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Pase y llore

Favor de mantener el orden mientras los desaparecemos

¿Cómo está eso de que las protestas ante la injusticia afectan nuestros derechos?

Foto por Andalusia Knoll.

Tal vez se encontraron en algún momento de distracción o de búsqueda morbosa (no me dejen pensar que son seguidores de Paco Calderón, porque no puedo prometerles mi respeto) con esta hermosa pieza, que apareció por ahí de la semana pasada.

Ya no están las cosas para discutir los méritos intelectuales del "cartón": fue suficientemente comentado hace unos días y, de cualquier forma, el lector promedio que está de acuerdo con su contenido ("polémico, pero certero" es uno de las frases que encontré para calificarlo en la ciudad sagrada de tuiter) es impermeable a la sensibilidad social, por no mencionar a la capacidad de reflexión.

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Y, bueno, la estupidez funcional y militancia neofascista de Paco Calderón son temas que seguramente podemos dar por sentado antes de continuar: cualquier persona que hace un trabajo como el suyo de gratis (más allá de su sueldo como caricaturista) merece que le vayan haciendo lugar en las vitrinas del museo de las momias de Guanajuato. Y si cobra su chayote, digamos que todo tiene sentido, pero no me entristecería si un día me entero de que contrajo la peste bubónica.

Lo que me preocupa de esto es la medida en que el pinche dibujito puede o no ser representativo de una postura sostenida por una parte del público que sigue los hechos relacionados con la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, en Guerrero, y sus seis compañeros asesinados.

La portada, ya histórica, del Diario de Guerrero, al día siguiente de la emboscada a los normalistas. Obra maestra del periodismo universal.

Ya se ha visto que las minorías que deciden hacerse escuchar, incluso las que lo hacen tímidamente, para denunciar las injusticias en su contra no se encuentran con una fuente inagotable de solidaridad en este país. Pienso en ejemplos de años recientes como los del SME, Mexicana, los campesinos en riesgo de perder sus tierras por la reforma energética, y otros más drásticos, como los familiares de víctimas de la, así llamada, supuesta dizque guerra contra el narco.

Y al contrario, a quienes se les ocurra coartar el invaluable derecho a la circulación de los ciudadanos de primera clase, es decir los automóviles, encontrarán posturas muy claras, sólo que en contra. Por eso me confunde sobre y bajomanera que un sociópata como Calderón (el caricaturista, no el otro Calderón sociópata) no sólo ponga en el mismo plano ético a la desaparición forzada, el asesinato y la persecución política que al hecho de permanecer más tiempo de la cuenta en el automóvil debido al tránsito ocasionado por una marcha. Para no hacer las pendejadas a medias, le da el estatus de derecho humano al hecho de circular a una velocidad decente. (Habría que preguntarle cuál considera que debe ser el tiempo de traslado ideal por kilómetro en una ciudad como el DF, e incluirlo en una iniciativa para enviarla a la ONU).

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Pongo el ejemplo de este señor con todo el riesgo de darle difusión a su trabajo, aun si es a partir del rechazo (cosa que, algo me dice, ha de disfrutar a la manera de una parafilia), no porque me parezca especialmente creativo en su propaganda neofascista, sino porque me parece sintomático. En otras palabras, creo que el individuo ése no está solo.

"Porque pagar el avión presidencial, el rescate bancario y los pasivos de Pemex, como sea pero, ¿de dónde va a salir el dinero para reponer esos vidrios?".

Los compañeros sobrevivientes de los normalistas y los integrantes de varias secciones oaxaqueñas de la CNTE que han expresado activamente su rechazo a los crímenes y han exigido justicia para los responsables, así como la presentación de los 43 desaparecidos, han ido más allá de las pancartas y las consignas. Algunas de las acciones de fuerza más visibles han sido los vidrios rotos en el edificio legislativo de Guerrero, la quema de las oficinas del PRD en Chilpancingo y la toma de la alcaldía de Iguala, seguida de su quema, para no desentonar.

Estamos acostumbrados a escuchar los rosarios de insultos ante quienes se atreven a mostrar algo siquiera remotamente parecido a la rebeldía. Los llamo "rosarios" con cierta intención: por un lado, su tono es dogmático y por el otro, siempre son iguales. Una de las palabras que más aparece en la letanía es "violentos". Que si cierran una calle, hordas violentas. Que si rompen un vidrio, vándalos violentos.

