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Cultură

Ficción: El Número

Un texto sobre lo complicadas que pueden ser las mujeres.

Por la mañana salieron caminando por la sala de espera, hacia el arcade que había debajo del hotel. Daniel releía los últimos mensajes que había enviado a El Número. Eran estúpidos. Apagó su teléfono. Tomaron las escaleras eléctricas hacia abajo, y el padre de Daniel dijo:

—Anoche tuve un sueño. Había un juicio. El acusado era un hombre chino, y su defensa no paraba de cometer errores. Su abogado llegó a las declaraciones vestido con una sudadera.

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—Ese lugar francés se ve bien —dijo Daniel mientras lo señalaba.

—Tenía el correo del hombre chino, así que le escribía a la cárcel. Tú también le enviabas correos, pero después nos dimos cuenta de que no teníamos su correo de verdad, sólo habíamos estado adivinando.

Entraron a un café. Era uno como los que había en Estados Unidos, y Daniel podía ver hileras de ensaladas en un refrigerador descubierto.

—¿Qué vas a comer? —le preguntó.

— Voy a comer… —su padre intentó adivinar la respuesta.

—¿Qué te parece una ensalada? —dijo Daniel. —Creo que yo comeré eso.

—Voy a comer… ¡pan! Y chai.

Pronto estarían en un monasterio, y Daniel sabía que debía disfrutar de los lujos que todavía tenía a su disposición mientras pudiera. La última vez que había intercambiado mensajes con El Número, ella le había preguntado: “¿Qué vas a hacer en India?”.  “No lo sé”, le había respondido.

Tenían dos habitaciones en el monasterio de un pequeño pueblo en el norte. Tomaron un auto hasta el lugar. El conductor era apuesto y sereno. Partieron al anochecer. Justo cuando llegaron al límite de la ciudad, el padre de Daniel volteó a verlo y le dijo: “Me voy a enfermar”. Manejaron toda la noche, hasta entrada la mañana, deteniéndose en pequeños locales para que el padre de Daniel cagara y vomitara. Cuando salió el sol, el conductor adquirió un rostro distinto. Parecía un animal. Más tarde, en la autopista que se serpenteaba, detuvo el auto abruptamente y dijo: “Águila”. Estaba parada en la carretera con las alas dobladas. Sus garras tenían un aspecto extraño sobre el asfalto.

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Estaban perdidos. El conductor volvió a detener el auto. “Si se bajan, pueden tomar un taxi”. El padre de Daniel bajó del auto y fue a la cajuela a recoger su equipaje. Daniel le dijo: “Entra al auto, papá”. El padre de Daniel cerró la cajuela y volvió al auto. El taxista miró a Daniel con desprecio. Volvieron a arrancar. Un perro aterrador corrió tras el auto, dio un salto y casi muerde a su padre en el brazo. “Este lugar es peligroso”.

Finalmente habían llegado al lugar, y Daniel se encontraba en la cama. Se acercaba la hora de la comida. Escuchaba una canción sobre el amor y miraba el templo por la ventana, con su techo dorado, los Himalaya en el fondo, y enormes pájaros volando a su alrededor. Se escuchó un gong, se quitó el pañuelo que traía atado al cuello y salió de la habitación. Encontró a su padre en el pasillo, y bajaron juntos por las escaleras.

Había personas comiendo al aire libre bajo una lona que parecía haber costado mucho dinero.

—¿Nos sentamos con estas personas? —preguntó el padre de Daniel.

—Podemos hacer lo que queramos.

Se sentaron frente a una pareja de unos sesenta años. Nadie se presentó. La mesa se llenó. Una de las mujeres mayores se interesó en el padre de Daniel. Tenía el pelo gris y corto, y usaba un chaleco Patagonia azul. Sus modales en la mesa dejaban mucho que desear, y era desagradable verla comer. Comía como una pequeña rata.

—¿Qué lo trae a la India? —le preguntó.

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—Una cirugía —dijo el padre de Daniel. —Estoy aquí para arreglarme los dientes.

La mujer estaba comiendo pedacitos grasosos de coliflor con ambas manos.

