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Cultură

Fui a un hipnotizador para dejar de comerme las uñas

La sesión se convirtió en un paseo regresivo por mi infancia, metiéndome crema Nivea en la boca.

La autora comiéndose las uñas. Todas las fotografías por la autora

"Soy adicta". Esta certeza surge, por vez primera, después de terminar de leer la última página de un libro sobre la adicción. Nicotina, de Gregor Hens, es la historia de una vida marcada por el cigarro colgando del labio y la marca amarilla entre los dedos. Es un libro magistral, íntimo, pero me doy cuenta de que lo he leído con un respeto reverencial, y que no es la primera vez que siento esta admiración por un adicto a las drogas comunes.

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Mi adicción es algo entre mis dedos y yo. Desde que tengo uso de conciencia, cada día dedico largo tiempo a roer las puntas de mis manos, a despegar la piel, tirar de los padrastros, masticar y tragar. En épocas de angustia, es habitual que me haga sangre. Alguna vez, tras un día particularmente estresante de trabajo mezclado con profundo ensimismamiento, el dolor y las heridas de mis dedos son tales que me cuesta realizar tareas con las manos, e incluso teclear en el ordenador. Alguna vez, en momentos particularmente inoportunos, la sangre ha empezado a manar de mis dedos de forma inesperada manchando cosas como: un papel de examen, la mesa de una entrevista de trabajo, mi propia ropa, la de otros, o incluso el miembro viril de un amante.

Si tuviese que ponerle nombre a la sensación que me produce ver una tira de piel sobresaliendo de uno de mis dedos, esperando a ser mordida, es 'apetecible', 'apetitoso', algo así. ¿No es eso lo contrario del autodesprecio?

He probado productos que, untados en los dedos, daban mal sabor o picaban. He vivido con cada uno de mis dedos envuelto en una tirita protectora. He llegado a trabajar o estudiar con guantes de silicona. Me he preguntado, claro que sí, por la razón o el fin último de mi autoataque: ¿Falta de amor propio? ¿Afán de autodestrucción? ¿Angustia crónica por un antiguo trauma no resuelto? En realidad, pienso, si tuviese que ponerle nombre a la sensación que me produce ver una tira de piel sobresaliendo de uno de mis dedos, esperando a ser mordida, es apetecible, apetitoso, algo así. ¿No es eso lo contrario del autodesprecio? En un extraño proceso caníbal, mi propio cuerpo me gusta hasta el punto de que deseo comérmelo, o algo así.

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No soy una persona particularmente infeliz ni vivo atenazada por la timidez. De hecho, podría decir que soy medianamente feliz y muy sociable la mayor parte del tiempo. Entonces, ¿por qué?

Las razones de mi adicción se pierden en una maraña confusa. Morderme los dedos es parte de mi ser, como lo son mi forma de andar o el tono de mi voz. De hecho, y me estremezco al darme cuenta, no recuerdo cuándo empecé con este hábito. Mi idea es que ha estado siempre conmigo.

Señalando a Milton Erickson, uno de los padres de la hipnosis clínica, con mis dedos destrozados

En el libro que acabo de cerrar, el autor, ya desintoxicado de su amada nicotina, acude a un hipnotista porque le aterra la idea de volver a recaer. La idea de la hipnosis alumbra mi cerebro con una luz débil. Quizás a través de un estado más cercano a la inconsciencia sea capaz de llegar al origen de mi droga. Y así es como llego a la hipnosis ericksoniana.

En mi primera consulta con el doctor Jiménez de Uribe, terapeuta especializado en hipnosis de la escuela Erickson, este me insiste varias veces en la necesidad de no revelar su verdadero nombre en el artículo. Su razón principal es que, tras leer textos míos, prefiere no exponer su carrera profesional a las observaciones "demasiado personales", según él, que puedo llegar a hacer de su trabajo. Eso, sin llegar a crearme rechazo, me aleja un poco de él. Si partimos de esa desconfianza de él hacia mí, me parece extraño abandonarme a su hipnosis, dejar que entre en mi inconsciente.

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Erickson, a través de abordar cada caso de una forma diferente, fue famoso por su éxito a la hora de sanar enfermos que habían sido desahuciados por los médicos.

