo?

Durante sus 14 años en el poder, la administración chavista fue al mismo tiempo democrática y autoritaria, genuinamente participativa y demagógica.

Todo el mundo parece estar llorando o celebrando la muerte de Hugo Chávez, pero yo no me siento conmovido en lo más mínimo. Y no es por apatía. Es sólo que el Chávez del que hablan sus defensores y detractores no puede estar muerto porque nunca existió.

Uno de los Chávez que murió era un déspota. Votado democráticamente una y otra vez, reinstaurado tras el famoso golpe de 2002, pero siempre una especie de Stalin o mini Pol Pot. (Ambos tenían esa irresistible sonrisa.) El otro Chávez que falleció era un santo. Un semidios enviado desde el cielo para aliviar nuestro sufrimiento en la tierra y arrullarnos con sus voz. Incapaz de hacer el mal.

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Estas narrativas son completamente incompatibles, y delimitan el terreno para un mes de agitadas discusiones y duelos con comentarios estúpidos. No hay nada que disfruta más que una buena pelea, pero no planeo tomar partido. Aunque quizá estoy eligiendo ambos.

Durante sus 14 años en el poder, la administración chavista fue al mismo tiempo autoritaria y democrática, crudamente demagógica y genuinamente participativa. Así de caótica es la historia.

El presidente fue parte de una larga línea de populistas latinoamericanos, ese modelo de izquierda que siempre ha atraído a los más alegres fanáticos. Y por una buena razón: es la retórica incendiaria del fascismo italiano, atenuada por ese núcleo cálido e igualitario del socialismo escandinavo. Y Chávez cumplió con algunas de esas ambiciones socialistas: se comprometió con la redistribución de la riqueza y el poder con mucho más fuerza que cualquier líder latinoamericano antes que él. Su gobierno redujo la extrema pobreza en un 70 por ciento. Millones de personas gozan por primera vez de un sistema de salud confiable y una educación decente, y se intentó construir consejos comunitarios y otros órganos de democracia directa.

Digno de un caudillo, Chávez vivió una juventud folclórica. Nacido en una choza de barro en el estado rural de Barinas en 1954, su familia era de ascendencia amerindia, afrovenezolana y europea; un reflejo perfecto del mosaico racial que es Venezuela. Aunque se inició en los ideales de izquierda a través de una amigo de la familia durante sus años formativos, Chávez tomó la decisión de unirse al ejército por un deseo de alcanzar el progreso social. Los jóvenes pobres en Venezuela no tienen muchas opciones. Tomar un arma parecía tan buena opción como cualquier otra.

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Incluso si hubiera querido seguir sus pasiones políticas, no había mucho en que apoyarse. Las fuerzas de izquierda en el país cayeron en crisis para los setenta. Los comunistas (uno de los principales grupos de oposición en la época) eran parte de una coalición más amplia que se oponía a la dictadura militar que gobernó el país hasta 1958. Pero tras la caída del dictador, una compactación de los principales partidos en el país dejó fuera a los independientes. Los jóvenes radicales y frustrados decidieron seguir el ejemplo del Che y salir al campo. También murieron como él. El Partido Comunista perdió toda influencia en la vida política del país.

Sin fuerzas radicales en las que apoyarse para subir al poder, Chávez debió ser más ingenioso que sus futuros aliados como Lula en Brasil y Morales en Bolivia. Se alineó con un grupo de soldados nacionalistas de izquierda, con quienes se reunía para leer un mezcla de clásicos socialistas y volúmenes excéntricos como el Libro Verde de Muammar Gaddafi. Bajo el liderazgo de Chávez, los soldados se organizaron en lo que ellos llamaban Movimiento Bolivariano Revolucionario.

Las masas no estaban listas para el cambio. Necesitaban ser empujadas. El grupo intentó hacerlo con un golpe de estado en 1992, seguido por un periodo de protestas populares en Caracas contra las reformas de libre mercado. Chávez pretendía usar al ejército como vehículo para traer el progreso, un atajo para imponer sus propias reformas. Pero su golpe fracasó rotundamente. Chávez tenía el respaldo de menos del diez por ciento de las fuerzas venezolanas y su mensaje de radio pregrabado, diseñado para agitar a las masas, nunca fue escuchado. Sus compañeros tomaron algunas ciudades clave en toros lugares, pero las fuerzas de Chávez permanecían atrapadas en el Museo Militar de Caracas, sin poder avanzar. Pronto se rindieron a la policía y las fuerzas armadas, y todos fueron enviados a prisión.

