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Tecnología

Fuimos a una clase para aprender a hacer tu propia cocaína

Fuimos a Colombia para aprender a preparar cocaína y jugar parchís. La clase cuesta cerca de 900 pesos e incluye un gramo de coca preparada por ti mismo.

Este perrito no tiene nada que ver con cocinar cocaína, pero es muy tierno. Todas las fotos por la autora.

"Siempre vienen ingleses", dice Alberto* cuando le revelo mi nacionalidad, esbozando una sonrisa mientras entramos en su cocina con el suelo de linóleo medio destrozado. "Y australianos", añade mientras mira a mi cómplice. "Les encantan nuestras clases".

En las clases de Alberto, los alumnos aprenden a elaborar cocaína. Es de suponer que a todo el que se haya tomado la molestia de viajar a San Agustín le encantarán las lecciones de Alberto, ya que no resulta fácil llegar a esta minúscula población a 12 horas de Bogotá. Aquella tarde de domingo, al parecer solo había una empresa de autobuses que cubría la ruta. Tomamos el último transporte y llegamos al polvoriento pueblo salpicado de panaderías y agencias de turismo.

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Los lugareños se juntaron en torno al autobús en cuanto se estacionó, ansiosos por hacer negocios con las únicas turistas de la zona, nosotras. Una señora colombiana llamada Dina nos acompañó hasta una oficina vacía y, tras cinco minutos de dudas, prolongamiento de vocales y confusión, accedió a llevarnos a casa de Alberto.

Las otras dos chicas con las que había ido, una australiana y la otra de Islandia, habían pagado 150,000 pesos colombianos (al rededor de 900 pesos mexicanos) cada una; el precio incluía la clase y un gramo de coca por persona. Yo pagué la mitad para asistir como observadora.

Yo estaba trabajando como voluntaria recogiendo mierda con una pala la primera vez que me llegó el rumor de que se organizaban tours en San Agustín y Sierra Nevada (Medellín) en los que unas 4x4 recogían a los mochileros y los llevaban a las montañas para cocinar coca; también oí que abundaban los secuestros y los sobornos por parte de la policía. Lo que ninguna de nosotras sabía era que las "clases" se llevaban a cabo en el jardín trasero de una casa.

Aunque hace un par de años Perú desbancó a Colombia como principal exportador de polvo blanco, el cocaturismo está más en boga que nunca y atrae al país a muchos visitantes de todo el mundo. Alberto es uno de los numerosos productores que está lucrando con esta particular fiebre del oro.

Mientras Dina nos conduce a casa de Alberto, el pecho se me encoge cada vez más. Percibo el reflejo distorsionado de nuestras figuras en la ventanilla de un coche. Son las diez de la mañana, ¿qué carajos estamos haciendo?

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Alberto vive en una casa modesta. En la cocina, una enorme televisión transmite una telenovela a todo volumen. Sobre la mesa de madera hay un teléfono Samsung nuevo, un tablero de parchís y un tazón con fruta. Alberto y Dina hablan con lentitud, acompañando sus palabras con gestos y abriendo mucho los ojos. Se les ve acostumbrados a tratar con turistas.

"¿Quieren un plátano?", nos pregunta Dina, y a continuación saluda a la hija de Alberto, que acaba de llegar de la escuela y nos mira. Le decimos que no y nos sentamos como podemos en los taburetes de plástico mientras observamos a Alberto preparar su espacio de trabajo en el jardín.

"¡Vamos!"

Nos hace señas para que nos acerquemos a su pequeño cobertizo de madera, espanta a las gallinas y los perritos que se han reunido en torno a nuestros pies y nos ponemos manos a la obra.

El primer paso consiste en cortar las hojas de coca húmedas sobre una lona extendida en el suelo. Advierto que ya están preparadas. Aun así, Alberto nos anima y nos turnamos para cortar las hojas con un machete.

"Las plantas de coca de Colombia son las mejores; crecen en tres meses y son baratas. También nos llegan plantas de Perú, Ecuador y Bolivia", nos explica.

La cosecha (y por tanto el beneficio) varía mucho según la cepa de planta, el clima y el grado de intervención gubernamental. Alberto nos confiesa que saca muy poco dinero con estas clases. "Gano más con la cría de pollos", afirma.

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Coloca las hojas picadas en una cubeta y añade sulfato "importado de Alemania", amoniaco, cemento y gasolina que tenía guardada en una botella de Coca-Cola.

Es necesario extraer el alcaloide, el ingrediente activo que contienen las hojas de coca, antes de convertirlo en su más reconocible formato en polvo. La gasolina acelera este proceso.

Estiramos el cuello para no perder detalle mientras Alberto sumerge las manos en lo que parece un cubo lleno de albahaca y remueve la mezcla hasta que empieza a oscurecerse y adquiere la consistencia de una pasta, desprendiendo un olor cáustico.

La extracción dura unos 20 minutos, así que regresamos a la cocina, tosiendo para expulsar la saliva acumulada en nuestras gargantas mientras conteníamos la respiración para evitar inhalar las emanaciones. Alberto señala el tablero de parchís.

"¡Vamos a jugar!", nos dice con entusiasmo.