Olvidemos aquellos shows de la tele en los que la gente perdía los papeles y hacía la gallina, por orden de un hipnotizador, frente a un público que se partía de risa. La hipnoterapia real se opone a estos espectáculos de hipnosis escénica, y jamás debe llevar a un estado de pérdida total de consciencia. De hecho, de lo que se trata en realidad es de un estado de relajación muy profundo que nos hace acceder a información almacenada en los lugares más recónditos de nuestro cerebro. Llegar hasta esa información es el primer paso para poder sanarla.

"Al contrario que en la hipnosis clásica —me explica el doctor Jiménez de Uribe— la hipnosis ericksoniana llega a lo que llamamos "el trance" por medio de sistemas que varían según cada paciente. No es un tratamiento estándar que funcione igual para todo el mundo. Y en esa especialización según cada tipo de paciente radica su éxito".

De hecho, a pesar de que hay escuelas que lo preceden, Milton Erickson es considerado el auténtico padre de la hipnosis. Erickson, a través de abordar cada caso de una forma diferente, fue famoso por su éxito a la hora de sanar enfermos que habían sido desahuciados por los médicos.

Cuando persiste en la edad adulta, generalmente, es señal de algo del pasado que queda, de alguna forma, atascado en el subconsciente.

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Desterradas las ideas televisivas de que el hipnotizador puede anular tu voluntad y dominar tu cerebro —aunque el doctor Jiménez de Uribe recalca que sí que se considera un estado alterado de consciencia—, pasamos a la primera parte del proceso: una hora durante la cual el doctor me pregunta todo tipo de detalles para llegar al fondo de mi dermatofagia.

Es la primera vez que mi adicción recibe un nombre, y me sorprende no haber escuchado esa palabra en toda mi vida. "Es un trastorno bastante común —me aclara el doctor— pero no se suele tratar porque no está estigmatizado socialmente. Es normal que suceda durante la infancia y después vaya desapareciendo. Cuando persiste en la edad adulta, generalmente, es señal de algo del pasado que queda, de alguna forma, atascado en el subconsciente". En ese momento empiezo a notar un ligero temblor. Siento que un suceso del pasado absolutamente terrible va a salir a la luz. Algo espantoso que no puedo ni recordar ni imaginar.

El vestido que llevaba el día que empecé con la adicción de morderme los dedos, el día al que "viajé" en la regresión. El doctor hipnotizador me ha pedido que lo lleve en una bolsa a la siguiente sesión

Durante el cuestionario básico, que me resulta infinito, me doy cuenta de que jamás un médico me había hecho tantas preguntas o había intentado enfocar un problema desde tantos sitios distintos. El doctor Jiménez de Uribe intenta, sobre todo, llegar al momento en el que empecé a morderme los dedos.

La hipnosis ericksoniana forma parte de la hipnosis regresiva, y eso es lo que empezamos a trabajar a partir de las preguntas. Recuerdo a mis padres quitándome las manos de la boca cada vez que me veían hacerlo, pero no paso de ahí.

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Me recuerdo mordiéndome los dedos en el colegio, en el instituto, en la universidad, y a múltiples parejas intentando que dejase de hacerlo. Recuerdo, y esto es lo más terrible, llegar a despertarme en mitad de la noche, siendo niña, con una mano metida en la boca, entregada a mi compulsión. Recuerdo mentirle al dentista, diciéndole que la prótesis de mi incisivo derecho se había roto, cuando en realidad se había ido limando, tomando la curvatura de un cortaúñas, de tanto morderme las pieles de los dedos. Además de eso, Jiménez de Uribe me pregunta por detalles más sencillos de mi vida: si tengo hermanos, en qué lugares he vivido, a qué edad me mudé a cada lugar…

En un momento dado, al final del bosque hay un pasadizo que me lleva hasta una casa. El doctor me dice que esté atenta a las primeras imágenes que vengan.

Terminada la ronda de preguntas, el doctor me invita a tumbarme en una especie de diván y cerrar los ojos. Ahí empieza la hipnosis propiamente dicha.

En mi caso, el doctor utiliza una especie de técnica de meditación que me parece bastante simple. De hecho, recuerda un poco a esas cintas de relajación que te instan a imaginarte en una playa de arena dorada con el rumor de las olas meciéndote. La diferencia es que, después de situarme en un bosque frondoso, me pone a caminar por él y va incorporando detalles de mis respuestas anteriores.

No sé cuánto tiempo estoy de paseo mental por ese bosque, pero noto una especie de adormecimiento, aunque nada fuera de lo normal que no pudiese sucederme en una sesión de masaje o una clase de relajación. Sí que voy notando, a medida que las preguntas avanzan, que la concentración y el nivel de inmersión en las imágenes mentales es mayor.

