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Cultură

Cómo me convertí en un neonazi

Así es como un líder neonazi me reclutó para luego convertirme en un importante miembro defensor de la supremacía blanca.

El autor a los 15 años. Foto cortesía del Christian Picciolini.

Cuando me subí al escenario de una catedral alemana, entre el rugido de miles de skinheads neonazis que gritaban "¡Heil Hitler!" y el nombre de mi banda, tenía 18 años.

Aquella noche de marzo de 1992, un sentimiento de absoluta devoción por la supremacía blanca dominaba la multitud. Yo encabezaba la primera banda skinhead estadunidense que viajó fuera de sus fronteras para actuar en la Patria. Estábamos haciendo historia. En aquel momento imaginé que Hitler debió de sentir lo mismo cuando dirigía a su ejército en su misión por dominar el mundo.

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Mis canciones trataban sobre cómo la legislación favorecía a los negros, que les quitaban los trabajos a los blancos, sobre todos los impuestos que los blancos debíamos soportar para mantener los programas de ayudas sociales. Yo creía que los barrios de familias blancas honradas y trabajadoras estaban siendo invadidos por las minorías y sus drogas. Los gays —una amenaza para la perpetuación de nuestra especie— estaban reclamando derechos especiales; nuestras mujeres estaban siendo engañadas para mantener relaciones con miembros de las minorías; los judíos estaban planeando nuestra eliminación. No cabía duda de que la raza blanca estaba en peligro.

O eso me habían inducido a creer.

Todo empezó en 1987, cuando apenas tenía 14 años. Mi única ansia era sentir algo más, dedicarme a un propósito más noble. Buscaba un sentido más profundo a mi vida, más allá de la existencia mundana contra la que lidiaban tantos adultos de clase obrera de mi entorno. Me negaba a abandonarme a las comodidades; quería ser de provecho. Un giro del destino me puso en la cara la forma de cumplir mis anhelos.


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Mi inocencia juvenil terminó de forma abrupta el día que conocí a Clark Martell.

Estaba en la calle de siempre, muy fumado, cuando el rugido del motor de un coche me sacó de mi ensimismamiento. Un Pontiac Firebird negro de 1969 llegó derrapando por el asfalto y se detuvo en seco frente a mí. Bajo la tenue luz amarillenta de la farola, la puerta del pasajero se abrió y apareció un tipo mayor con la cabeza rapada y botas militares negras que se dirigió hacia mí. No era especialmente alto ni tenía un físico imponente, pero su cabeza afeitada y aquellas botas brillantes le daban un aire autoritario. Vestía una camiseta de un blanco inmaculado y unos tirantes rojos que sostenían sus vaqueros desteñidos.

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Se detuvo a unos centímetros de mí y se inclinó aun más hacia delante, mirándome fijamente con sus redondos ojos grises. El blanco que enmarcaba sus pupilas de granito era intenso y reflejaba años de experiencia y desgaste. Habló con un tono suave, casi sin abrir la boca, con una actitud que instaba a escuchar atentamente. "¿No sabes que eso es justamente lo que los judíos y los capitalistas quieren que hagas para mantenerte dócil?"

No estaba muy seguro de lo que era un capitalista ni el significado de "dócil", y mi instinto me llevó a darle una rápida calada al porro. Se me escapó un tosido y una pequeña bocanada de humo le fue directa a la cara.

Con una rapidez sorprendente, aquel tipo me dio una cachetada con una mano mientras me arrancaba el porro de los labios con la otra y lo aplastaba con sus lustrosas Doc Martens.

Yo estaba atónito. Solo mi padre me había pegado así.

El tipo, de marcada mandíbula y barba incipiente, me agarró firmemente por los hombros y me atrajo hacia él. "Soy Clark Martell, chavo, y voy a salvarte la puta vida".