—Planeaba ponerme implantes en Estados Unidos, pero costaba 65 mil dólares—. Daniel sabía lo que venía después. A su padre le gustaba contarle a cualquier extraño los detalles más íntimos de sus penas financieras. —Tengo el dinero en un fondo para Daniel. Una de las condiciones de dicho fondo es que se puede utilizar en salud o educación para mí. Elegí los dientes porque me rechazaron en Berkeley—.  Esperó a que la mujer terminara de reírse. Sus manos estaban ahora en sus lentejas. —Daniel me exhortó para que me hiciera la cirugía en Estados Unidos, pero hacerlo en la India costaba 55 mil dólares menos—. El padre continuó con los detalles de la cirugía y sus costos. —Además, el viaje me saldría gratis.

Hubo un largo silencio. La mujer mayor aclaró su garganta, metió sus dedos a un vaso con agua, y se limpió la cara. —¿Cuál es la naturaleza del procedimiento?— preguntó.

Daniel dijo: —Padre, no.

—Me abren las encías, y después me ensartan un poste puntiagudo —dijo su padre.

Levantó su labio superior con sus dedos.

—¿Ves eso? Lo vuelven a coser. Espero a que mi encía cicatrice sobre la barra. Espero seis meses. Cuando el tejido haya cicatrizado, hacen unos pequeños agujeros en las encías y atornillan los implantes sobre los postes.

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—¿Los atornillan?

—O quizá los empujan. No estoy seguro.

Una mujer se sentó frente a Daniel, junto a su padre. Estaba en sus cincuentas y era delgada, con unos pómulos prominentes y cabello gris hasta los hombros. Lo tenía alaciado, y eso le daba un aspecto de estrella de cine de los setenta.

La mujer mayor volteó a ver a Daniel y le dijo: —¿Ya conociste a Chris?

—No.

—Ya nos conocimos—. Chris miró a Daniel tímidamente. Sostuvo su mirada largo tiempo, hasta que él alejó la suya y dijo: —Si nos conocimos, no estaba prestando atención.

—No estaba prestando atención.

Miró al padre de Daniel.

—¿Cuándo nos conocimos? —preguntó Daniel.

—Esta mañana. Nos saludamos desde lejos. Yo estaba en el balcón del lado opuesto. Me gustó tu pañuelo.

Traía puesta una de esas playeras de seda, con un collar holgado. Se cerraba justo sobre su pecoso pecho. Justo bajo su clavícula colgaba una cadena de oro, tan ligera que se enrollaba sobre su pecho formando distintas figuras garigoleadas.

—¿Vives en el monasterio todo el año? —preguntó el padre de Daniel.

—Sí, —dijo ella. —De hecho, me mudaré a una casa la semana próxima.

Habló de lo complicado que era conseguir una casa en India, debido a ciertas leyes, pero Daniel no estaba escuchando. Cuando dejó de hablar, le dijo: “Te vi. Estabas regando tus flores. Pero sentí que invadía tu privacidad. Y me pareció extraño que ya sabía tu nombre”.

—Oh no, no pensé nada de eso. De todas formas no debería de estar ahí afuera semidesnuda. Y yo también sabía de ti.

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—¿Qué te dijeron? —preguntó Daniel como si tuviera mucho que esconder, pero ella no entendió la broma, o si la entendió, decidió ignorarla. Le respondió:

—Escuché que eras periodista, y que tenías un problema con tu visa, pero seguro tengo muchas cosas que aprender sobre ti.

Daniel le dijo: —En efecto, tengo una problema con mi visa.

—Sólo le dieron una visa por tres meses—, dijo su padre.

El padre de Daniel tomó el control de la conversación. Comenzó con un autorretrato elaborado, presentándose como un antiguo estudiante de budismo, con un estatus inusualmente alto en Estados Unidos. Mencionó haber dirigido el grupo de estudio de dharma en Houston. “Claro que todo esto fue hace 30 años. Cuando trabajaba para Su Santidad el Dalai Lama. Él me dio este amuleto”. Sacó un gao que traía bajo su camiseta. Era el que Daniel le había regalado en diciembre.

