Escombros del desarrollo: los campos de batalla secretos de China

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Escombros del desarrollo: los campos de batalla secretos de China

Las ciudades de China están llenas de campos de escombros escondidos.

Las ciudades de China están llenas de campos de escombros escondidos, vastos paisajes apocalípticos que terminan a las puertas de bulliciosos barrios. Los esqueletos de las casas son prueba de que una vez existieron. Los testigos dicen que parece el resultado de un ataque aéreo, y así es, excepto que las bombas no son tan precisas. Los daños aquí obedecen estrictas geometrías. A un lado de la calle, puedes llenar una carretilla con los restos de una casa, mientras que al otro lado hay casas que permanecen erguidas sin un rasguño. Antes de que ocurran daños se levantan muros para la división de un barrio. El mensaje de las paredes es inconfundible: todo lo que quede dentro de esas paredes será destruido. Una empresa de desarrollo ha solicitado estas tierras. Los muros se levantarán rápido, a veces de noche a la mañana. A menudo, a los residentes les llegan notificaciones de que el desalojo se producirá en unos días. Los ejecutivos detrás de estas maniobras han estudiado el Sun Tzu, una lectura requerida en cualquier escuela de negocios. "Deja que tus planes sean oscuros e impenetrables como la noche," escribió el Maquiavelo chino en su obra maestra Del Arte de la Guerra, "y cuando te muevas, sé como un rayo." En otras palabras, dales el menor tiempo posible para preparar sus cócteles molotov. La mayoría de residentes aceptan la compensación por sus casas y se van, pero hay unos cuantos que se niegan. Montan barricadas, almacenan dispositivos incendiarios y crean herramientas de cultivo. Los constructores tienen un nombre para las casas de estos lugares. Las llaman "casas clavo": hacen referencia a los clavos que tanto cuesta sacar de la madera. La típica respuesta de un constructor es simplemente que hay que darle con un martillo más grande. Matones contratados llegan prometiendo violencia, altavoces al estilo de la Revolución Cultural escupen propaganda, los servicios públicos se cortan y comienza la construcción en tierras adyacentes, haciendo el mayor ruido posible las 24 horas del día.

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En 2004, en la ciudad de Chongqing, los constructores fueron capaces de dispersar a una comunidad de 280 residentes, excepto a dos de ellos. Cuando esta pareja se negó a abandonar la zona, se produjo un enfrentamiento que duró tres años y que atrajo de forma general la atención de los medios de comunicación. Los trabajadores excavaron la tierra hasta 9 metros de profundidad alrededor de la casa de la pareja dejando la casa posada en un montículo de tierra. El marido, un maestro en artes marciales, amenazó con repartir hostias a cualquier maleante que enviaran a intimidarle y contrató a gente para que le construyeran una escalera de caracol hasta la puerta de su casa. Finalmente su 'casa clavo' fue derribada en 2007, después de que la pareja aceptara un nuevo alojamiento.

Otros casos no tienen tanta suerte. La mayoría de la prensa no se hace eco, así dejan total libertad a los constructores para usar tácticas más extremas. En su libro, China en diez palabras, el autor Yu Hua explica de un caso típico. "Una familia de cinco miembros no llegaba a un acuerdo de compensación con las autoridades locales por la pérdida de su casa… Una noche, mientras dormían, un grupo de hombres con cascos protectores pusieron escaleras en la fachada de la casa, rompieron las ventanas con martillos y entraron. La familia despertó ante la presencia de docenas de intrusos. Antes de que fueran totalmente conscientes de lo que estaba pasando fueron arrastrados de su camas como si fueran criminales y llevados al piso de abajo… Cualquier acto de resistencia se castigaba con un puñetazo en la cara. Les metieron en una furgoneta y se los llevaron a una casa vacía hasta las 12 del mediodía, cuando fue un policía a informarles de que su casa había sido arrasada." En otro caso, Yu describe cómo unas apisonadoras se llevaron una casa por delante cuando aún había una pareja dentro. El marido y la mujer estaban en el balcón de su cuarto piso bebiendo whisky y lanzando cócteles molotov al equipo de demolición. El marido fue sentenciado a ocho meses de prisión por "obstruir el trabajo público".

