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La hora mágica

El último zumbido de las moscas

Un cuento de José Miguel Tomasena Glennie.

Fotos por Matthew Leifheit.

Más abajo que yo, siempre más abajo que yo está el agua.
Siempre la miro con los ojos bajos.
Como el suelo, como una parte del suelo, como una modificación del suelo.

—Francis Ponge, Del agua

Puede escuchar el zumbido de las moscas, pero es la peste la que lo despierta. Balam remueve la bolsa de plástico que cubre la ventana y lo ve: el cuerpo descoyuntado de un hombre se ha atorado en las ramas del fresno. El cadáver hinchado se tuerce sobre una rama y las moscas se paran sobre sus ojos abiertos, se le meten a la nariz y a las orejas.

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La corriente lo trajo de quién sabe dónde, entre bolsas de plástico, botellas y arbustos secos, y cuando bajó el nivel se quedó colgado como una piñata o como los tenis anudados que la gente solía aventar sobre los cables de luz.

Balam se tapa la nariz, mira su calle, o lo que queda de ella, porque ahora todo es agua, un enorme río de agua turbia de la que apenas emergen la copa de los árboles y los postes de electricidad. Ahí solía andar en bicicleta cuando era niño, flanqueado por laureles, jacarandas, tabachines y nísperos. Las banquetas eran un laberinto de rampas, obstáculos y vados que sorteaba todas las tardes, hasta que su madre se asomaba por la ventana y le ordenaba que se metiera a bañar.

En el vestíbulo hay restos de una fogata, un garrafón de veinte litros con agua turbia, libros que se orean para que pueda quemarlos. Balam toma un palo y la tabla de surf que encontró en una casa a la que se había metido a robar comida, entre los cuerpos de un niño y su padre. Desciende por la escalera principal de la casa. Debajo del descanso, donde la escalera gira 180 grados, hay una línea oscura en la pared que marca la altura máxima que ha alcanzado el agua. Cuando el nivel le llega a las rodillas, deja caer su pecho sobre la tabla y se desliza hacia la puerta. El agua está fría. No se ha acostumbrado a ese golpe de agua fría, nunca se acostumbrará. Su cabeza apenas pasa debajo del umbral de la puerta.

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El agua huele mal, pero no como el muerto. Es oscura, pero bajo la luz del sol se pueden ver partículas de tierra y hierba que remolinean cuando rema con los brazos. Después de amarrarse una cuerda a la cintura y asegurar el otro extremo en la columna del porche, Balam se sienta sobre la tabla, empuña el palo y se siente como un caballero andante.

Atraviesa la nube de moscas, aguanta la respiración y golpea al muerto cuatro o cinco veces. Vomita un líquido verde que de inmediato se pierde en el agua, vuelve a erguirse y a golpear el cuerpo.

El bulto cae, hace olas.

Balam lo empuja con el palo hasta que la corriente se lo lleva.

El olor del muerto se le pega en la ropa y en el pelo. Balam se acuesta sobre una cobija en el piso. Se lleva a la boca unas hojuelas de avena y bebe agua con azúcar glas. Normalmente disfruta cómo se deshacen las hojuelas en la lengua, pero ahora la boca le sabe a muerto.

Por una oscura costumbre, sigue orinando en el escusado, aunque ya no hay electricidad para bombear agua al tinaco y el drenaje de la casa desagua en el mismo torrente negro que cubre todo. Lo mejor sería cagar directamente en el agua, orinar desde la azotea: su pequeña contribución al diluvio universal. En lugar de eso, cada vez que va al baño tiene que descender por la escalera para llenar la cubeta.

Balam piensa en las moscas, piensa en ese zumbido que persistirá cuando todo haya terminado, cuando la corriente arrastre al último ser humano.

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La tabla de surf fue de gran ayuda cuando caminar por las calles y banquetas se volvió demasiado peligroso. Balam vio cómo el agua arrastraba a dos niñas que habían resisitido unos minutos asidas a un antiguo puesto de periódicos, y también había visto a gente caer por remolinos escondidos bajo la superficie aparentemente tranquila del agua.