Chris esperó a que el padre de Daniel terminara con su historia. Después les contó sobre una fábrica colina abajo en la que podían comprar cojines de meditación. Comenzó a describir cómo llegar, pero después dijo: “Saben, creo que será más fácil si simplemente los acompaño”.

“Por favor”. El padre de Daniel se comportaba frívolamente, cosa que Daniel se lamentaba, porque ya había entendido. Lo había entendido cuando la saludó en el balcón. Pidió a Chris y a su padre que dejaran sus platos, él los lavaría. Cuando terminó, regresó al primer descanso del monasterio y se sentó en los escalones.

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Unas horas después, su padre llegó por el sendero y le entregó un cojín en forma de media luna.

—¿Qué es esto? —preguntó Daniel.

—Chris lo eligió para ti.

—¿Qué?

—Pues, le dije que… Quizá sólo fue… —agitó la cabeza.

—¿Sólo qué?

—Quizá sólo me estaba diciendo que… —sacudió la cabeza, después se sentó y la puso sobre sus manos.

—¿Qué?

—Lo siento —, giró su rostro hacia el de Daniel. —Mientras estábamos en la fábrica, yo estaba viendo el cojín. Chris dijo: “Ese estaría bien para su hijo, porque tiene el trasero pequeño”. No quería lastimar tus sentimientos, pero eso fue lo que dijo.

Su padre sacudió la cabeza. Permanecieron sentados un rato. Chris salió de su oficina y caminó hacia ellos. Tuvo que pasar entre ellos para subir las escaleras; inhaló fuertemente, como si acabara de ser golpeada por algo. Dijo: “¿Están pensando en sexo?”

—Siempre —, ladró el padre de Daniel. Le dio un codazo a Daniel entre las costillas.

Caminó entre ellos, subió las escaleras, y se fue a su habitación. El padre de Daniel se recargó sobre sus manos y giró su cara hacia el sol. Daniel se acostó sobre su cojín. Dado su hábito por decirle todo lo que pensaba a El Número, ya había comenzado a narrarle sus sentimientos por esta mujer, Chris.

El correo comenzaba: “Estoy en Bir”.

A la siguiente mañana, Daniel y su padre revisaron sus correos. El Número le había enviado dos nuevas fotografías promocionales de ella, en las que aparecía con lentes nuevos y muñequeras para el sudor. Le pedía su opinión.

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—Muñequeras —murmuró.

—¿Qué dijiste? —preguntó su padre.

—Oh, nada. Sólo estas estupideces en casa. Nada.

Su padre refunfuñó y regresó a su lectura sobre una tienda de radios en Mumbai. “Esta tienda que encontré. No creerías los precios de estos subwoofers. Si los importáramos, nos haríamos ricos. Estos son subwoofers de alta calidad”. En el radio, un hombre cantaba una canción romántica en hindi, al complicado ritmo de unos tambores sintetizados.

—Me gusta esta música —dijo el padre de Daniel. —¿Está sincopada?

—La cuestión es —dijo Daniel repentinamente, — ¿por qué está usando muñequeras?

—¿Qué?

—¿Te gustan mis nuevos lentes? —Daniel volvió a leer la línea. —¿Te gustan mis nuevos lentes? —Qué es todo esto, se preguntó. Y después escribió: “Sí”.

Durante el almuerzo, una mujer con un bronceado californiano, con una chuba tibetana nuevecita y varias malas en el cuello, habló sobre su audiencia privada con el Sakyong.

—Nos hizo tomar un juramento. Una persona en la audiencia se paró y dijo: “Realmente me encanta el vino. ¿También tengo que dejarlo?” Y él le respondió: “¿Puedes tomar sólo un vaso?” y el hombre dijo que sí, así que el Sakyong le dijo: “Sólo no te emborraches”.

La mujer estaba radiante. Los otros en la mesa contaron historias sobre sus encuentros con gurús que sugerían opiniones alternativas sobre el vino. Entonces llegó Chris.

Daniel la miró. Observó su piel desde el codo hasta la muñeca. Tenía un eccema agresivo. Chris tomó el antebrazo con su mano y dijo: “Esto aparece cuando estoy preocupada”.

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—¿Por qué estás preocupada?

Miró a Daniel a los ojos.