Yo me había quedado paralizado por el terror y la admiración: ese hombre con la cabeza afeitada y botas altas impolutas iba a salvarme la vida. El tipo resultó ser el primer líder de una banda de skinheads neonazis en EU. Ese día, en aquel callejón de Chicago que tantas veces había recorrido con mi bicicleta, había nacido el movimiento skinhead de la supremacía blanca, el white power.

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Con la misma rapidez con la que llegó, Martell volvió a desaparecer en el interior del rugiente coche y se perdió calle abajo a toda velocidad, como un ave fénix en llamas, dejándome sumido en una nube de dióxido de carbono y fascinación.

No pasó mucho tiempo hasta que me decidí a abandonar mi exigua autoestima de adolescente y mi debilidad para abrazar el poder. Un mes más tarde, cuando volvía a casa en bici después de un partido de béisbol, tres chicos negros del otro extremo de la ciudad me dieron una paliza. Me robaron la flamante Schwinn Predator negra y roja que me había comprado semanas antes con el dinero que recaudé por mi cumpleaños. Recuerdo vagamente lo que pasó aquel día, excepto un intenso sentimiento de rabia y decepción por no haber intentado evitar que me robaran la bicicleta. Era intolerable que alguien de fuera de mi barrio viniera a robarme lo que era mío.

Y una vez más, como si de un león se tratara, allí estaba Martell para tenderme la mano. Para salvarme. Poco tiempo después me invitó a una "fiesta" a la que no dudé en acudir, todavía con el ojo morado.

Cuando llegué al departamento, ya había unas 30 personas, la mayoría de veintitantos años de edad: skinheads de Michigan, Wisconsin, Texas e Illinois. También vi varias caras conocidas de mi barrio, pero a mis 14 años, yo era el más joven de los presentes con diferencia.

Alguien me pasó una lata de cerveza fría. Yo me encontraba eufórico solo por estar allí y, pese a no tener edad suficiente, acepté la lata. A donde mirara solo veía cabezas rapadas, tatuajes, botas y tirantes. En lugar de cortinas, había banderas nazis y abundaban los brazales con la esvástica. Los tipos más corpulentos abrazaban a unas chicas de aspecto duro, dejando claro quiénes eran los cabecillas.

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Antes de que hubiera terminado la primera cerveza, un tipo musculoso con la cara picada y una gruesa esvástica tatuada en el cuello llamó al orden a los asistentes. Desde una esquina de la sala, pronunció una declaración sencilla, una que aprendería de memoria al final de aquella noche, un credo que marcaría los siguientes siete años de mi vida.

"¡Catorce palabras!", dijo con voz atronadora.

De inmediato, todos se giraron hacia él, interrumpiendo sus conversaciones para gritar al unísono, "¡Debemos garantizar la existencia de nuestra gente y un futuro para los niños blancos!"

La sala se llenó de brazos alzados en el saludo nazi. Como si tuviera un resorte, yo también alcé el brazo.

Durante más de una hora, el corazón me palpitaba con fuerza y determinación. Quedé cautivado por aquellas ardientes palabras que pronto sería capaz de recitar mientras dormía.

Junto al orador, colgada de la pared boca abajo, había una bandera estadounidense medio quemada. El tipo cogió una lata de cerveza con fuerza y habló con voz potente. "Nuestro gobierno traidor nos quiere hacer creer que la igualdad racial es una forma de pensamiento avanzado, hermanos y hermanas, que todas las razas deberían vivir en paz y armonía. ¡Estupideces! Miren a su alrededor. Abran los ojos y no se dejen engañar. ¿Qué ven cuando los negros se mudan a nuestros barrios? Ven droga y delincuencia en las calles, no igualdad. Nuestras alcantarillas se llenan de basura. Empieza a oler mal porque esos monos no hacen otra cosa que vaguear, fumar crack y dejar embarazadas a sus putas yonquis. No se molestan en limpiar.