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Vine a China porque un amigo de la infancia había vivido en el país durante muchos años. "Sé que te encantan los edificios destruidos," me escribió. "Aquí encontrarás miles de ellos, uno detrás de otro." Llevaba fotografiando paisajes abandonados desde la adolescencia, cuando vivía en un Detroit moribundo, un lugar maldito cuya decadencia deconstruye falsas promesas de la vida moderna sobre el control, el progreso y la permanencia. Se traduce fácilmente a un Times Square reclamado por lobos, una Torre Eiffel consumido por viñas. Me compré un vuelo a Shangai poco después de recibir la carta de mi amigo. Fue a principios del año 2011. Ésta sería la primera de varias excursiones a la República Popular en los siguientes dos años. La última vez que había estado en China había sido una década antes. Era completamente diferente. Recordaba bicis y bloques de apartamentos bajos. Hoy en día sólo hay coches y rascacielos. Hace diez años los únicos perros que veía estaban muertos y servidos en platos. Ahora, los animales llevan collares de bisutería y brincan con sus correas. Vi las paredes del ghetto inmediatamente desde el taxi, cuando pasé por delante de ellas. Los muros estaban cubiertos con plásticos señalizados, diseñados para ser vistos. Las señales publicitaban las nuevas torres residenciales que iban a ser construidas. Imágenes de lagos con sauces, peces Koi, y europeos con sombreros de copa o pelucas predominaban en este tipo de señales. Para más prestigio, había también frases crípticas en inglés: "Un símbolo de civilización urbana," " COLECCIÓN, RESPETO Y DIÁLOGO," "Mansión milenaria para Aristócratas," "La biografía de una era oriental de cara al mundo," "La vida delicada," "LA CUEVA DEL MUNDO."

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Caminando por el río Huangpu esa primera mañana, encontré una barrera abierta en una de las paredes y entré, preparado para fingir ser un turista despistado si alguien preguntaba. Había una expansión de tierra rodeando lo que quedaba de un bloque de apartamentos de dos pisos. Los bordes irregulares de los ladrillos mostraban donde habían sido amputado cada lado del edificio. Un par de mujeres colgaban la colada. Un hombre se lavaba la cara en una palangana, señal de que el agua y la electricidad habían sido cortadas. Éstos eran los últimos desafiantes de la orden de desalojo. Mientras los vecinos habían abandonado la zona, los constructores habían ido excavando los apartamentos desocupados uno a uno; esta era la práctica estándar. La longitud del estancamiento se podía medir por la altura de los jóvenes árboles que habían echado raíces en una de las habitaciones vacías. Salía de una de las ventanas y las tejas. No hablaba mucho mandarín por lo que no había mucho más que decir a parte de "Ni hao." Me coloqué para hacer unas fotos. A nadie parecía importarle que estuviera ahí, excepto tres hijos de alguien que salieron rápidamente para reírse, acercarse poco a poco para finalmente enseñarme sus penes. Al cabo de un año regresé al mismo lugar. Ya no quedaba nada de esa casa. Ni un ladrillo.

Pasé el resto de mi primer día escalando a través de una jungla de ruinas que se extendía hacia el infinito. Después de Shangai vinieron otras ciudades. Pasé seis semanas respirando polvo en sitios demolidos por toda China, documentando la historia natural de estas escenas. Me di cuenta de que después de levantar los muros, las casas se vaciaban rápidamente y durante un tiempo los barrios se convertían en tierra de nadie. Los constructores se daban prisa a la hora del desalojo pero eran bastante lentos en demoler. Tanto tiempo tardaban que crecía maleza, los pájaros se hacían sus nidos, la pintura se pelaba, los amantes se encontraban, se hacían graffitis, los perros muertos se quedaban en huesos, los niños tiraban piedras, y los excrementos se volvían blancos por el sol.

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Los carroñeros se acercaban. Seguían a los hombres de demolición como ratoneros comunes, desplazándose a la periferia, hasta que los equipos dejaban la zona y empezaba la carrera. Corrían a arrancar las puertas y ventanas, tuberías y accesorios, muebles, lo que fuese. Todo lo que tuviera valor se lo llevaban a cuestas y lo más pesado se lo llevaban arrastrándolo. Los carroñeros fueron los primeros en traer orden al caos. He visto a gente hacer lo mismo después de desastres naturales. Poner orden por cuenta propia. Hacían montañas: ladrillo con ladrillo, baldosa con baldosa, cristal con cristal.

Deambulé por habitaciones vacías. Retraté objetos olvidados: una acordeón roto, una silla de tres patas, ropa arrugada, un sujetador de encaje rojo, el juguete de un niño, un bastón de bambú, platos, cartas de mesa desparramadas, una jaula, anillos y trozos de cosas irreconocibles. Los edificios se convierten en montañas de escombros uno a uno. No hay una manera metódica de hacerlo. Una casa aquí, otra ahí. Un día desaparece el tejado y luego no pasa nada durante semanas. Se excava un agujero al lado del bloque de apartamentos y luego pasa un año. Se levantan montañas de escombros, luego caen y cambian de posición día a día. Muchas veces me encontré con escenas de casas solitarias en medio de la nada. Los empresarios compraban escombros en trenes de carga cerca de los Llanos Orientales, según me contaron, para hacer montañas en estaciones de esquí. Hay algo tristemente digno sobre una casa que se mantiene erguida sola, especialmente si es vieja. Una casa señorial de la dinastía Qing, por ejemplo. Vuelan voces desde sus ventanas. La colada colgando de sus puertas. Me preguntaba por qué ese edificio seguía ahí, ante la invasión de torres creciendo a toda prisa. En muchas de ellas podía haber una familia renegada dentro, pero otras veces las casa se mandaba destruir. Una vez miré, después del desayuno, como un grupo abandonaba una casa en la que habían estado viviendo, con sus camastros a cuestas. Los hombres salieron y derribaron la casa abajo. Como por costumbre, el último hombre cerró la puerta.