Mientras jugamos, Alberto me explica que estuvo trabajando cinco años en un laboratorio de cocaína enorme cerca de San Agustín, pero lo dejó por su salud y su libertad.

"Si trabajas para los cárteles, siempre te obligan a hacer cosas para ellos", afirma. "No se te permite abandonar el juego".

Mueve su ficha y nos explica que, tras años de negocio floreciente, están empezando a cerrar los tours de San Agustín.

"Siempre atrapan a los turistas porque es muy evidente", nos cuenta. "Los arrestan en cuanto bajan del autobús. Había guías que llevaban a los turistas a las fábricas y cuando estos regresaban al hostal los denunciaban a la policía. Ahora es más peligroso, por eso doy las clases aquí. Como no trabajo con la policía, el precio es más bajo".

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De repente, Alberto toma su celular para sacar un par de selfies. Yo poso para la foto enseñando los dientes con cierta reticencia, ya que no puedo dejar de imaginar mi cara sonriente colgada en las paredes de una comisaría de policía colombiana. Como si hubiera percibido mi miedo, Alberto nos enseña las fotos de otros turistas que lo han visitado, que se cuentan por cientos. Todos aparecen sonrientes o con el pulgar levantado, y mientras nos muestra las imágenes, Alberto recuerda las anécdotas que vivió con cada grupo, cada nacionalidad. Le pregunto por qué tanta gente acude a sus clases.

"Para mirar y aprender", me contesta.

Algo más relajada, le enseño mi cámara. Con ganas de un poco de intercambio cultural, Alberto se interesa por nuestro trabajo y nuestros países de origen. Para regentar un negocio tan ilícito como este, su actitud es sorprendentemente relajada, aunque realmente no tenemos la sensación de estar haciendo nada ilícito. Seguramente es por el parchís.

Terminamos la partida y volvemos al cobertizo.

Alberto saca las hojas pegajosas del cubo y las coloca sobre un trapo. Luego las escurre con fuerza sobre otro cubo hasta que empieza a gotear un residuo marrón. Al verlo tirar el trapo con las hojas en unos arbustos cercanos, pienso que se equivocó, pero inmediatamente recuerdo que las hojas ya cumplieron su cometido. A continuación, añade bicarbonato sódico y un poco de cloro. Todos son ingredientes imprescindibles para elaborar cocaína cien por ciento pura.

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Después, Alberto cubre el recipiente con otro paño y nos explica que debemos dejarlo reposar otros 15 minutos, lapso de tiempo en el que la cocina se convierte en un salón de belleza; Dina empieza a jugar con nuestro cabello mientras que la hija de Alberto nos habla de maquillaje y discotecas. Al final nos hacen unas trenzas.

De vuelta en el cobertizo, comprobamos que un material blanquecino parecido a un polvo se separó de la sustancia viscosa que habíamos dejado reposando. Alberto retira el polvo blanco y lo deposita en un vaso. Elimina el exceso de líquido y luego pasa el polvo a un trozo de papel de aluminio, que a su vez coloca en el interior de una caja de madera, debajo de un foco encendido.

"Esto", dice señalando a la pasta marrón del cubo, "es crack".

Aquello me recuerda a una conversación que tuve con un músico colombiano de 22 años en el aeropuerto, que me aseguró que el crack estaba ganando popularidad en Sudamérica y causando estragos entre algunos de sus amigos. De repente todo parece mucho más ilegal que hace un momento.

"Es muy popular en Colombia, pero muy malo", continúa, y acto seguido añade agua a la mezcla, lo remueve un poco y lo desecha todo en los arbustos. "Se acabó. Ya está".


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Diez minutos después recuperamos la envoltura de papel aluminio. Al abrirlo, aparece un polvo de una blancura nívea. Alberto lo deposita en una bolsita de plástico. El juego de hacer coca ya acabó, y tardamos poco menos de una hora.

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"Esta es la coca más pura que van a probar", nos asegura. "En las fábricas la cortan con silicona y anfetaminas, pero con esta, tengan la seguridad de que es pura".

Las chicas se preparan una raya cada una, esta vez arrugando la nariz en un gesto de aprobación.

Antes de irnos, le pregunto a Alberto si conocía a Pablo Escobar.

"Era un cabrón… un hombre sin escrúpulos", me dice. "Se acostaba con mujeres y luego las mataba. Cabrón. Pero sí lo conocí una vez, en 1983, y nos dimos un apretón de manos".



Quizá no sea tan sorprendente que los vestigios del legado de Escobar sigan ardiendo en el submundo de la cocaína colombiana incluso 22 años después de su muerte. Su nombre sigue suscitando acaloradas discusiones en todo el país y sirviendo de inspiración para las visitas más extravagantes. A muchos mochileros no les importa destilar el mito de la verdad. Quizá Alberto sí llegara a conocer a Escobar, pero también es posible que hubiera decidido adornar la verdad para atraer a más clientes.

Aunque la cocaína sigue siendo un gran atractivo para muchos turistas, todavía lo es más el misterio que rodea su comercialización: los rumores, la emoción, las historias. Es como si en Colombia el poder de este polvo hubiera quedado eclipsado por la experiencia que lo envuelve.

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*Los nombres fueron cambiados.