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Aquí, a la vuelta

De pesadilla: la historia del alebrije no es como te la contaron

El verdadero origen de estos monstruos mexicanos de colores se encuentra entre pesadillas alucinógenas, la muerte, y bacanales políticos de principios del siglo 20.

Detrás del Mercado de Sonora, en la colonia Merced Balbuena, a uno tres kilómetros del centro de la Ciudad de México, hay una casa de tres pisos. El interior del último es de color blanco. Huele a cartón, acrílico y engrudo. Es el taller de la familia Linares, que desde hace 70 años le da vida a las artesanías de cartonería, en especial los alebrijes, formados con capas y capas de papel maché, papel de china y periódico; un poco de sol para que seque la pieza y pintura de acrílico de colores brillantes.

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Pedro, el patriarca, aprendió el oficio de su padre. El negocio era la fabricación de mascaras, calaveras y judas —ese muñeco que representa al diablo y es quemado en la noche del Sábado de Gloria—. Una tarde de 1932 Pedro cayó enfermo. El médico que lo atendió le dijo que tenía una ulcera gástrica. Pedro se quedo igual, no tenía idea de qué le hablaba el doctor, ¿qué era una úlcera?

El taller Linares.

Leonardo Linares, su nieto, cuenta que su abuelo vivía prácticamente en pobreza extrema, en una casa de techo de lamina, piso de tierra y algunos polines. No tenía los medios para tratarse. La úlcera reventó, el hombre adelgazó, evacuaba sangre. Un día su cuerpo no resistió y se desmayó. Sufrió una especie de coma. Parecía muerto, tanto que la gente inició el rito del velorio en su propia cama, como se acostumbraba. Colocaron velas a su alrededor y se dejaron oír los rezos para la salvación de su alma.

Pero Pedro no estaba muerto, tampoco estaba de parranda, como dice la canción. Pedro estaba sumergido en un sueño. En él veía una campana inmensa a lo lejos, parecía suspendida en el aire. Hacia ella se dirigía la gente. Después se dio cuenta que en realidad se trataba de los muertos porque miró entre la multitud a su hermano, quién había fallecido muchos años antes, cuando era muy joven. Tenían que pasar por un camino estrecho en el que sólo cabía un pie. De un lado había una pared y del otro el abismo. Muchos lo transitaban caminando, otros de rodillas y unos más a gatas. Los que no tenían la suficiente determinación caían al vacío.

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De pronto el hermano de Pedro se dirigió hacia él:

—¿Y tú que haces aquí? No perteneces a este lugar. Vete por donde viniste.

—Si me voy —contestó el maestro cartonero—, nada más dime por dónde porque no sé ni cómo llegué acá.

Pedro comenzó a caminar en dirección contraria. Poco a poco se fue alejando de la gente hasta que se quedó sólo. Llegó a un paraje donde el suelo estaba seco, árido, a excepción de unas cuatas matas, la vegetación no crecía por ahí. El lugar era lúgubre, con poca luz. El hombre sintió miedo. De pronto, de las sombras surgió una neblina y de ahí comenzaron a salir animales extraños. Era como una estampida de seres horribles compuestos por diferentes elementos de animales. Lo acechaban. Su mirada era demoniaca. Se lo querían comer. Al mismo tiempo escuchaba el sonido que producían sus gargantas, algo que él entendió como "lebrija" o "alebrije". Las voces de los animales eran tan fuertes que le taladraban los oídos. Pedro corrió como nunca en su vida lo hizo. Tras huir de esos seres despertó. No supo cómo, algo tuvo qué hacer. La gente al rededor de su cama se sobresaltó. Había resucitado.

Pedro con angustia contó a sus hermanas y amigos lo que había visto: un burro con alas y lengua de fuego, una serpiente con patas de gallo y pelo en vez de escamas, un león con cabeza de perro y cola de dragón. Sin embargo, nadie lo comprendió. De qué hablaba este hombre que como el bíblico Lázaro se levantó de su lecho de muerte. Nadie le entendía. Así que Pedro lo explicó de la única forma en que sabía expresarse bien: con la cartonería. Entonces, creó su primer animal demoniaco y decidió llamarlo con la extraña palabra que escucho en su pesadilla: alebrije.

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Figuras en el taller Linares.

Pedro no sabía que años después una cineasta inglesa quedaría fascinada con sus creaciones fantásticas, que viajaría a Estados Unidos donde sería tratado como un grande del arte contemporáneo, que recorrería el mundo con sus creaciones, que dejaría escuela y que un año antes de morir, en 1990, le sería otorgado el Premio Nacional de Ciencias y Artes.

De buena madera

San Antonio Arrazola es un poblado a 25 minutos de la ciudad de Oaxaca, en el sureste mexicano. Para nada es un pueblo pintoresco, salvo un kiosco y un pequeño andador con galerías de venta de artesanías a unos cuantos metros de la entrada. Sin embargo, el encanto de esta comunidad no está en el exterior, sino dentro de cada casa. Arrazola es el lugar de la fauna fantástica en Oaxaca.

San Antonio Arrazola.

Desde las primeras calles las familias abren las puertas de sus casas para exponer en sus patios animalitos hechos de madera. Copal para ser más precisos, aunque últimamente ya también están explorando las posibilidades del cedro. Su zoología va desde tortugas con alas, lagartos de piel azul rey con rayas anaranjadas, cerdos rosas con manchas verdes y dragones multicolores, entre otros.

No necesitan más exhibidores que una mesa de madera o repisas fabricadas por ellos mismos. Lo importante son sus animales y plantas de vivos colores. Cada artesano tiene su propio estilo, según le dicta la imaginación. Sin embargo, casi todos tuvieron al mismo maestro: don Manuel Jiménez, "El Divino".

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Para llegar al taller de la familia Jiménez uno debe seguir las indicaciones de la gente del lugar: caminar hasta el final de la calle principal, donde está el kinder. De ahí todo derecho, a la izquierda, hasta la pared que tiene pintada a la Virgen de Guadalupe. Adelantito está la casa con la puerta abierta. No hay pierde, dicen los vecinos, es la grandota.

Y en efecto, no hay pierde.

Alebrije en el patio de la familia Jiménez.

En cuanto uno entra, ve en el patio, que huele a tortillas de maíz recién hechas, un pájaro bicéfalo de color verde, azul y rojo encendido custodiando la puerta del estudio. En sus patas se enroscan dos pequeñas víboras, una morada y otra amarilla. De las cabezas del ave sobresale una larga lengua verde fosforescente, como la de los reptiles.

El estudio es la oficina para recibir a las visitas. Está rodeada de animales multicolores, fotos y reconocimientos nacionales e internacionales para don Manuel. En una esquina están las últimas piezas que talló semanas antes de su muerte. Hoy los anfitriones y herederos del oficio son Isaías y Ángélico Jiménez, sus hijos.

—Mi padre comenzó de niño tallando madera. Cuidaba el ganado de la hacienda que está a la entrada del pueblo. Así que hacía vacas y otros animalitos. Eran sus juguetes— narra Isaías con una mirada de orgullo por el trabajo de su padre, mientras nos conduce a su taller.

Aunque don Manuel disfrutaba hacer figuras de madera tenía que trabajar para sortear las responsabilidades de la vida. Fue albañil, campesino, arriero y hasta vigilante en la exploración de la zona arqueologica de Monte Albán durante la excavación dirigida por el arqueólogo mexicano Alfonso Caso. En sus ratos libres tomaba su navaja y seguía tallando. En una ocasión el trabajo escaseó, así que se fue a la ciudad de Oaxaca a vender algunas tallas que había realizado. Nadie le compraba sus animalitos, hasta que se las ofreció a un turista norteamericano. El hombre le compró todo el cesto, a 20 centavos las piezas chicas y la más grande a 50. Arthur Train quería llevar las obras de don Manuel a su país, así que le pidió que las trabajara más, que les aplicara color. Él volvería después por otro tanto. Y así lo hizo por varios años hasta que murió.

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En 1977 llegó la cineasta Judith Bronowski para grabar el trabajo y las piezas de don Manuel como parte de un documental sobre artesanía mexicana. Casi un año después regresó por él, Pedro Linares y la tejedora de hilo de seda en oro Sabina Sánchez, para llevarlos a California al estreno del filme y la presentación de un libro sobre su obra. Allí los artesanos cambiaron ideas y don Manuel incorporó la estética de los alebrijes a su repertorio. Al poco tiempo la gente también le pedía este tipo de piezas.

Las últimas figuras de Manuel Jiménez.

Después de eso, Arrazola apareció en el mapa de los coleccionistas y buscadores de arte popular. Artistas plásticos como Rufino Tamayo, Rodolfo Morales, Francisco Toledo y Roberto Donis, entre otros, buscaban las piezas de don Manuel. Los periodistas del New York Times y Los Angeles Times también acudieron al pueblo para entrevistar al humilde artista que jamás había asistido a una escuela arte y que tallaba sus obras con un machete.

