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Cultură

Eso que nos mantiene unidos: tres poemas de Robin Myers

A propósito de la reciente aparición de 'Amalgamas' de Robin Myers, publicamos tres poemas traducidos por Ezequiel Zaidenwerg, quien escribe sobre cómo fue que comenzó a leer el trabajo de la poeta estadounidense.

Imágenes cortesía de Antílope Ediciones.

Corría 2008 pero a mí me parecía que volaba. No porque a mis 27 el tiempo me arrollara sino, por el contrario, porque sentía que me llevaba en andas. Acababa de publicar mi primer libro y, de repente, me invitaban a leer mis poemas en público, algo que —como entendería después— no tenía tanto que ver con el talento como con el hecho de que en 2005 había abierto un blog donde publicaba mis traducciones de poemas, por lo general de autoras y autores estadounidenses, y que, para mi sorpresa, había atraído a un público pequeño pero nada desdeñable, a juzgar por el tamaño de la escena poética.

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Por medio de ese blog —la palabra me produce urticaria, como si perteneciera al depósito de artefactos fuera de exhibición de un museo retrofuturista—, una persona que conocía a una persona que leía o había leído alguna vez mis traducciones me contactó para ofrecerme dar un curso sobre poesía latinoamericana y traducción en la filial que por entonces tenía en Buenos Aires, y no sé si siga teniendo, un college de Estados Unidos. Allí se ofrecían clases adaptadas a los intereses de los —pocos— alumnos que viajaban a pasar un semestre en la ciudad. Como estaba planteado inicialmente, el seminario sería individual, aunque luego se sumaron otros estudiantes, no sé si acicateados por una contagiosa fiebre lírica o por el cálculo de que, habida cuenta del tema, con toda probabilidad sería el menos demandante de la currícula semestral. Pobres de ellos: no bien comenzado el curso se descubrirían horrorizados contando sílabas y sometidos a otros suplicios en los que en aquella época se solazaba mi trastorno obsesivo compulsivo.

En cualquier caso, ese alumno testigo, para quien diseñé el curso en un principio, era una persona de nombre unisex, que luego resultó ser una mujer muy joven, de unos veinte años, que hablaba un castellano perfecto de inflexión mexicana, y a quien noté frustrada en las primeras clases, en parte porque no alenté cierta tendencia suya a tomarse demasiadas libertades al traducir —o directamente reescribir— poemas clásicos. O tal vez por los rigores técnicos que, visto en retrospectiva, seguramente hicieran de asistir a mi seminario la experiencia más cercana al grasiento trajín de un taller mecánico que esos jóvenes brillantes y llenos de futuro tendrían en sus —espero— largas y prolíficas vidas. Esa alumna que, superado el sacudón inicial, enseguida demostró ser la mejor de la clase, es, evidentemente, Robin Myers.

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Hacia el fin del semestre, con alguna timidez, Robin me pidió si podía leer unos poemas suyos, porque "valoraba mi opinión poética". Recuerdo que recibí sus palabras con cierta vergüenza, en parte por la solemnidad cargada de pudor con que ella las había formulado, y sobre todo por encontrarme de repente en una posición jerárquica que me incomodaba. También recuerdo que me entregó sus poemas en hojas A4 impresas con chorro de tinta, como se usaba entonces, dentro de una carpeta de cartón de una vistosa gama del azul, ni demasiado oscura ni demasiado clara. Me acuerdo, finalmente, de que mi propia reticencia a ser colocado en el rol de árbitro del talento de esa joven se vio contradicha por una certeza casi epidérmica de que esos poemas serían, después de todo, lo que podría esperarse de una persona de veinte años, sin duda muy sensible, inteligente y bienintencionada pero todavía, como decimos en Argentina, muy verde.

Cómo me equivoqué. Apenas llegué a casa, abrí la carpeta azul, ahora perdida, y me puse a leer. Uno tras otro, los poemas de Robin me sacudieron, me hicieron brotar lágrimas, me llevaron a un estado de exaltación maníaca y, como pasa sólo cuando algo nos habla enteramente, no dejé de leer hasta que la carpeta quedó vacía y los poemas, apilados en desorden sobre la mesa. Enseguida le escribí un correo electrónico a Robin, en su lengua, que no me atrevo a releer ahora por miedo de toparme con que entonces fui incapaz de reconocer que sus poemas eran —son— infinitamente superiores a los míos, y que sin duda alguna el maestro no era yo.

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Siguieron otros muchos correos, siempre en inglés, y una larga amistad que fue forjándose de manera accidentadamente cosmopolita, en diferentes ciudades: además de Buenos Aires, la Ciudad de México, donde yo casualmente estaba cuando Robin se mudó y donde convivimos —con otro amigo, poeta mexicano, en su departamento— los primeros días de su vida chilanga; Jerusalén Oriental, donde dormí en el piso del living del departamento que ella compartía con su novio de entonces; Ramallah, donde dejamos pasar la oportunidad de convertirnos en habitués del célebre café Stars & Bucks y del no menos renombrado establecimiento Osama's Pizza, donde, según dicen, se preparan las mejores pitas al itálico modo de la zona; Nueva York, mi ciudad actual de residencia, donde en casa tengo un camastro plegable que se convierte en el centro de operaciones de Robin cada vez que pasa por la ciudad camino a Vermont para ver a sus padres; Maplewood, New Jersey, donde vivían ellos antes de mudarse a Vermont; Philadelphia, y el pequeño pueblo universitario donde se encuentra el college de Robin, al que fui invitado a dar una conferencia cuando ella todavía era estudiante; San Francisco, donde participamos en un evento sobre poesía argentina con otros dos poetas de mi país; y espero que la lista siga creciendo.


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Hace muchos años que traduzco a Robin, casi desde el momento mismo en que me mostró esos poemas luminosos, urgentes y afilados hasta cuando se permitían ser sentimentales, una descripción que a mi entender sigue aplicándosele a la poesía de Robin, a pesar de la madurez que ha ido ganando, una conquista el doble de difícil por la precocidad con que irrumpió su voz. Con excepción de uno, que acaba de enviarme hace un par de semanas, y de su juvenilia, traduje todos los poemas que escribió, y algunas de mis versiones —junto con otras, de excelentes poetas y traductores mexicanos— aparecen en Amalgamas, el bellísimo libro que acaba de editar Antílope en México y que los insto a comprar. Después de estas palabras, tal vez crean que traduzco a Robin movido por el amor, la admiración, la generosidad o alguna otra de esas pasiones tan desinteresadas como agudas. Nada de eso —o al menos, no solamente eso—: lo hago por envidia y tozudez, para ver si aprendo algo.

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Estos tres poemas, traducidos por Ezequiel, forman parte de Amalgama, el último libro de Robin Myers, editado por Antilope Ediciones en noviembre de este año.