—Tenía miedo—. Dejó que las palabras flotaran un momento. —Ya he venido aquí antes, pero nunca para bien. Esta vez, es para bien, y eso generó muchas esperanzas y preocupaciones.

Se encogió de hombros.

Daniel se reclinó en su silla y recordó las fotografías de El Número con sus muñequeras. Después su padre comenzó a explicar todo sobre abrir sus encías y el poste puntiagudo.

—¿Qué pasa? —dijo Chris.

—¿Qué? Oh. Son estos… recibí estos correos. Es solo un drama. Un drama allá en casa.

Y no entendió por qué, pero Chris se rio.

Chris tenía la puerta abierta, y Daniel comenzó sin una estrategia en mente. Entró y dijo: —Estoy muy triste.

Ella lo miró desde la cama. “Daniel”.

—¿Me puedo sentar?

Se sentó en su cama. Ella suspiró un “Dios mío”.

Se paró y cerró la puerta de su habitación.

Después Daniel le contó a Chris sobre los últimos tres años de su vida, y cómo se había enamorado de una mujer, y ahora tenía este teléfono con él, que había dejado su trabajo y estaba confundido y: “La cosa es que quiero acostarme contigo. Porque nunca he, nunca termino acostándome con la gente, y creo, obviamente no soy virgen. Tengo sexo. Tengo sexo, sabes, con mujeres que conozco en bares. Es decir, no me voy a casar contigo, y no soy un cabrón. Creo que si tuvieras mi edad, terminaría pensando eso”.

Chris le extendió un pañuelo. Se limpió los ojos y siguió hablando. Dijo demasiado, y volteó a verla.

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—¿Cómo quieres que responda a eso? —le preguntó.

—Realmente no lo sé.

Afuera de la venta, sobre el jardín, un perro ladró. Ella iba a hacer un comentario sobre el perro, pero se detuvo. “Pues, me siento atraída hacia ti. Eso es seguro”.

Daniel sonrió.

—No es como que no lo he pensado antes.

Le explicó su situación. Su esposo había muerto el año anterior, y ella había permanecido en el celibato desde entonces. Continuó: “Aunque he pensado en lo placentero que podría ser acostarme contigo, tengo que pensar en ti, si es algo que está en tu mejor interés. Soy considerablemente mayor que tú. También estoy un poco loca en estos momentos, aunque tú no lo sepas”.

—Está en mi interés —dijo Daniel.

Al día siguiente, Daniel estaba sentado en el patio con su padre. Su padre intentaba tocar una trompeta que había tomado prestada de la mujer californiana, aquélla con la chuba. Chris salió de uno de los templos pequeños. Bajo un brazo traía una sadhana. Daniel la alcanzó en los escalones.

—¿Pensaste en nuestra plática? —le dijo ella.

—Yo no soy el que tiene que pensar.

—Me pareció muy valiente de tu parte hablar de tus sentimientos.

—Mm.

—En serio.

—Entonces, ¿qué quieres hacer?

—Necesito más tiempo para determinar si está en tu mejor interés.

—Si ese es el único problema, entonces no hay problema. Pero si tienes miedo, puedo entenderlo, porque yo también lo tengo.

Parecía que iba a desmayarse. Sus ojos en blanco, mientras se balanceaba sobre sus talones.

—Bueno, está bien, esta noche —le dijo.

La miró alejarse caminando. Después escuchó a su padre acercarse desde atrás. Estaba sin aliento.

—¿Qué opinas de esta mujer Chris?

—Ah, es increíble. Es hermosa.

—Estaba pensando lo mismo. Ese es un hermoso trasero. ¿Te das cuenta cómo no deja de darnos vueltas? No es ninguna coincidencia, hijo. Creo que le pediré que circunvale la stupa esta noche. ¿Entiendes?

Al día siguiente, Chris llamó a Daniel a eso del mediodía y le pidió que fuera a su habitación. Cuando Daniel la miró, supo que había tomado una decisión. La respuesta era no.

Le dijo: —No quiero un romance, Daniel.

Después entendió que la respuesta era otra. Cuatro minutos más tarde, ya le había quitado la ropa y recordaban la simple verdad del asunto.