Remó con los brazos. Recorrió calles y avenidas sumergidas bajo rascacielos absurdos y anuncios espectaculares, cerca de los cables del teléfono y de las farolas apagadas. Durmió en los techos, detrás de algún tinaco, desde donde podía ver sin ser visto como francotirador en Sarajevo, y se metía a las construcciones abandonadas a buscar comida.

En el segundo piso de una casa encontró a una pareja sobre la cama. Ella estaba acostada bocarriba, con un tiro en la cabeza; él tenía la mano izquierda entrelazada conladesuesposa,yenla derecha empuñaba la pistola con la que se había disparado en la boca. Las dos explosiones de sangre se habían secado en la cabecera: caoba de finas vetas y laca brillosa.

Cuando fue a la casa de la señora Rosa, el agua acababa de bajar. Balam era un hombre alto, así es que aún podía pisar. Y el hecho de haber crecido en aquella casa le daba la ventaja de conocer a la perfección dónde había un borde, una jardinera, qué parte de la banqueta está levantada por la raíz de un árbol, dónde se enreda una manguera.

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Doña Rosa nunca tuvo marido y siempre fue una madre histérica. Desde su casa Balam escuchaba los gritos que le propinaba a su hijo: Has de ser pendejo, Felipe… ¿No te dije que te quites los zapatos para entrar a mi sala? ¿Crees que esta casa se limpia sola?

El tal Felipe la soportó más de la cuenta, hasta que a los 35 se consiguió una esposa. Rara vez venía, porque para entonces sólo obedecía a su esposa. Luego se fue a vivir a Estados Unidos. Desde que se colapsó el sistema eléctrico, Rosa no había tenido noticias suyas.

Balam golpeó la puerta y escuchó que ella preguntaba desde el segundo piso quién era. Soy yo, dijo. Con el agua al pecho atravesó la sala, en cuyas paredes había cuadros que estaban mitad sumergidos y mitad expuestos: el retrato de una mujer joven, un paisaje nevado. Cuando llegó al octavo escalón, su cuerpo estaba ya totalmente fuera del agua. Se exprimió los pantalones.

La mujer se asomó desde la parte superior de la escalera. Debía tener diez años más que él. Vestía unos pants verdes, con los que seguramente dormía, y parecía que había estado llorando. Cuando Balam llegó hasta arriba, ella se le lanzó al cuello y empezó a llorar.

Balam sintió las costillas de la mujer debajo de su ropa, sus pechos tibios y caídos. Es horrible, decía entre sollozos.

La mujer había levantado la alfombra de una de las habitaciones y había prendido una pequeña fogata sobre el piso. Había cenizas y un par de ollas negras, una silla astillada que se estaba convirtiendo en el combustible para el fuego.

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—¿Ha visto a alguien?

—Ni personas ni alimento —respondió Balam.

La mujer volvió a llorar. Es horrible, repetía. Luego puso agua a hervir, la dejó burbujeando mucho tiempo y agregó una taza de arroz. Ya no hay sal, pero con la tierrita del agua tendremos, bromeó, pero a Balam no le hizo gracia.

En el armario había frijol, maíz, latas de chícharos, zanahorias y elotes, harina de hot cakes, atún, palmitos, aceitunas negras, puré de papa, mermelada de durazno, ajo picado, avena, azúcar glas.

—¿Sabe algo de sus hijas? —dijo Rosa.

—No. Y no quiero hablar de eso.

Balam desprendió unas tablas del clóset y las astilló con las rodillas.

—Debería venirse a vivir aquí —dijo Rosa—. Estaríamos mejor.

—¿Como una familia?

Rosa se sonrojó.

—No dejaré la casa de mis padres. Ahí me voy a morir.

—Ay, no diga eso.

Rosa le sirvió casi todo el arroz en un plato de plástico. Ella se sirvió las sobras. Rascó con la cuchara los granos que quedaban pegados y los echó en el plato de Balam. Él la golpeó en la cabeza con la pata de la silla. La mujer cayó de lado, el estruendo metálico de la cuchara y la olla resonaron en toda la casa, pero no había nadie que escuchara. Luego la golpeó en el rostro y en tórax. Ella vomitó sangre y luego dejó de moverse.

Balam echó la comida dentro de una funda de almohada y regresó a su casa.