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Los adorados

De paseo por un campo de 120 mil refugiados sirios

Zaatari empezó con cien familias, ahora es el segundo más grande del mundo.

Fotos por Robert King.

En la mañana del 21 de agosto Mohamed vio cohetes volar sobre su pueblo a las afueras de Damasco, la capital de Siria. Poco después de que las bombas explotaron; se corrió la voz de que los cohetes habían sido cargados con gas sarín lanzados por el régimen del presidente Bashar al Asad contra el pueblo, ya que era un área dominada por el Ejército Libre de Siria (ELS), la milicia rebelde compuesta de varios soldados que abandonaron su alianza política con el gobierno y ahora se oponen al régimen de Asad.

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Mohamed es un agricultor, no combatiente, pero él me dijo que no lo pensó dos veces antes de irse a una brigada local del ELS, donde los rebeldes estaban dando instrucciones sobre cómo sobrevivir al ataque nuclear: “Coloca toallas mojadas y frías sobre la cara”, les indicó un soldado del ELS. “Mantente cerca del suelo. Cierra todas las puertas”.

Pero cuando Mohamed regresó a su casa, ya era demasiado tarde: dos de sus hijos, a quienes había dejado jugando en el jardín, habían muerto.

Mohamed se fue de Siria y cinco días más tarde me encontré con él en mi visita al campo de refugiados Zaatari en Jordania, a unos 160 kilómetros de Damasco. El campo fue instaurado gracias a un esfuerzo de colaboración entre el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados y el gobierno jordano en julio del año pasado. Desde entonces, Zaatari se ha convertido en hogar para muchos sirios como Mohamed, que han huido de la violencia y el trauma de la guerra civil de su país, que inició en marzo de 2011.

Si la gravedad del conflicto sirio puede, al menos en parte, medirse por el número de refugiados que ha creado, el campamento Zaatari es una sinécdoque de lo mal que las cosas están en la frontera: cuando se inauguró, Zaatari hospedaba a tan sólo cien familias. Hoy en día, incluye a 120 mil habitantes y es la cuarta ciudad más grande de Jordania y segundo campo de refugiados más grande del mundo. Para tener acceso, tuve que pagar a un funcionario jordano para que me permitiera tomar fotos y video del campamento. También me proporcionó un conductor y un traductor, sin embargo, después de que condujimos por el desierto y llegamos al primer puesto de control de Zaatari —a unos 16 kilómetros de la frontera siria, otro funcionario me dijo que un oficial de la policía jordana también me tendría que acompañar durante mis entrevistas.

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Dentro de una oficina de azulejos de plástico y aire acondicionado a las afueras del campamento, discutí con más funcionarios sobre el impacto negativo que tendría entre mis entrevistados el hecho de llevar a un oficial de la policía acompañándome. Para mi sorpresa, aceptaron y me dejaron entrar sin escolta policial.

El campamento en sí está situado en un terreno de mil hectáreas en medio del desierto, rodeado de alambre de púas. La primera cosa que noté fue que no se veía como el desorden lleno de basura que había esperado; parecía limpio y ordenado. En total, el mantenimiento de Zaatari cuesta aproximadamente 500 mil dólares por día—y se nota.

Cuando llega una familia, trabajadores de la ONU le dan una tienda de campaña o un contenedor como vivienda, es obvio por las filas de contenedores blancos improvisados como hogares en las polvorientas calles. Cada día, a los residentes también se les dan alimentos secos y enlatados, agua y pan —se estima que un millón de piezas se distribuyen diariamente— pero más allá de estos elementos esenciales, los residentes sobreviven solos. Mientras caminaba entrevistando a la gente y tomando fotos, me encontré con grandes tiendas de campaña vendiendo teléfonos celulares, mercados de comida, incluso vestidos de boda, acomodados a lo largo de los bulevares que se han convertido básicamente en tianguis. Como se ha informado bastante, una de las calles incluso se ha nombrado Campos Elíseos.

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Hay tres hospitales esparcidos por todo el campamento, y aunque ha habido rumores de violaciones, actividades de pandillas y tráfico de drogas con el crecimiento del campamento, sigue siendo mucho más seguro Zaatari que, por ejemplo, Siria. Muchas de las dificultades que los residentes empezaron a enfrentar sucedieron desde antes de llegar al campamento, abandonando las vidas que se vieron obligados a dejar atrás: los familiares que murieron en combate, casas destruidas, carreras abandonadas. A pesar del trauma que los residentes del campamento han experimentado, muchos desean volver a casa, una posibilidad que, conforme se intensifica la guerra civil, se va aminorando.

“Ser bombardeado en Siria es mejor que estar aquí”, dijo un joven llamado Husein. Afirmó que cientos de personas están abandonando el campo todos los días, ya sea para regresar a Siria y luchar o huir a otro lugar. (La ONU no dispone de estadísticas oficiales sobre los índices de partida, aunque han admitido que están ocurriendo). “El agua que nos traen es como arena roja”, continuó Husein.

Otros con los que hablé estaban dejando el campamento con la esperanza de que Estados Unidos pudiera bombardear Damasco en los próximos días y Asad eventualmente sea derrocado del poder. Ahora parece que Rusia y EU han negociado un acuerdo con los sirios a ceder su arsenal de armas químicas, pero mientras, los refugiados en Jordania y otros países se verán obligados a esperar.

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En Zaatari, conocí a otras personas que dijeron haber sido víctimas de ataques químicos que EU y otras naciones occidentales han atribuido a Asad, una acusación que el presidente sirio sigue negando. Y aunque es imposible confirmar muchos de los sucesos bélicos, conocer a estos refugiados fue una de las cosas más difíciles que he hecho durante toda mi trayectoria como corresponsal de guerra. Una mujer que dirigía un orfanato para niños cuyos padres han muerto en la guerra, me contó que su marido no los deja ver la televisión porque las noticias del conflicto provocan pesadillas a los pequeños. Los niños, dijo, casi nunca pueden dormir.

Conocí a una madre que vivía en un su pequeño contenedor de metal, y me contó una anécdota que parecía resumir la situación de la manera más breve posible, incluso más que cualquier otra que haya escuchado durante dos años documentando el conflicto en Siria: Ella me explicó que hay una escuela en Zaatari, pero no es atendida y muchos niños de kinder han olvidado el alfabeto. En su lugar, ellos quieren jugar “juegos revolucionarios”. “Mi hijo de cinco años de edad cada día me dice que sueña con tener una metralleta”, dijo, “y regresar a Siria”.

Ve más imágenes de Robert del campo de refugiados Zaatari: