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Cultură

Me desvirgué con una prostituta pagada por mi jefe, un mafioso albanés

Dimitri, un gigante loco y violento, me convirtió en traficante de hachís y también me abrió las puertas del paraíso.

K., llamémosle así, tenía 16 años y el pelo muy rizado. Quiere hacer hincapié en recordar su cabello porque ahora vive un tormento en forma de dos entradas que parecen la autovía de Cuenca. (Palabras suyas, no se ofende). K era de familia bien, un niño de la clase alta barcelonesa al que se le había puesto todo de cara desde el principio. Era hijo único. De padre neurocirujano y madre profesora de literatura en la Universidad. K era un chico inteligente para su edad, tenía todos los ingredientes para ser un niño pijo que a poco que hiciera las cosas como le decían a diario tendría la vida solucionada. Pero él detestaba todo lo que oliera a comodidad. Detestaba su vida aletargada del barrio de chalets donde vivían. Detestaba cuando su madre le decía que sería un gran cirujano. Corría el año 1999 y después de que le echaran de la escuela pija a la que había ido toda su vida, ingresó en un instituto público. Allí solo había dos formas de triunfar; y K nunca fue bueno con las chicas. Doy fe como narrador. Así que solo le quedaba conseguir respeto traficando con droga. Empezó moviendo pequeñas cantidades de hachís que le conseguía un amigo de mi primo. Por aquel entonces el negocio del hachís estaba cambiando. El omnipresente 'apaleado'- un chocolate de ínfima calidad, mezcla de plástico y hash, que te raspaba terriblemente la garganta- estaba dejando paso a un nuevo producto al que llamábamos 'placa'. La 'placa' era más cara que el 'apaleado' pero la gente estaba dispuesta a pagar la diferencia con tal de no fumar mierda. Venía en unas tabletas de 200 gramos que se cortaban con un cuchillo calentado por un mechero. La postura más común era la de 25x15, es decir, 25 gramos de hachís a 15.000 pesetas aka 90 Euros.

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Poco a poco fue extendiendo su negocio. Llegó a ser el camello de referencia en el instituto. Empezó a comprar cantidades más grandes y progresivamente fue dejando el menudeo. El punto de inflexión aconteció cuando conoció a Dimitri. Se lo presentó un amigo de fuera del instituto un día que salimos de fiesta. Dimitri era albanés. ¿Alguien conoce algo sobre Albania? Yo, no. Debía medir 1´90 cm y pesaba unos 120 kilos. Un jodido gigante. Era como un luchador enjaulado. Excesivamente irascible. Cualquier situación, cosa o persona que le llevase la contraría hacía que se pillase unos rebotes de cojones. Solo entendía la violencia como medio de expresión cuando algo no le gustaba. Y de normal no le solía gustar casi nada. Incluso cuando las cosas iban bien, solía estar a punto de estallar. La suerte estaba de lado de K y eso le confería un respeto brutal entre los niñatos de nuestro barrio. Y a esa edad no hay nada que mole más.

Dimitri le convirtió en un auténtico narcotraficante. Manejaba grandes cantidades de hachís, tenía buenos contactos, por eso solía darte unos precios muy competitivos. Le fiaba todo el material que le pedía. El kilo se lo pasaba a 350.000 pesetas y él vendía las placas enteras de 200 gramos a unas 90.000. Empezó a mover grandes cantidades y los beneficios se multiplicaron. Le enseñó a ser prudente: "Si trabajas conmigo, tienes que trabajar bien". Así que cuando nuestro protagonista andaba moviendo kilos de hachís de aquí para allá, se comportaba como un ciudadano modelo. Siempre se desplazaba en taxi y vestía correctamente. Su aspecto de niño pijo pasaba desapercibido entre la muchedumbre. Siempre siguió a rajatabla los consejos de su mentor; no se como ni porqué, aún conservaba algo de racionalidad en su preciosa cabeza grapada a base de drogas.

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Estableció una serie de normas. Nunca pasaría hachís en la calle. Quedaba en algún bar de confianza o directamente en casa de los clientes. Cambiaba constantemente los sitios dónde realizar los intercambios. En su mente adolescente se creía invencible como el jodido Toni Montana y ante cualquier problema con algún comprador Dimitri estaba allí para resolvérselo. K. Llevaba una vida de lujo. Invitaba a sus amigos a restaurantes carísimos y se compraba ropa en cantidades industriales. Recuerdo cuando adquirió dos guitarras eléctricas carísimas que nunca llegó ni a tocar. Tenía tanto dinero que no sabía dónde meterlo. Al principio se construyó un doble fondo en el cajón de una mesita horrible que le regalaron a juego con los demás muebles el día de su comunión. Cuando se le acabó el espacio se compró un 'buc' de cajones que cerraba con llave. Luego se compró un gran cofre de madera que "escondía debajo de la cama bien cerrado con un candado. Jamás entendí muy bien por que sus padres nunca le preguntaron por qué necesitaba tantos espacios cerrados con llave. Supongo que pensaban que eran "cosas de la adolescencia". Pobres padres…no sabían que en realidad a pocos metros de su cuarto vivía el heredero de Vito Corleone.

Como las cosas le iban bien y los negocios albanocatalanes eran tan fructíferos, creció el buen rollo entre su jefe y él. Al principio se veían brevemente para realizar todos los intercambios en la calle. Se citaban en algún callejón, el albanés le pasaba a recoger con su Mercedes, y mientras daban una vuelta le entregaba el dinero y éste le pasaba el hash en una bolsa de deporte. Con esta confianza, empezaron a quedar en su casa, un piso lujoso aunque muy desordenado, en el barrio de Sarrià. Incluso empezaron a salir juntos de fiesta en noches que casi siempre acababan en broncas con alguien por cualquier estupidez.