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"Lo único que sí se pulen es el dinero que ustedes y yo ganamos con mucho trabajo y que pagamos en impuestos. Viven de las ayudas. De las prestaciones por desempleo. Siempre son los primeros en la cola para pedir todas las ayudas que da el gobierno. Las viviendas de protección oficial. Los comedores escolares. La única razón por la que esos bebés negros van a la escuela es para que les den comida gratis y ayudas sociales. Y todo eso lo pagamos nosotros, los estadunidenses blancos que trabajamos duro y que jamás hemos esperado que den de comer gratis a nuestros hijos porque sabemos cuidar de nosotros mismos.

"Y mientras nosotros nos dejamos la piel en el trabajo, esta asquerosa raza inferior se dedica a vender droga a nuestros hermanos pequeños para volveros idiotas. Les venden toda esa mierda para que se les pudran los dientes y que parezca que tengan 60 años cuando cumplen los 16. Los matan en tiroteos entre bandas de delincuentes.

"Los convierten en drogadictps para conseguir que nuestras mujeres de raza aria cojan con ellos a cambio de la sustancia que sea a la que las hayan enganchado. ¿Acaso piensan que venden esa basura para enriquecerse y comprarse Cadillacs y cadenas de oro? Despierten de una puta vez, hermanos y hermanas. Venden veneno para hacer que nuestros chavos sean tan imbéciles como sus chavos de barro. Quieren que nuestra gente esté tan muerta por dentro que acaben fumando y esnifando lo primero que encuentren. Quieren ver cómo nuestra gente se destroza las neuronas y acaba en la cárcel, donde un grupo de espaldas mojadas violadores y asesinos abusarán de ellos.

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"Y, ¿quién dirige a estos animales degenerados a la destrucción de nuestra raza? Los judíos y su gobierno de ocupación sionista. ¡Ellos!"


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A continuación, el orador inició una diatriba contra los judíos que escucharía en todas las reuniones a las que acudí desde entonces, aunque nunca pronunciadas con tanto fervor. Las venas de su cuello parecían a punto de reventar y la saliva se acumulaba en la comisura de sus labios. La rabia iluminaba sus ojos. Farisaísmo, Indignación. Verdad.

Concluyó su discurso como lo empezó. "¡Catorce palabras, familia! Catorce sagradas palabras".

Pronunciamos aquellas catorce palabras una y otra vez a voz en grito, de pie frente a él.

La adrenalina me quemaba como fuego, solo aplacada por un sudor nervioso que emanaba de todo mi cuerpo mientras el humo cáustico de la retórica fascista invadía la sala. Me sentía preparado para salvar a mi hermano, a mis padres, abuelos, amigos y a cualquier persona blanca decente en la faz de la Tierra. ¿Cómo podían estar tan ciegos los blancos para no ver la absoluta desgracia a la que se enfrentaban? Todo dependía de mí y de los que eran como yo. Era un cometido colosal, pero yo tenía claro de qué lado estaría mi lealtad.

Aquella noche viví la experiencia más enajenante e intensa de mi vida y me enganchó total e inmediatamente. Me sentía muy atraído por esa cultura skinhead de supremacía blanca, pese ser consciente de que no era como el resto de las personas en aquel apartamento. No procedía de una familia abandonada a su suerte ni me habían educado para odiar a quien fuera diferente a mí. Pero notaba que el corazón se me iba a salir del pecho. Quería formar parte de aquello con todas mis fuerzas. Era abrumador.

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Durante los siguientes siete años, me convertí en el niño prodigio a cargo del reclutamiento de grupos de jóvenes extremistas blancos. Formé dos bandas de white power —American Youth y Final Solution— y la música se convirtió en mi principal herramienta propagandística para captar más soldados.

No había que ser muy hábil para detectar adolescentes con familias desestructuradas, a los que no tenían muchos amigos, a los marginados, los que se sentían solos, indignados, desamparados o sufrían una crisis de identidad. Solo había que entablar conversación, averiguar qué les preocupaba.

"Te entiendo perfectamente, colega. Si tu padre no hubiera perdido el trabajo todo habría sido distinto. Pero ya sabes, las minorías se llevan todos los trabajos. Siempre se llevan lo mejor; se mudan a nuestros barrios y acaparan todas las ayudas. Nuestros padres trabajan cada día para poder tener un plato en la mesa mientras que esos negros y mexicanos vagos se embolsan todo el dinero de las ayudas sin mover un dedo".