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Mientras caminaba por estos sitios con una cámara, los residentes me miraban nerviosamente muchas veces. Algunos hombres y mujeres me pasaban documentos: hojas dobladas en exceso para esconder en la mano. Se dispersaban sin mirar atrás. En los documentos, traducidos más tarde, se detallaba la lucha por sus tierras o por recibir compensación, e incluían una larga lista de los sufrimientos que habían vivido.
Si los supervisores de la zona se daban cuenta venían gritando y agitando sus armas. Muchas veces llevaban imitación de uniformes militares americanos. Un par de veces me zarandearon y casi me robaron la cámara. Me iba corriendo siempre que me veían, sin saber muy bien a qué poderes me estaba enfrentado. En la ciudad de Tangshan, estos poderes me quedaron más claros. Llegué a una calle donde había un grupo de gente reunida. Medio grupo eran policías que estaban patrullando por la zona, haciendo nada en particular. Había cristales por todas partes. Unos hombres estaban sentados en la acera con sangre en la cara, negándose a ponerse de pie. Guardé la cámara en la mochila. El conductor de la ambulancia me explicó en su inglés que había habido una pelea, un intento de desalojo. Era una de los estimadas 80.000 peleas que no se declaran y que tienen lugar en la República Popular cada año. En mis viajes, me conformaba con hacer fotos solamente. Pero en la ciudad de Taiyuan conocí a Mr. Li. Estaba sacando fotos a un edificio de apartamentos blanco lleno de agujeros negros, cuando un hombre me dijo que me acercara. Habló sin parar, aunque obviamente yo entendía muy poco de lo que decía.
Le preocupaba mucho más su necesidad de hablar con alguien que yo entendiera poco mandarín. Este hombre me llevó hasta lo que había sido su casa. Hizo gestos, reconstruyendo la casa en aire con sus manos. Se señalaba a sí mismo una y otra vez, hasta que entendí que esa había sido su casa. Le retraté ahí de pie, orgulloso en los escombros de su pasado. Mr. Li me llevó a su taller de bicicletas a la vuelta de la esquina. Su mujer hizo un té mientras él sacaba fotos de una mochila. Las puso en una mesa, una a una: Una puerta llena de excrementos. Una ventana rota. Una casa en llamas. Grupos de gente con pancartas manifestándose ante edificios gubernamentales. Una agujero de bala en un cristal. Apisonadoras y retroexcavadoras con las ruedas rajadas. Barricadas de planchas de metal. Muros cayéndose. Entendí. Me señaló e hizo un gesto de escribir. "OK," dije. "Dui, dui. Veré lo que puedo hacer." Me dio unos documentos que traduje cuando volví a América. Éstos decían: "Una guerra ha estallado en Taiyuan… El 18 de julio de 2009, sin previo aviso, las 7.000 familias del distrito Longtime fueron obligadas a abandonar sus hogares. La compensación ofrecida era el mismo precio por metro cuadrado para todo el mundo, estando por debajo del valor del mercado. Tres días después, empezaron los desalojos… Bien pronto por la mañana, dos grúas avanzaron sobre la casa de la familia Lam. Las grúas iban acompañadas de muchos hombres gritando. En las primeras filas llevaban camisetas negras y cascos de guerra, llevaban clubes. Detrás de ellos iban hombres con parches rojos y amarillos en los brazos (los oficiales del partido). En la parte de atrás había policía de muchas agencias distintas. Mientras acaban con la casa de la familia Lam, los residentes se juntaron tirando antorchas en llamas prendiendo fuego a tanques de propano. Una de las grúas se incendió. Las agresores se retiraron… Luego avanzaron hacia la casa de los cuatro hermanos Kin y les sacaron a rastras de ahí. Una de las mujeres estaba tan desesperada que empezó a vomitar sangre… La manera de comportarse, traficando con oficiales corruptos, llevándose nuestra tierra dorada, ¿acaso no es robo? Le preguntamos al gobierno, ¿qué hemos hecho para merecer esto?

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