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Lo extraño es que estos calificativos siempre vayan con dedicatoria cuando se trata de la reacción ante las agresiones, o la búsqueda de dignidad. Mientras que cuando se trata de los crímenes relacionados con el narco o los crímenes de Estado (que, para no hacernos mensos, se han vuelto indiferenciables, y ambos explicables por el poder superior de la lana), como es el caso de los normalistas de Ayotzinapa, se habla de la violencia, así, en abstracto. Como si se tratara de una fuerza de la naturaleza o algo que se escapa a nuestra capacidad de comprensión y de la que no podríamos jamás conocer las causas.

Para mayor brutalidad: se les llama violentos a quienes rompen un vidrio en protesta por (hay que repetirlo) una emboscada que resultó en seis muertes confirmadas y 43 desapariciones, en la que, según todos los indicios están implicados varios niveles de gobierno, por acción o por omisión, y sobre la cual la PGR no quiere o no puede (seamos serios: no quiere) informar convincentemente. Se puede leer de esta forma: si el mandato es olvidarse temporalmente del asunto y comportarse mansamente, como si todo estuviera en orden y confiar en que nuestras instituciones resuelvan el caso por sí solas, asumiendo que para eso no hace falta ejercer la presión social, y consigan una solución que sea justa para las partes involucradas, pues se me hace que, mínimo, se nos va a enfriar el café en la espera.

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Clarísima, la sentencia que dejaron los participantes en la marcha del miércoles. Foto por Gisela Pérez de Acha.

Parece que este caso de los normalistas ha despertado una mayor muestra de solidaridad que aquéllas a las que estamos acostumbrados, aunque ya sabemos que eso no es mucho decir. Y no me refiero a la condena de ONGs internacionales, al New York Times, ni al parlamento europeo, sino a las señales, todavía insuficientes, que vienen de la sociedad civil en nuestro mismo territorio. Es posible que, si algo esperanzador ha sucedido a partir de esta masacre, sea una mayor amplitud del rechazo al abuso de poder y a la impunidad, así como una mayor visibilización de las víctimas. Pero, ni hace falta decirlo, 43 desapariciones y seis muertos es un precio absurdamente alto para conseguirlo, y por sí solo, el hecho de que se llegue a ese extremo es algo que debe alertarnos de la patología social tan espesa que nos cargamos.

Aun así, no son pocos los que sostienen que los normalistas "se lo buscaron", en esa tendencia de criminalizar a las víctimas que se perfeccionó durante el sexenio anterior, como se le está haciendo ahora con el caso del estudiante de la Universidad de Guadalajara muerto en Guanajuato al que, según testigos, lo levantaron policías municipales, pero que ahora, de acuerdo al relato oficial, murió cuando intentaba robar una casa.

Tampoco faltan quienes repiten que, en relación con las protestas, "nada justifica la violencia" (porque desollar normalistas y arrancarle los ojos no es violencia, me imagino). Esta postura, que implica una interiorización de la autoridad similar a la que se impone en el adoctrinamiento religioso, implica un fanatismo ante la norma que es grave, sobre todo, por la falta de solidaridad de la que se acompaña. También aquí hago la comparación con el aparato doctrinario de las religiones con toda intención: Castoriadis decía que cuando la norma se vuelve intocable, se le está colocando en el lugar de Dios, y el sujeto no sólo renuncia a su autonomía, sino que ataca a cualquiera que la busca y le entrega al poder superior para castigarlo. Aquí, la norma puede ser lo que quieran: las leyes injustas, la economía de mercado, las jerarquías sociales. En México, de forma especial, la norma también es el abuso de poder y la impunidad, y rebelarse ante ella no es castigado solamente por la autoridad, sino muchas veces, por los mismos civiles. (Sobre la forma en que el asunto se deposita en el conflicto de los normalistas, este texto de Marcela Turati es una chingonería).

Quienes protestan ante los crímenes como los sucedidos en Iguala no están vulnerando nuestros derechos. Es exactamente al contrario. Como ejemplo, se me ocurre lo sucedido durante el momento pivote de la Revolución Francesa: si la multitud hubiera decidido no tomar la Bastilla y en vez de eso comportarse como lo que llamamos "ciudadanos decentes", o "gente civilizada", probablemente el mundo occidental no habría visto el nacimiento de lo que hoy conocemos como Derechos Humanos.

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