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Cultură

Cómo me armé de valor para terminar con mi novia abusiva

Sara no fue la primera novia abusiva en mi vida. Me atraía el tipo de chicas que toman mucho, les encanta el drama, tienen ex novios en cada esquina y un temperamento que opaca el de cualquier dictador.

Imagen por el usuario de Flickr wsilver.

Conocí a Angelo en un estudio de filmación en Berlín. A los dos nos llamaron para hacer un comercial en televisión alemana. A los productores les preocupaba que los rubios con ojos azules enviaran un mensaje incorrecto y por eso buscaron actores no alemanes en la ciudad y encontraron a Angelo, un canadiense negro, y a mí, un irlandés pelirrojo.

Como tuvimos mucho tiempo libre en la grabación, Angelo y yo nos pusimos a platicar. Pero la conversación tuvo muchas interrupciones porque mi novia de ese entonces, a quien llamaremos Sara, y yo nos estábamos peleando por mensaje.

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"Necesitamos hablar", me escribió.

"Espera a que llegue a casa".

"Es ahora o nunca".

"No seas ridícula".

"Si me vuelves a decir ridícula, te arranco la cabeza".

Sara era polaca. A veces no entendía las frases.

Angelo esperaba con paciencia cada vez que me quedaba a media frase porque tenía que responder los ataques que me llegaban a través de la pantalla rota de mi teléfono.

—Es muy temperamental —dijo Angelo.

—Ni te imaginas —le respondí—. Me grita hasta cuando está dormida.

Y eso no es nada. No sólo me gritaba cuando estaba dormida; me robaba (botellas, cigarros, dinero, bicicletas, ropa, lo que fuera). También le robaba a mis vecinos. De hecho, siempre tenía que andar regresando las cosas que robaba de sus azoteas. Cuando bebíamos, me daba cachetadas cada vez más fuertes a medida que avanzaba la noche. Una vez me pegó tan fuerte cerca del oído que escuché un zumbido por tres días. Otra vez, la dejé sola en un bar después de una pelea pero me siguió y me aventaba piedras a la ventana. Como no me quería parar de mi cama para dejarla pasar, se quitó las botas y las lanzó para romper los vidrios. Cuando Sara quería atención, la obtenía. La laptop donde escribí este texto tiene una grieta en forma de tenedor en toda la pantalla de la vez que la tiró de mi escritorio cuando le dije: "Dame un minuto, amor".

Sara no fue la primera novia abusiva en mi vida. Me atraía el tipo de chicas que toman mucho, les encanta el drama, tienen ex novios en cada esquina y un temperamento que opaca el de cualquier dictador. Pero Sara fue la más intensa. Cuando discutíamos, nos decíamos insultos que ninguna otra pareja se atrevería a pronunciar. Me llamaba marica, cobarde y una vez me dijo: "Saco inútil de mierda" con la mejor pronunciación que le permitía su acento polaco.

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Cuando peleábamos, al final siempre me cacheteaba o me pateaba y yo sólo me hacía bolita, no porque me enseñaron a nunca pegarle a una niña, sino porque en serio me daba miedo.

Cada que Angelo mencionaba a Sara, se me salía algo sobre ansiedad, dolor o que esa mujer estaba arruinando mi vida.

Ese día, en el set, nuestra escena era muy simple: nueve de nosotros "los siete arios, Angelo y yo" teníamos que correr hacia la cámara son una sonrisa de oreja a oreja. Tuvimos que repetirla por casi dos horas para que el director estuviera contento. Cuando lo logramos, hubo un aplauso y un cheque por 550 dólares. ¡Felicidades!

Cuando terminó la grabación, Angelo me preguntó si tenía planes para esa noche.

—Probablemente pelear con mi novia —dije.

—Qué flojera —dijo Angelo— mejor ven a una sesión conmigo.

—¿Una sesión de qué?

—Terapia de sicodrama. Tomé un curso en línea la semana pasada. Seguro te puede servir.

Angelo me explicó que la terapia de sicodrama era un proceso en el que actuabas experiencias que podrías tener o recreabas las que ya tuviste para ensayar en caso de una pelea o para reescribir tu propia historia. La técnica la inventó un hombre llamado Jacob L. Moreno. Según él, si una persona recrea situaciones de su vida, es posible que cuando tenga otro problema lo solucione de una forma creativa y espontánea.

Fui a terapia cuando mi papá estuvo en rehabilitación pero después de eso nunca me volví a acercar a la sicología. La gente no va a terapia, prefiere beber, fumar mota y no dormir. Pero como ya estaba desesperado por la situación son Sara, le dije a Angelo que lo iba a intentar.

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Angelo vivía en un departamento en el distrito gay de Berlín. Cuando llegamos, me invitó a pasar a su sala.

—No importa si haces ruido —dijo Angelo.

—¿Por qué voy a hacer ruido? —pregunté.

—Ya verás —respondió.

Empezamos caminando en círculos en la habitación. Angelo me ordenó cerrar los ojos y participar en un simple juego de asociación. Cada que Angelo dijera una palabra, yo tenía que responder con lo primero que se me ocurriera.