—Hace poco vino un japonés. Me dijo que quería aprender. Se quedó dos semanas. Hizo un animal con los rasgos de su gente y le pusimos un resorte en el cuello para que se moviera la cabeza —cuenta Isaías ante mi mirada curiosa delante de una de sus piezas—. Si tu quieres aprender lo único que necesitas es tu machete, un cuchillo, paciencia e imaginación. Yo no cobro. Mi papá tampoco lo hacía. Él le enseñó al pueblo y ahora todos vivimos de esto. A mí no me importa enseñar. La gente ya conoce el estilo de los Jiménez.

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La otra historia del Alebrije

A principios del siglo 20, luego de la Revolución, en México surgió un movimiento que exaltaba el nacionalismo en el arte: el Muralismo. La mayoría de los artistas plásticos de entonces buscaban plasmar en sus obras las manifestaciones culturales y artesanales del pueblo, rompiendo así con el concepto griego de arte.

Uno de ellos fue José Gómez Rosas, conocido como El Hotentote. En su trabajo utilizó la ironía para criticar a sus contemporáneos, lo que provocó que ni sus pinturas ni su nombre tuvieran la difusión y apoyo que lograron José Clemente Orozco, Diego Rivera o el Dr. Atl.

En sus lienzos, El Hotentote frecuentemente plasmaba figuras zoomorfas y fantásticas, donde combinaba partes de reptiles, aves, anfibios, insectos y mamíferos.

Entre sus actividades en la Academia de San Carlos, la más prestigiada escuela de arte en México, donde también daba clases, estaba la realización de la escenografía y telones para el baile de máscaras, una fiesta exclusiva para la élite cultural, política y social de ese entonces, que tenía una sola regla: todos debían utilizar máscara.

—Entonces, en el momento en que llegabas a la fiesta no sabías quién era quién. Y podías estar bailando con tu enemigo acérrimo, pero no los sabías porque usaba máscara. Era una pachanga siguiendo el canon de las bacanales griegas —cuenta Ricardo Linares Zapién, artesano que a pesar del apellido no guarda parentesco con Pedro Linares, en una entrevista ofrecida en 2012 en el Museo de Arte Popular en la Ciudad de México.

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La forma de iluminar la Academia para estas reuniones era con velas y quinqués, para así lograr cierta ambientación. Las esculturas del edificio se cubrían con cartón para protegerlas y sobre ellas se trabajaba el tema de la fiesta, que al parecer en 1932 fue animales fantásticos. En esa ocasión El Hotentote se inspiró en el imaginario popular y artístico de todo el mundo y mezcló mitologías, que adaptó al modelo nacionalista que imperaba entonces.

Por ese tiempo Pedro Linares trabajaba para José Gómez Rosas. Así que el pintor pidió al maestro cartonero unas piezas en las que combinara animales, pero poniendo su sello especial: el color. Se cuenta que Linares le preguntó cómo hacerlo. La respuesta del artista fue decidida:

—Toma un Judas, y ponle cola y alas de murciélago.

Pero Ricardo Linares Zapién tiene otra teoría sobre el origen de estos animales coloridos.

—Si tú te vas a las historias de cada miembro de la familia, Pedro Linares comienza a tener el deliro a partir de que se enferma de úlcera gástrica. No se habla mucho, pero Pedro Linares tenía un problema de alcoholismo fuerte y la mayoría del medicamento que tomaba era a base de hierbas. Tiene el alusín después de ingerir este tipo de plantas (…) Yo, es una hipótesis mía, considero que la forma en cómo se plasma el color en un alebrije es un estado alterado del color, es un estado de mutación constante. Y hay un paralelo en otra rama del arte que se llama la Psicodelia. Pudo haber sido accidental. (Pero esto) es hipotético.

Se dice que El Hotentote citó a Pedro Linres en la Academia de San Carlos el día de la fiesta para entregarle el dinero y que comenzara el trabajo que le había encargado. Cuando el artesano llegó, se encontró con que su patrón se había disfrazado del guerrero mongol Gengis Kan, y utilizaba una máscara enorme y una capa hecha con plumas. Además, miró todo el ambiente que reinaba en ese lugar.

—Imagínate —platica Ricardo Linares, quien actualmente es uno de los más activos artistas populares especializado en alebrijes—, una persona pudo haberse impresionado, si no tenía acceso a ese tipo lugares, de fiestas y cosas locochonas. Traducido en una impresión fuerte, (Pedro Linares) pudo haber tenido sueños reiterativos con ese tipo de experiencia. Y sueños que fueron pesadillescos.