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Cosas que aprendes cuando sobrevives a un accidente de moto

Me llevaron en helicóptero al hospital, donde permanecí cuatro días con el abdomen abierto. El coma duró tres semanas.

Todas las ilustraciones por Michael Dockery.

Notaba el sabor de la sangre caliente en la garganta. Mientras avanzaba por el arcén con paso vacilante, buscando mi moto, traté de convencerme de que me encontraba bien. No estaba delirando; simplemente me negaba a creer que estuviera herido. Había tenido otros accidentes de moto antes y siempre había conseguido salir por mi propio pie. Pero esta vez había perdido una bota y el casco, y no lograba caminar dos pasos sin derrumbarme.

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Me tumbé boca arriba, obligándome a pensar que no había pasado nada. Pese al intenso frío y la lluvia que caía a raudales, sentía un calor abrasador en el pecho y el estómago. Más tarde supe que me había roto el diafragma y lesionado un riñón, el hígado y la vejiga. Las varias costillas que tenía fracturadas hacían que tomar bocanadas de aire fuera un infierno de dolor. Al romperse, dos de las costillas me habían perforado el pulmón derecho. Podía oír un extraño gorgoteo que acompañaba a mi respiración. Se acabó. Aquí te quedas esta vez, pensé.

Siempre me he puesto a prueba. Disfrutaba siendo temerario porque cada vez que sobrevivía, sentía que tenía un propósito en la vida. Pero al final ocurrió: el momento me cogió con la guardia baja mientras circulaba sobre mojado por una rotonda a 70 km/h.

Me llevaron en helicóptero al hospital, donde permanecí cuatro días en la UCI con el abdomen abierto. El coma duró tres semanas.

Recuerdo estar allí tumbado, gorgoteando y resollando, y sentirme muy decepcionado y enojado conmigo mismo. Me negaba a acabar mis días tirado en una puta cuneta bajo la lluvia. No estaba satisfecho con mi vida ni con la clase de persona que era a los 26 años. Quería otra oportunidad.

Me trasladaron en ambulancia al hospital Bathurst y me indujeron un coma. Recibí 14 transfusiones de sangre y me abrieron con una incisión desde el esternón hasta la ingle. Vinieron seis cirujanos desde Sídney y se turnaron para coserme las entrañas. Luego me llevaron en helicóptero a Westmead, donde permanecí cuatro días en la UCI con el abdomen abierto. El coma duró tres semanas.

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Cuando desperté, el funcionamiento de todo mi cuerpo dependía de varias máquinas de soporte vital. No podía moverme. No podía hablar. Estábamos solos mi mente y yo y lo único que quería era dormir. Pasé una semana entera despierto; aunque estaba completamente drogado, era ligeramente consciente de que se me había concedido la segunda oportunidad que había pedido.

Con el paso de los días, me disminuyeron la dosis de fármacos y creció en mí la determinación. Había algunos problemas con mis lesiones, pero estaba muy confiado respecto a mi recuperación. Estuve postrado en cama otras tres semanas, durante las que no podía hacer otra cosa que pensar. Si algo me sobraba, era tiempo, y lo dediqué a reconciliarme con aquellos aspectos de mi vida en los que me había equivocado.

Poco después recibí un duro golpe. Un muchacho de diez años que había estado luchando por su vida tras sufrir un accidente de coche murió en la habitación de enfrente. Aquello me superó. No lograba entender por qué yo seguía vivo y él no. Durante años, había dado mi vida por sentada y ahí estaba, haciendo planes de futuro. Pero ese chico no tendría un futuro. Es difícil explicar cómo me sentía al reflexionar sobre ello.

Mi cabeza se había rendido y mi cuerpo también empezó a hacerlo. Dejé de mejorar debido a una infección que los médicos no conseguían localizar. Ya ni recordaba lo que era comer o beber algo. Estaba harto de aquel constante sabor a sangre en la garganta, de cagar en una bolsa y de los sermones sobre la vida y la muerte que me daba el párroco del hospital.

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La infección empeoró. En la séptima semana, finalmente encontraron el origen. Me desconectaron de las máquinas de respiración asistida, lo que me provocó un acceso de tos que hizo que me reventaran las tripas. Me llevaron inmediatamente a quirófano para volver a colocármelo todo en su sitio y aquello fue lo que me salvó la vida, porque al abrirme nuevamente descubrieron la infección que me estaba consumiendo por dentro.

Un día llegué hasta el buzón; al día siguiente, un poco más lejos; luego conseguí cruzar la calle, etc.

Me sometieron a un tratamiento intensivo de antibióticos y el médico me advirtió que si volvía a toser o estornudar, sería el fin. Pasé dos semanas sin moverme ni un centímetro. Sabía que no tendría más oportunidades. Me limité a centrarme en la respiración, en mantenerme con vida.

Desaparecida la infección, empecé a recuperarme. Diez semanas después del accidente, ya era capaz de caminar por los pasillos del hospital ayudado de un andador. Recuerdo que la primera vez que lo intenté, solo conseguí llegar a la puerta de la habitación y me derrumbé por el intenso dolor. Mi torso se mantenía unido por grapas y una faja, por lo que cualquier mínimo movimiento lo sometía a mucho estrés. Además, tenía la musculatura destrozada de cuando me tuvieron que abrir para operarme.

Cuando me dieron el alta, centré todos mis esfuerzos en recuperarme. Al principio solo podía rodar por el suelo, pero poco a poco iba recuperando el tono muscular y empecé a levantarme pronto cada mañana para caminar. Un día llegué hasta el buzón; al día siguiente, un poco más lejos; luego conseguí cruzar la calle, etcétera.

Cinco o seis semanas después de recibir el alta, me reincorporé al trabajo. Quizá me precipité, pero estaba aburrido. Me esforcé tanto que llegó un momento en que tenía el suficiente control sobre mi cuerpo como para volver al gimnasio y a montar en moto.

Esa fue una de las lecciones que saqué de esta experiencia: aprender a apreciar el control de mi cuerpo. Considero que ahora soy más consciente de la fortaleza del cerebro humano, de la vulnerabilidad del cuerpo y de la interacción entre ambos. Desde el accidente, he leído mucho sobre cómo nuestros pensamientos afectan a nuestro cuerpo y hago lo posible por controlar el mío. Sigo vivo y sano, y me gusta pensar que superé todo pronóstico porque me convencí de que podía hacerlo.

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