Helado — vainilla
Verano — lagos
Sara — estrés
Hogar — mi mamá
Cerveza — diversión
Sara — dolor de estómago

Seguimos con ese juego un rato más y cada que Angelo mencionaba a Sara, se me salía algo sobre ansiedad, dolor o que esa mujer estaba arruinando mi vida.

Después, mientras Angelo salía de la habitación, me ordenó que cerrara los ojos y que no los abriera hasta que él me avisara. Escuché que arrastró algo por el piso y que lo ensambló. En ese momento dijo: —Ok, ya puedes abrir los ojos.

Lo primero que vi fue que Angelo se había quitado la playera. Tenía lonjas y perforaciones en los pezones. Traía un bate de plástico en cada mano. Frente a él había un burro para planchar con un diseño floral y patas color rosa.

—Espero que no te moleste que me haya quitado la playera —dijo Angelo—. Así es mejor. Es más honesto.

Me pasó uno de los bates. Por un momento creí que íbamos a pelear pero no. Dijo que tenía que canalizar toda la ira que sentía hacia mi novia y descargarla en el burro de planchar. Me sentía ridículo pero de todas le di un golpe al burro. —Más fuerte —gritó Angelo y lo obedecí—. Más fuerte. Así —dijo y acto seguido saltó para impulsarse y pegarle al burro con toda su fuerza.

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Vi cómo se dejó llevar, cómo se aflojaban sus pantalones, cómo se movían sus lonjas y cómo brillaban las piezas de sus pezones. Sentí que era tonto no hacer nada y sólo verlo, así que decidí unirme.

Ese burro sufrió por casi diez minutos. Lo golpeamos tan duro que terminó al otro extremo de la sala. No hubo piedad. Paramos hasta que los brazos empezaron a dolernos. Cuando terminamos, nos dejamos caer en el sillón y vimos qué tan chueco había quedado. No entendía por qué pero al final me sentía muy bien.

Angelo dijo que por lo que había visto, sólo necesitaba unas cuantas sesiones para curarme.

—¿Curarme de qué? —pregunté.

—De tu incapacidad para enojarte —respondió—. En algún momento, alguien te dijo que enojarse era malo y ahora, cuando tienes que enojarte, no puedes. Estás enojado pero en vez de expresarlo, el coraje se queda en tu estómago.

—¿Y eso qué tiene que ver con Sara?

—La escogiste a propósito para poder resolver este problema de carácter —respondió.

No sé si es por eso que la gente termina en relaciones abusivas pero aún así debo admitir que me sentí mucho mejor después de la sesión.

Fui a casa y no vi a Sara en toda la noche. La llamé casi a media noche para ver dónde estaba pero no respondió. Así era ella. O me bombardeaba con preguntas y ataques o me aplicaba la ley del hielo.

Cuando fue la siguiente sesión en casa de Angelo, ni siquiera se tomó la molestia de ponerse pantalones. Me abrió la puerta en calzones.

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—¿Eso es honesto? —le pregunté.

Angelo asintió con la cabeza. Me invitó a sentarme y me preguntó porqué creía que Sara y yo peleábamos tanto.

—Los dos queremos ser artistas —respondí.

—¿Entonces es una competencia?

—Cuando a uno le va bien, el otro siente que tiene menos probabilidades de que le vaya bien. Es como si el éxito se fuera a acabar.

—Debe ser muy difícil —dijo Angelo.

—Y lo peor es que los dos tomamos mucho —respondí. Cuando tuvimos nuestra primera conversación sobria, ya llevábamos saliendo casi un mes.


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Angelo me ordenó que cerrara los ojos y que imaginara que era un animal. E imaginé un zorro. Me pidió que describiera mi vida como zorro. Le conté sobre mi madriguera que yo mismo cavé, sobre mi esposa, mis bebés zorros y cómo nos gustaba ir a la pradera en verano a jugar junto al río.

A medida que hablaba, me adentraba cada vez más en la vida del zorro, tanto que podía sentir el pelo en mi espalda, los colmillos afilados en mi boca y mi diminuto pene de zorro rozando entre mis patitas peludas. Me gustaba ser zorro. Los zorros tienen la mejor vida. Me la pasaba retozando todo el día. Y cuando regresaba a la madriguera, sentía como me lamían un montón de lengüitas de zorro.

—¿Hay algo que le preocupe, señor zorro? —preguntó Angelo.

Pensé un rato y me di cuenta que aparte de toda la diversión, la vida de zorro es muy estresante. —Sí —respondí. —Me preocupa que si no llevo suficientes gallinas en la noche, mi esposa me deje y se lleve a mis zorritos.

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—¿Por qué habría de dejarte si te ama? —preguntó Angelo.

—Porque así son —dije—. Al final, ellas siempre te abandonan.

Sentí como me inundó la tristeza y dejé de ser un zorro. Ahora era yo nada más, a mis veintitantos, con peso bajo y falta de vitaminas y hierro. Me puse a llorar.

Angelo se acercó y tocó mi brazo. —Si la señora zorro te ama, no te va a dejar —dijo.