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Pero tras su derrota, Chávez demostró un poco de esa sabiduría que lo convertiría en un sobreviviente político. Había sido completamente superado en el conflicto armado, pero la guerra mediática sería suya. Como condición para rendirse, Chávez pidió dar un discurso apasionado al público venezolano, en el que decía que había perdido “por ahora”.

Y lo decía en serio. Chávez se convirtió en una celebridad. Tras ser perdonado y salir de prisión en 1994, pronto comenzó a transformar su antes ilegal movimiento en una campaña de elección nacional. En respuesta, el embajador de Estados Unidos en Venezuela informó a sus colegas en Washington que debían cuidarse de los que “Chávez haga, no lo que diga”. Pero lo que hizo fue muy modesto. Detrás de sus eslóganes y sus excéntricas teatralidades de campaña había un plataforma política bastante genérica. Chávez se postuló como candidato de centro, y prometía una alternativa a los partidos corruptos de siempre, modestas reformas constitucionales, y algunos programas sociales. Al principio, no era que la gente lo amara; simplemente detestaban a los otros bastardos. Y un número suficiente de venezolanos expresó su inconformidad en las casillas. Chávez fue elegido presidente en 1999.

Todo lo que ocurrió después de eso fue inesperado, quizá incluso para Chávez mismo. Los intereses corporativos, con el respaldo norteamericano y el apoyo de los medios privados en el país, lanzaron su propio golpe de estado contra Chávez en abril de 2002. La élite venezolana estaba demasiado cómoda para siquiera pensar en subyugarse a una reforma. Querían un gobierno de ricos; incluso tuvieron el descaro de nombrar inmediatamente al líder de la Cámara de Comercio, Pedro Carmona, como presidente interino.

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Pero igual que los descamisados de Perón en Argentina en los cuarenta, la clase obrera venezolana salió a las calles para mostrar su apoyo a Chávez. Cientos de miles llegaron al Palacio de Miraflores, y los militares leales a Chávez tomaron el control desde adentro y resistieron el golpe. Un par de días después, Chávez y el resto de su gobierno habían sido reinstaurados.

Los opositores intentaron aislar los recursos petroleros, pero esto tampoco asustó a Chávez. Sus enemigos habían quedado desacreditados y su gobierno gozaba de una nueva ola de apoyo popular; la Revolución Bolivariana se había afianzado. Una compañía petrolera reformada y del estado comenzó a generar dinero para programas sociales, y se expandieron los experimentos de democracia participativa. En el exterior, Chávez empujaba por una unidad latinoamericana y exacerbaba su retórica anti-imperialista.

Pero el éxito de Chávez no fue simplemente resultado de que se le dio rienda suelta para hacer lo que quisiera durante una década sin oposición real alguna. Cualquiera que sea la imagen conservadora, el chavismo no era sólo un sistema clientelista para dar a los pobres un pedazo del pastel petrolero. El cambió quizá vino desde arriba, pero Chávez fue rescatado por las protestas masivas en 2002 y fue constantemente radicalizado por las corrientes desde abajo. El pueblo definía a Chávez, no al revés.

Tomemos los Consejos Comunitarios. Formados en un principio por el gobierno central para supervisar los proyectos sociales a nivel local, pronto se convirtieron en sitios de verdadero debate democrático, donde se elegían delegados y el pueblo se sentía empoderado.

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Algunos aspectos "revolucionarios" de la Revolución Bolivariana resultaron ser un fracaso. Las cooperativas laborales impulsadas por el gobierno no han hecho más que institucionalizar la economía informal sin mejorar las condiciones. La pobreza se redujo a la mitad, pero el crimen se disparó, las condiciones en las prisiones son deplorables, y la inflación devora los salarios y ahorros de los venezolanos.

Pero son los venezolanos extraordinarios, no los hombres comunes y corrientes, los que nunca toleraron a Chávez, y cuando murió, probablemente todos gritaron de felicidad. Sin embargo, Chávez fue, y probablemente seguirá siendo, un ejemplo para sus seguidores, una espina de inspiración clavada en el costado de los ricos. Bajo la administración de Chávez, los desposeídos no se volvieron ricos, pero comenzaron a tener más: aspirar a más en sus vidas, culpar a los privilegiados por su situación, y formar organizaciones para cuestionar al poder.

Cuando su enfermedad salió a la luz hace dos años, y conforme su salud se deterioraba, muchos buscaban convertir a un movimiento que dependía en gran parte de la personalidad de Chávez en algo más sustentable. Puede que haya funcionado. Cientos de miles cargaron su féretro por las calles durante la procesión fúnebre. Pocos, amigos o enemigos, dudan que el legado de Chávez tendrá una influencia prolongada en la región. Los grafitis de “Che vive” en las paredes latinoamericanas pronto tendrán compañía.

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