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Cultură

Cómo es crecer con un papá que tiene una enfermedad terminal

Es difícil extrañar una vida que nunca viviste. Pero es más difícil extrañar una familia que nunca tuviste.

La autora con su papá.

No recuerdo el momento exacto en el que supe que mi papá se estaba muriendo. Sólo recuerdo el tiempo que pasé con él en dos partes: cuando estaba sano y cuando ya no.

La primera vez que colapsó, creímos que era por cansancio. Trabajaba 12 horas en el campo preparando la tierra de nuestra granja para la cosecha más grande que había cultivado la familia. Estaba emocionado por todo el dinero extra que íbamos a ganar y lo mucho que iba a ayudar a la familia. Si todo salía de acuerdo al plan, ese año no íbamos a necesitar los cupones de alimentos del gobierno para sobrevivir el invierno.

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Cuando colapsó por segunda vez, supimos que algo andaba mal. Es probable que haya mostrado síntomas más oportunos pero mi papá los ignoró por completo porque odiaba a los doctores y a los hospitales. Después de hacerse los análisis, todo se volvió confuso y solo recuerdo algunas imágenes, emociones, palabras y conversaciones. Fase cuatro. Linfoma no hodgkiniano. Quimioterapia. Radiación. ¿Cuánto tiempo le queda de vida? ¿Qué otras opciones tenemos?

En cuanto mi familia supo el diagnóstico de mi papá, toda nuestra vida cambió. Las prácticas de soccer se cancelaron de forma indefinida. Las mascotas de la familia se dieron en adopción. En esta fase, el linfoma ya se había extendido a su medula ósea, todas las alternativas eran prácticamente una pérdida de tiempo y dinero, así que las descartamos de inmediato.


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Lo que más recuerdo de esa época era el silencio ensordecedor. Estaba sola todo el tiempo, ya sea en las salas de espera o en la granja de mis papás, que estaba a media hora de la civilización. Como nadie me explicó qué le pasaba a mi papá, dejé que mi imaginación fluyera. Pero en vez de preocuparme por él, empecé a preocuparme por mí.

Cada que lo visitaba en el hospital, veía otros paciente con linfoma, otros niños para ser más precisa. Niños de mi edad, niños más pequeños, niños sin cabello y con máscaras en habitaciones con paredes de vidrio que me saludaban cuando pasaba a su lado. Me obsesioné con la muerte y empecé a creer que yo también me estaba muriendo. Cuando esta ansiedad se convirtió en una pesadilla recurrente todas las noches, no pude contarle a mi mamá. No quería darle más preocupaciones y sabía que tenía que encontrar la forma de calmarme. Yo tenía apenas diez años pero sentía que la infancia era algo que ya se me había ido.

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Fue justo a esa edad que aprendí a no ocupar tanto espacio, a ser más callada, a quedarme quieta y dejar de respirar para que no notaran que estaba ahí. Me di cuenta de que mi presencia era una carga para mi mamá, una obligación. Unos niños en la escuela me empezaron a decir "fantasma" no solo por mi piel pálida sino porque parecía un espejismo cuando estaba en compañía de otras personas. Mi roomie me dijo el otro día: "Eres tan sigilosa cuando andas por la casa que a veces se me olvida que estás aquí". Creo que hay algunos hábitos que nunca se quitan.

La enfermedad y la muerte son cosas que cambian a la gente y a las familias. Nos obliga a revelarnos en capas, a destapar las costuras que nos mantienen unidos y, al mismo tiempo, a descubrir la forma de descosernos lentamente por dentro. Eso fue lo que pasó en los años que siguieron: mi familia se descosió. A mi mamá se le olvidó cómo hablar o escribir por un tiempo. Mis hermanos mayores se dejaron llevar por sus adicciones. Mi papá entraba y salía del hospital para sus tratamientos y monitoreo. Y yo estaba atrapada en medio de todo.


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Mientras que mis amigas se enfocaban en los chicos y en soportar los chismes de la escuela, yo hacía lo posible por seguirle el ritmo a la vida adolescente cotidiana. Sin embargo, conforme pasaba el tiempo y empeoraba la enfermedad de mi padre, empecé a sentirme más cómoda en la compañía de los adultos que me ignoraban e ignoraban lo que hacía con mis compañeros. De esa forma era menos cansado.

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Aunque no todo era tan malo.

Me gustaban las salidas al supermercado por lástima que mi familia organizaba cuando mi papá tenía que someterse a un transplante de médula. Gastar dinero siempre es una buena distracción, en especial cuando esperas a que alguien muera. Cuando tenía 14 años, mi hermana mayor empezó a llevarme a su bar de motociclistas favorito en las noches para que no estuviera sola. Al menos en el escándalo de los vecinos tomando shots de whiskey y Bud Lights aprendí un poco sobre la vida fuera del hospital y la escuela, los lugares donde me sentía invisible. Todos los que estaban en el bar —oficinistas, motociclistas, forajidos, borrachos— tenían una historia triste que contar. Con ellos, yo no era una niña que daba lástima. Era una persona más con heridas que tenía todo el derecho de sentarse a la mesa con ellos.

Ahora, a los 31 años de edad, he vivido la mitad de mi vida sin mi padre. Cuando mis amigos hablan sobre su infancia, sobre sus vacaciones familiares, sobre los deportes que practicaban, me cuesta mucho trabajo sentirme identificada. No sé cómo es una infancia normal. No sé cómo es tener una familia o un papá promedio. Y no tengo idea de cómo es poder llamar a tu papá como adulto y pedirle un consejo, un beneficio que muchos de mis amigos tienen. Claro, es feo, pero ya no me siento como una víctima y entiendo que esas cosas pasan.

Es difícil extrañar una vida que nunca viviste. Pero es más difícil extrañar una familia que nunca tuviste.

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