Yo estaba cegado. Tenía el pensamiento nublado por mi propio ego y no podía prestar atención a mis necesidades emocionales más elementales. Acababa culpando a los demás —negros, gays, judíos y cualquiera que no fuera como yo— de los problemas de mi vida. Mi pánico infundado enseguida se manifestó en forma de odio virulento. Acabé como un joven radicalizado por aquellos que vieron en mí un chaval fácilmente maleable. Y en mi búsqueda desesperada de un significado en mi vida, en mi intento por desmarcarme de lo banal, devoré las migajas con las que me alimentaron y que se me antojaron un manjar. Moldearon mi identidad hasta el punto de anular mi verdadera personalidad, esa de la que quería escapar de joven. Escudado en esa animadversión, me convertí en un matón gordo y racista, obeso mórbido por las incontables mentiras con las que me habían alimentado, aprovechándose de mi juventud, mi ingenuidad y mi soledad.

Pasé una tercera parte de mi vida, casi toda mi etapa escolar de adolescente, alimentándome de aquellas creencias retorcidas y malsanas, y cuando finalmente tuve el coraje de abrir los ojos y darme cuenta de que todas esas "verdades" que me habían inculcado y que yo había inculcado a otros eran una gran y jodida mentira, lo único que tuve ganas de hacer fue meterme los dedos en la garganta y vomitar todas esas patrañas en el baño más cercano.

Incluso ahora, veinte años después de haberme apartado de aquel movimiento de incitación al odio que había ayudado a crear, todavía me asaltan recuerdos de aquellos oscuros siente años y enfurezco. Cuando miro fotografías de cómo era antes, solo veo a un desconocido, un receptáculo hueco relleno con todos aquellos elementos nocivos que me devuelve la mirada. Todavía brotan semillas tóxicas que yo mismo contribuí a infectar y plantar hace años, por lo que mi propósito es arrancar esos brotes cuando los veo germinar.

El autor de adulto. Foto por Mark Seliger.

Como la mayoría de las personas que quedan hechizadas por el carisma de alguien, en cuanto me contaron todas aquellas "mentiras blancas", lo primero que hice fue buscar pruebas de que lo que me habían dicho era cierto. Cuando echo la vista atrás a aquella época, me quedo sin aliento. ¿Cómo pude ser tan idiota, tan crédulo? ¿Cómo pude negar el dolor que infligí a tanta gente inocente de forma tan decidida? Vendí mi empatía natural a cambio de un poco de aceptación. Confundí el odio y la intimidación con pasión, el miedo con respeto.

Solo cuando asumí la verdad de todo aquello empezó para mí una nueva vida. Los cambios empezaron a producirse desde el momento en que me desprendí de las mentiras que había interiorizado, cuando volví a recuperar la empatía de mi adolescencia y acepté la compasión de los demás cuando menos lo merecía. Entonces fue cuando se desintegró el odio y se desmoronó mi retorcida ideología. Me cansé de hacer malabares con las mentiras y de esconder los temores después de siete años sin ser honesto conmigo mismo. Había llegado el momento de afrontar la verdad, así que pisé a fondo el acelerador y me lancé a aquel barranco metafórico, satisfecho de llevar a mis demonios interiores a una muerte segura. Solo después de aquella dolorosa muerte simbólica fui capaz de renacer como un ave fénix que se alza de entre las cenizas extendiendo las alas.

Adaptación de Romantic Violence: Memoirs of an American Skinhead, de Christian Picciolini. Picciolini es un exskinhead neonazi convertido a defensor de la paz. En 2010, fundó la organización sin ánimo de lucro Life After Hate, que tiene el objetivo de sensibilizar a personas y organizaciones sobre los problemas del racismo, el extremismo, la radicalización y la desrradicalización. Puedes seguirlo en Twitter.