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En un momento dado, al final del bosque hay un pasadizo que me lleva hasta una casa. El doctor me dice que esté atenta a las primeras imágenes que vengan, que las deje fluir, sin juzgarlas, y que pronuncie en voz alta lo que voy viendo en mi paseo por esa casa.

Lo que empieza como un paseíto por una casa desconocida, va tomando forma, y de pronto estoy en el dormitorio de mis abuelos, recién llegada a una vida nueva en una isla nueva, llegada desde la otra punta de España. Sólo tenía una aliada, alguien cercano, una niña algo mayor, una prima tercera que vivía también en casa de mi abuela. En esa época yo tenía cuatro años recién cumplidos, así que es un recuerdo antiguo, que no soy consciente de tener registrado. Voy diciendo en voz alta todo lo que va viniendo a mi cabeza: Hay movimiento en la habitación, gente que se prueba algo frente a un espejo.

Me meto los dedos en la boca para que no sepan que los he metido en la crema. Sé que esos nuevos familiares que acabo de conocer piensan que parezco tonta.

Yo estoy en un rincón, sentada en silencio, asustada ante el barullo de voces con un acento al que no estoy acostumbrada. Veo mis zapatos, las flores de mi vestido, el volante del cuello, que me pica. Alguien me pregunta algo que no entiendo, y no contesto. Me acerco a un bote de crema, y hundo las uñas en él. Cuando me miran, me meto los dedos en la boca para que no sepan que los he metido en la crema. El gusto dulzón de la Nivea me invade la boca. La timidez me atenaza. Sé que esos nuevos familiares que acabo de conocer piensan que, con los dedos metidos dentro de la boca, parezco tonta. Quizás, al no conocerme mucho, estén pensando que, en efecto, no es que parezca tonta, sino que lo soy, pero hago como que no me importa.

Mantener los dedos dentro de la boca es mantenerse a salvo. No tengo que hablar. No tengo que hacer nada. Tener los dedos dentro de la boca es detener el tiempo. Cuando pronuncio esas palabras, el doctor deja de preguntarme, deja de guiarme por unos segundos. Me dice que si veo algo más, pero ya sólo recuerdo salir de la habitación con la cabeza gacha y los dedos dentro de la boca, mirándome las flores del vestido.

El doctor Jiménez de Uribe me saca suavemente del trance hipnótico. No me siento dormida, ni soñando, pero sí que percibo una especie de pereza a volver. Tengo que reandar el camino de vuelta por ese bosque que me llevó hasta el recuerdo clave. La mente se va desentumeciendo lentamente, voy volviendo a la realidad. Cuando abro los ojos, queda un leve mareo.

Vivo el resto de la consulta en un estado de ensoñación, un poco despistada. Antes de salir, el doctor me cita para la semana siguiente y me da, en un pendrive que le he entregado previamente, mi sesión grabada. El objetivo es que, sola en casa y sin interrupciones, escuche la grabación. "De todas formas, creo que no vas a tardar mucho tiempo en comprender el porqué de tu comportamiento compulsivo. De hecho, ya has pronunciado la clave en esta sesión".

Dos días después, en mitad de la boda de unos amigos, en otro estado alterado de consciencia como es la borrachera, me alejo durante un rato de la gente y me siento en una silla junto a la piscina. Allí me vienen a la cabeza el bote de crema, yo metiendo los dedos dentro y después escondiéndolos en mi boca, intentando ocultar mi comportamiento absurdo con otro aún más absurdo.

Recuerdo, al principio de esta boda, decirles a mis amigos que era la primera boda de mi vida, que nunca antes había ido a una. Sin embargo, ahora recuerdo con nitidez, ese recuerdo, la casa de mis abuelos, la crema Nivea, los dedos, fue el momento previo a una boda familiar. Y de pronto sé perfectamente que esa boda era la de la madre de aquella niña mayor que yo, mi única aliada en esos primeros momentos tras la mudanza. Tras la boda, abandonó la casa de mi abuela y se fue a vivir con su madre y el nuevo marido de ésta al otro lado de la isla. Y ahí, borracha en el borde de la piscina con el fiestón de la boda atronando de fondo, entiendo perfectamente las palabras pronunciadas al final de la ensoñación: "No tengo que hablar. No tengo que hacer nada. Tener los dedos dentro de la boca es detener el tiempo".