Angelo salió de la habitación y cuando regresó, escuché cómo instaló el burro de planchar en su lugar. Me puse de pie, tomé el bate de plástico y golpeé el burro de planchar hasta que no pude más.

Miré mi cuerpo, me quité la playera y volteé a ver a Angelo, que se había quedado sin aliento.

—Te estás volviendo honesto —dijo.

Esa noche Sara me llamó casi a las 11 pm. Estaba borracha y quería que fuera a verla. Me imaginé nuestro pequeño mundo de zorros: la madriguera, nuestros bebés hechos bolita, el olor de su respiración mezclado con el de la tierra y mi linda esposa con sus lindas garras. Le dije que no. Empezó a gritarme y en ese momento hice algo de lo que no me creía capaz: le colgué.

Pero esa clase de cosas nunca funcionaba con Sara. Me llamó otras diez veces hasta que decidí apagar el teléfono. Casi media hora después, sonó el timbre. No respondí. Después escuché el timbre de mis vecinos. Sonaba como el tono del Nokia 3210. Un rato más tarde ya estaba golpeando a mi puerta. Por un momento pensé en esconderme en el clóset y hacerme bolita entre los abrigos para que no me encontrara pero sabía que si no abría la puerta, iba a estar tocando toda la noche.

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Sara tenía una forma de hablar (gritar) que me recordaba la época en que me escondía en los lockers o en los baños cuando me perseguían los tipos más grandes de la escuela. Si te atrapaban, te daban a escoger entre una golpiza o comer popó de perro. Siempre escogí la popó de perro. Hoy en día puedo ir a India, Tailandia y Marruecos, comer todo lo que venden en la calle y nunca me enfermo.

Abrí la puerta. Sara lanzó un golpe y se cayó al piso, borracha. La cargué y la acosté en la cama. En la mañana, me quité su brazo de encima y fui a casa de Angelo. Se suponía que era nuestra última sesión.

Para ese entonces, ya me había acostumbrado a ver a Angelo en calzones. Me invitó a pasar y puso dos sillas en medio de la sala, una frente a la otra.

—¿Cuál eres tú? —dijo.

—No sé.

—Escoge una y siéntate.

Me senté en la que se veía mejor. Angelo lanzó un cojín rojo a la silla vacía.

—Ésa es Sara —dijo.

—¿Qué?

—El cojín que está en la silla es Sara —dijo— y vas a pelear con ella.

—¿Qué clase de pelea? —pregunté.

—Vas a terminar con ella —respondió.

—No —dije.

—Sí —dijo Angelo.

—Pero se va a enojar —respondí.

—Es un puto cojín —dijo Angelo. Tenía razón.

'Lo siento pero ya no puedo más', le dije al cojín. El cojín se quedó callado.

Miré al cojín. No daba miedo. No parecía capaz de ir a media noche a gritar y golpear mi puerta hasta despertar a los vecinos. Aún con navajas y fuego, ese pequeño cojín no podía verse tan aterrador como era Sara para mí. Así que empecé con mi discurso.

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—Sara, lo siento pero ya no puedo más —le dije al cojín—. Eres genial pero eres demasiado para mí.

El cojín se quedó callado. Sentí la mano de Angelo en mis hombros. Lo miré. Angelo asintió.

—¿Ya podemos golpear al burro?

—No —respondió—. Ahora tienes que hablar.

No terminé con Sara esa noche pero lo hice a la mañana siguiente. Organicé todo para que se diera una idea de lo que planeaba hacer. Le dije que nos viéramos en un parque que queda en medio de nuestras respectivas casas, un lugar neutral. Había mucha gente, niños jugando en la arena, yonkis lanzando frisbis, un par de indigentes pidiendo dinero, etcétera. Fui directo al grano.

—Creo que deberíamos terminar —dije.

—No vamos a terminar —dijo Sara.

—Ya lo hice —respondí.

—No —dijo Sara.

Me despedí, me levanté y me fui. Lo último que escuché fue cómo pasó una botella junto a mi oído y se rompió al caer frente a mí.

No sé como pude tener una relación con alguien que me trataba tan mal. No creo que haya sido para resolver algún defecto de carácter; lo único que sé es que ahora soy más fuerte. El bullying de Sara era similar al de mi infancia. Por más raro que suene, me excitaba.

Sara no desapareció por completo. Me la encontré el otro día y me persiguió con un candado de bicicleta. En otra ocasión trató de romper mi ventana con una piedra pero estaba tan ebria que le dio a la ventana equivocada en la calle equivocada. La última vez que la vi estaba en un bar, borracha y hablaba peor.

—Quiero decirte algo —dijo. —Eres un puto profeta.

La miré. Ya no se veía tan imponente.

—Gracias —dije y me alejé.

No sé qué fue de ella ni de Angelo. Al parecer lo contrataron para un drama colonial italiano y nunca regresó. Pero golpear un burro de planchar me enseñó que tenía que defenderme y es una lección que nunca voy a olvidar. Así como la imagen de Angelo en mi cabeza, con las tenues luces de su departamento y el sudor escurriendo por sus lonjas hasta llegar a las costuras de sus calzones. Es una imagen que nunca voy a olvidar.

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