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Cultură

Dos presas rumanas dicen por qué asesinaron a sus parejas

¿Qué pasa cuando una mujer se cansa de que su esposo la golpee?

Ilustración por Sorina Vazelina

"Tal vez cuando me liberen pueda encontrarme a mi propio güey", me dijo Magdalena después de que un guardia nos molestara. El oficial se disculpó incómodamente: "No los puse en el lugar correcto. Están bloqueando la entrada a la sala de visitas conyugales".

El guardia se dirigió hacia una puerta mal pintada por la que supuestamente iba a entrar una prisionera para tener sexo con su esposo que la estaba visitando.

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Magdalena tiene 55 años y aún espera que algún día alguien pueda amarla sin tener que golpearla. Hasta ahora, ella ha vivido con dos hombres y ambos la han golpeado salvajemente. Ella dejó al primero y se separó del segundo después de que la hoja de su cuchillo los mandara a diferentes lugares: a ella a la cárcel y a él al ataúd.

Él se llamaba Marcel y lo conoció en el verano de 1987 en Mătăsari, un pequeño pueblo cerca del valle del Río Jiu que en ese entonces era el próspero El Dorado, pero ahora era sólo un pueblo fantasma. En ese entonces, ser minero era algo cool. Ganabas bien, eras respetado y el régimen comunista hacía canciones sobre ti. Es por eso que Magdalena, una mujer delgada con músculos de hierro, decidió dejar su pueblo en el distrito Iași y viajó a Mătăsari para extraer carbón.

Los mineros debieron haber levantado sus ennegrecidas cejas ante el asombro de ver a una pequeña chica usando una enorme pala como ellos. La hicieron que trabajara en la superficie: ella debía llevar el carbón a una cinta transportadora como si fuera una especie de minera al aire libre. Marcel, su futuro esposo, trabajaba algunos metros debajo de ella, en las oscuras entrañas de la tierra. Él solía guiñarle el ojo cuando su turno terminaba y ella sonreía como aprobación. Así de sucio, cuando salía de la mina ella pensaba que él era hermoso. Así que un día Magdalena llevó al subterráneo minero a su mundo en la superficie.

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"Lo primero que me dijo fue que le gustaba", me dijo Magdalena con voz juguetona, al mismo tiempo que bajaba el mentón y se sonrojaba como niña chiquita, como si la cita hubiera sido el día anterior.

A Magdalena aún le quedan seis meses de su sentencia de siete años en prisión. Fotos por Alex Nedea

Ni siquiera la primera cachetada pudo disminuir su amor. Un día, Magdalena se cayó en la mina y terminó con una pierna enyesada. Ella no podía salir de casa, así que mandó a Marcel por comida.

"Se llevó el dinero y lo gastó para sus cosas", explicó. "Regresó a casa después de un buen rato, borrachísimo".

Fue entonces que tuvieron su primera pelea. También fue la primera vez que él reconfiguró la cara de Magdalena con el dorso de la mano. Ella estaba hambrienta y golpeada.

"Me dije a mí misma: 'Eh, se le va a pasar, seguro estaba molesto'", recuerda.

Pero poco tiempo después recibió la segunda cachetada.

"Ya te acostumbraste a golpearme. ¿Qué te crees que soy, tu saco de box?" recuerda haberle preguntado. Se pasó preguntándole esto durante dos décadas. Fue hasta después de 23 años que dejó de mostrarse sorprendida cuando la golpeaba.

Ella podría haber terminado con esta pesadilla mucho antes, si tan sólo hubiera escuchado a todos los que le decían que terminara con él. Incluso su suegro le dijo: "Aléjate de mi hijo por tu propio bien. No puedes construir un hogar con él. Él tiene un problema con el alcohol". El hombre incluso le dio dinero para un boleto de tren para que se pudiera ir.

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Magdalena tomó el dinero y subió al tren, pero allí se encontró a Marcel, quien la había seguido. La tomó en sus brazos, como en las películas, le dijo cosas dulces y la besó. ¡No podía vivir sin ella! Así que ambos se fueron a Iași. Allí ella recibió tierras por parte de la oficina del alcalde comunal. Ella construyó una casa y los años empezaron a pasar. Pero éstos no pasaron volando: la vida con su esposo se volvía cada vez más difícil. Ella recibía golpizas cada vez más frecuentes y cada vez era más difícil soportarlas. Y ya no sólo eran cachetadas, como cuando era joven, sino también puñetazos y patadas, incluso con horcas y hachas.

"Los policías estaban hartos de mis quejas y de mí" –Magdalena

Cuando se dio cuenta de que su vida estaba en peligro, decidió ir a la policía. Ellos no estaban casados legalmente y la casa estaba nombre de ella, pero aún así los policías se negaron a sacar a Marcel de la casa.