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Era el día de su cumpleaños, K se lo dejó caer en la cena. El gigante eslavo le observó fijamente con sus ojos alcohólicos: "Pues entonces vamos a celebrarlo por todo lo alto", con voz grave y con mucho acento del Este, como los malos de las pelis de espías. "Nos vamos de putas que invito yo". Al ver la cara de mi amigo, debió de percibir algo raro porque le preguntó: "¿Tu has mojado alguna vez,no?". Sin dudar un instante,le mintió con un: "Por supuesto". Para dárselas de macho. La realidad es que K. era virgen. Birthday´s night. Después de unas líneas pillaron el coche y fueron hacia Castelldefels. Pararon ante un edificio situado a pie de la autovía con aspecto a hotelucho de dos estrellas de Benidorm pero al que una iluminación espectacular le daba la apariencia de un casino de Las Vegas. Era como el garito de Abierto hasta el amanecer donde en la puerta un notas te ofrece toda una carta de variedades. En el parking había desde lujosos coches descapotables hasta cochambrosas furgonetas. Era sin duda un lugar interclasista. Siguieron las luces hasta la entrada custodiada por unos armarios con un rictus serio. En la cola pensó que no le dejarían entrar ni de coña. Al llegarles el turno su sorpresa fue ver como se abalanzaba uno de los armarios con cara sonriente y abrazaba con fuerza a Dimitri, parecían grandes amigos; todo era muy sencillo al lado de su gigante protector.

Una vez dentro, K. era Macauly Kulkin en Sodoma y Gomorra. Dimitri que ya se había ventilado una botella de vodka antes de salir y se había comido dos gramos de cocaína de postre, le miraba de vez en cuando para ver sus reacciones. Ese día el gigantón estaba feliz. Se sentía como el padre que lleva por primera vez al Camp Nou a su hijo y el domingo por la mañana al parque de atracciones; pero allí en vez de perritos calientes o nubes rosas le pedía cubatas de ron cola, que era lo que mi amigo bebía por esa época. A la montaña le conocía todo el mundo, iba saludando a camareros y prostitutas. Era el jodido amo.

Estaban ante un paraíso de mujeres increíbles. Había decenas circulando por la sala, todas le miraban con deseo, le sacaban la lengua, le lanzaban besos y le preguntaban su nombre. Le debieron poner el titulo de: "El juguete de la noche". La sala principal del puticlub era grande y alargada con un par de barras americanas a cada lado, similar a una discoteca pero en vez de niñas pijas inaccesibles había mujeres que se acercaban al más mínimo cruce de miradas. Se sentaron en una sala lateral más pequeña. Dimitri invitaba a copas sin parar a un numeroso grupo de putas que revoloteaban a su alrededor como si fueran dos cantantes famosos K. le preguntó: "¿Pero cuantas mujeres hay aquí?". "Espera que se lo pregunto al dueño de todo esto". Hizo un gesto y se les acercó un tío rarísimo, después de invitar a champagne les dijo: "¿Cuántas crees que hay chaval?". "No sé", le respondió con voz acojonada. "¿Te acuerdas de cuántos ladrones había en la cueva de Alí Babá?". "Sí, cuarenta". "Pues multiplica por tres y aún te quedas corto. Elige pronto que se van a acabar…".

Justo en ese momento apareció Carol. Carol qué bonito nombre para ser su primera concubina. Me gustaría deciros que mi amigo negoció algo con ella. Pero la verdad es que ni se lo pensó. El precio eran 10.000 pesetas incluidas las sabanas, lo que ahora son 60 euros. Como si de un hotel normal se tratase, subió al piso de arriba donde estaban las habitaciones. Carol era de un país de Sudamérica. ¿De cuál? K. estaba tan sumamente nervioso que todo de lo que hablaron se le olvidó al instante. Recorrieron un pasillo hasta que llegaron a la habitación que le había pagado su jefe. Se sentó en una esquina de la cama. Ella solo se reía y le contaba cosas. Imagino que para tranquilizarle y porque estaría disfrutando de tener a un yogurín entre sus garras. Le hizo pasar al baño y le ordenó que se quitara la ropa para limpiarme la polla. Ahí estaba mi querido amigo, callado, observándola en silencio como un viejo por la mañana las obras de su barrio. Le tumbó en la cama y se empezó a quitar la ropa poco a poco. Era muy guapa, de belleza exótica, cuerpo moreno y terso. Un poco culona y con dos exuberantes tetas.

Creo que nuestro protagonista pudo durar unos dos minutos… si contamos cronómetro en mano desde el momento en que le puso el preservativo. Fueron los 60 euros más fáciles de la historia del Riviera Club. Se vistió rápidamente y bajó las escaleras. En la barra donde estaban sentados con Dimitri no había nadie, solo varias botellas y una cubitera vacía. Se quedó ahí solo, analizando lo que acababa de sucederle. Mientras esperaba que bajara su mecenas vió a lo lejos a Carol con otro cliente. (Eso debió dolerle un poco). Cruzaron sus miradas y ésta le lanzó un beso. Se quedó mirando la pista de baile. Sonaba Ricky Martin. Se puso otro ron con la media botella de Coca-Cola que quedaba, no había ni un puto hielo…poco le importaba en esos momentos. Se recostó en el asiento de cuero y esperó tranquilamente como lo que era: un chaval que una calurosa noche de julio había cumplido los 17 perdiendo su virginidad con una prostituta pagada por su jefe, un mafioso albanés.