"Los policías estaban hartos de mis quejas y de mí", dijo. "Dijeron que si quería justicia, entonces debía demandarlo. Eso fue todo lo que me dijeron: 'Magdalena, presenta una queja en la corte, no con nosotros'".

Sin embargo, Magdalena no tenía dinero para ir a la corte. Sus únicos bienes eran algunas gallinas. Ella tendría que venderlas sólo para pagar los viajes a la corte. Además, estaba el problema del dinero para pagarle a un abogado. Ella era jornalera. Él no trabajaba, pues había logrado recibir una pensión mensual por discapacidad, a pesar de que estaba tan saludable como un buey. Ella se sentía como una prisionera en su propio pueblo, en su propia casa. Especialmente cuando vio al policía local en el bar bebiendo con su novio.

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Siempre que él volvía del bar, la golpeaba.

"Sólo me golpeaba en la cabeza, ni siquiera sé cómo puede seguir funcionando mi cabeza lo suficiente como para estar hablando contigo", dijo. "Después me golpeaba tan fuerte que me desmayaba. Una vez tuve la fortuna de que mi cuñado me rescató, si no, no seguiría viva. Él estaba encima de mí, golpeándome. Yo estaba en el piso, tratando de cubrirme, sentía algo tibio en los ojos y en las mejillas y me di cuenta de que era sangre. Luego sentí algo afilado en la costilla, lo que me dejó sin aliento, y me desmayé".

Así que Magdalena cambió su estrategia. En lugar de ir a la policía, empezó a esconderse. Unos meses antes del asesinato, pasó la Navidad en el granero. Su novio la estaba buscando, por lo que se escondió entre las aves de corral por miedo. Ella se sentó allí, como gallina, entre excrementos congelados y con los oídos alerta por cualquier sonido de pasos o rechinido de puertas.

Por la puerta entreabierta del corral, pudo ver a su esposo saliendo ya fuera para encontrarla a ella o para encontrar alcohol. Cuando él volvió a la casa y todo estuvo en silencio, pudo escuchar los villancicos del pueblo. Mientras se encontraba al lado de las gallinas, pensó que tal vez no era mala idea venderlas e ir a la corte en Iași.

Pero la Navidad pasó y luego llegó el Día de Pascua: ése fue el día en el que ocurrió. Marcel se encontraba muerto dentro de la casa con una pequeña puñalada entre las costillas. Hasta hoy, Magdalena sigue diciendo que ella no lo hizo, pero los fiscales tenían pruebas irrefutables, así que los jueces la acusaron de asesinato. La evidencia y los testigos del pueblo que hablaron del tormento que Magdalena tuvo que soportar al lado de su esposo llegaron hasta el juez, quien le dio una sentencia menor. Fue la misma sentencia que habría recibido si hubiera llenado su granero con las gallinas del vecino: siete años de prisión.

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Micșunica, otra mujer condenada por el asesinato de su esposo, llegó llorando a la entrevista y lloró aún más fuerte cuando le contó al guardia que nos supervisaba por qué derramaba lágrimas. Una de sus compañeras de celda, una chica de 24 años que acababa de llegar, se había autoproclamado jefa de la celda. Ella decidió hacer y deshacer las agendas de todas: dijo que sería ella quien decidiera quién tomaba una ducha y cuándo.

Micșunica la enfrentó. Ella usaba los zapatos de hule que debe usar cuando hace las tareas de la cocina. Me dijo que podría ser la madre de esa chica, pues tenía 43 años. ¿Cómo podría aceptar órdenes de una niña de la misma edad que su hija?

Entonces trató de negociar con la nueva presa antes de que la chica la callara: "Tú deberías callarte porque yo no maté a alguien como tú".

Micșunica empezó a llorar en el pasillo, lloró todo el día y también en la cocina y ahora lloraba frente a mí.

"Dios no lo quiera, pero cualquiera hubiera hecho lo mismo en mis zapatos", dijo.

Micșunica fue sentenciada a ocho años de prisión por asesinato. Foto por Alex Nedea

Micșunica le clavó un cuchillo a su esposo durante una festividad, el Día de San Jorge, para ser preciso. Se habían casado ese mismo día hace unos 17 años. En su noche de bodas tuvieron su primer beso. Fue también entonces cuando Micșunica recibió su primer golpe. Esto sucedió después de media noche, cuando su esposo, Ion, se puso celoso de que algunos familiares habían secuestrado a su novia —como suele ser tradición en Romania— y la habían escondido durante media hora.

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"¡Fue mucho tiempo!" parece ser lo que pensó el novio mientras se le subían los humos. Así que después del tradicional secuestro de la novia llegó la menos tradicional golpiza.

Micșunica aprendió que crecer era difícil, así que se calló y aguantó, que era lo que sus papás le habían enseñado. Ella pasó su infancia con vendas en las manos.

"Mis padres estaban enfermos, así que yo tenía que trabajar por ellos para que pudiéramos comprar un poco de cereal", dijo. "Me despertaba a las 4 AM y regresaba a casa a las 7 PM".

A los 18 pensó que su vida finalmente mejoraría. Fue entonces cuando su hermano mayor le dijo que había encontrado en otra parte del país —en Brăila— a un hombre con el que se podía casar. Su hermano conocía a su futuro esposo, un camionero, de su trabajo. Ella dejó el pueblo de sus padres en Vasliu y se fue para casarse. Después de la boda, su hermano cambió de trabajo, por lo que Micșunica se quedó sola en una familia de casi desconocidos.

"Cuando mi suegra vio a su hijo pateándome, dijo: '¡Ése es mi hijo! ¡Golpéala!'" – Micșunica

Las golpizas se volvieron cada vez peores y ella no tenía a nadie con quien quejarse. "Cuando mi suegra vio a su hijo pateándome, dijo: '¡Ése es mi hijo! ¡Golpéala!'" En todo el pueblo no había nadie que la apoyara. El esposo era considerado un buen chico; todos lo conocían desde que era pequeño, y éste solía saludar a todos: era un ciudadano respetable. ¿Quién le creería a una extraña que vino de dios sabe dónde?

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La policía también tomó el lado de Ion. Cada vez que Micșunica iba a la policía para presentar una queja, le decían que no tenía sentido que hiciera todo el papeleo, ya que los policías no tenían derecho de intervenir en disputas familiares.

Por tanto, Micșunica siguió aguantando mientras intentaba criar tres hijos que tuvo con su abusador. Le fue difícil hacerlo sola, especialmente porque, además de los niños, tenía que cuidar de su hermana —quien tenía una enfermedad mental— así como de Ion, quien había sido despedido por su alcoholismo. A causa del enojo, empezó a tomar aún más.

"Yo era tanto el hombre como la mujer de la casa", recuerda. "Yo iba al campo, cocinaba, hacía mis jornadas en el pueblo para ganar algo de dinero, ya que nuestra hermana mayor iba a ir a la preparatoria en la gran ciudad y nos había costado mucho mantenerla allí".

Dos semanas antes del asesinato, Micșunica recibió su peor golpiza. Ella pensó que no saldría viva. Logró escaparse en su camisón y recorrió las oscuras calles del pueblo, llegó a un teléfono de monedas y llamó al jefe de policía. Ella dijo que su esposo casi la había matado y el jefe contestó: "Micșunica, son las 10 PM, ya no estoy trabajando. Si quieres que vaya a tu casa, te costará 225 euros".

Micșunica tuvo que volver a aguantar. Esperó a que saliera el sol y regresó a casa con sus hijos.

Un día, Micșunica llegó a casa del trabajo y Ion —que acababa de despertarse— se estaba quejando de tener hambre. "Puse algunos frijoles en su plato, pero empezó a gritarme. ¿Cómo podía servirle comida que no tuviera carne? Él ya se había acabado toda la carne a medio día. Le pedí que esperara un poco mientras freía un poco de pescado. 'Mira, mujer, te voy a matar y te cortaré en pedazos', me amenazó".

"'Mira, mujer, te voy a matar y te cortaré en pedazos', me amenazó".

En ese tiempo había un famoso juicio de asesinato dando vueltas por la televisión rumana en el que el esposo había matado a su esposa y se había deshecho del cuerpo. Aparentemente fue entonces cuando Ion vio que los hombres que matan a sus esposas pueden esconder el crimen fácilmente y luego salir en televisión y decir que no hicieron nada.

"Le pregunté: '¿Por qué me cortarías en pedazos, Ion? ¿Porque trabajé todo el día mientras tú dormías?' Él contestó: ¡Cállate o te cortaré en pedazos!'"

Al final fue Ion quien se calló y no Micșunica. La mujer nunca frió el pescado. Ella vio unos cuchillos de cocina en la mesa perfectamente alineados en el mismo lugar en el que cada día los colocaba. Tomó uno de ellos y se lo lanzó a Ion. El cuchillo se atoró en su hígado. Diez minutos después, las luces de la policía estaban alumbrando la calle de color azul y rojo. Era el jefe de policía y su delegado. Al fin habían ido a ver a Micșunica, aun cuando sus turnos ya habían acabado.

Nota del editor: Según un estudio de hace diez años del Instituto Nacional de Criminología de Rumania, la mitad de las 350 mujeres encarceladas en 2004 por asesinato eran víctimas de violencia física o sexual.