Gallo por piedra

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Gallo por piedra

¿Podría la mariguana ayudar en la recuperación de los dependientes a la pasta base?

Carola.

Carola apaga los restos de un basuco (base sucia de cocaína) y esconde su pipa en el brasier. Consume pasta desde hace más de diez años. La pasta base es un producto intermedio en la cocina y purificación del clorhidrato de cocaína, contiene, además de hojas de coca machacadas, algo de queroseno o gasoil, ácido sulfúrico y amoníaco. Entre muchas otras sustancias, se corta con aspirina, anestésico, cal, talco, bicarbonato o gis. Carola tiene los dientes molidos, la mirada agitada y un tic nervioso en el brazo. Son surcos de otra vida que desembocan en ésta: también nos hablan de su dolor, del abrazo venenoso de la piedra y de los días duros en la villa. Sus palabras evidencian la ineficacia de las actuales políticas de drogas. ¿Podría ser la sustitución de pasta por mariguana una de las respuestas?

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Villa San Francisco.

Situada en el sur de Chile, entre el río Andalien, las vías del tren y la carretera de Concepción a Penco, la Villa San Francisco se levantó a punta de paracaidismo, lámina y cartón alquitranado. Donde hace 20 años no había más que barro, hoy están trazadas dos canchas con electricidad y calles asfaltadas. En sus tiendas de abarrotes, además de aguacates, queso, encurtidos y longanizas, encontramos máquinas tragamonedas, en cuya programación errática se entretienen los adultos. Algunos chicos se apostan en las esquinas y las motonetas dan vueltas, una y otra vez, por la misma cuadra. Los más pequeños juegan al futbol en la multicancha y las señoras conversan en los portales de las casas, mientras tienden la ropa o riegan las macetas. Hay lugares en donde las cosas simples reciben nombres simples. En la Villa San Francisco, por ejemplo, la piedra es conocida sencillamente como "la droga".


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Llegué aquí gracias a Carlos, a quien conocí en un autobús hablando de mota y música. Cuando le conté que estaba investigando sobre la pasta base, se quedó pensativo por un segundo, clavó su mirada en el asiento de adelante y murmuró: "la maldita". Carlos, de 22 años, es padre de una niña de tres. De amplia sonrisa y movimientos enérgicos, trabaja de tiempo en tiempo en una gasolinera y en sus ratos libres escribe hip hop y sueña con tener una gran plantación de mariguana. "La última se la comieron los gatos", confiesa. Camino a su lado por las calles polvorosas de Villa San Francisco: se detiene a saludar a una vecina, hurga en el pantalón tratando de encontrar unas monedas para darle al chico de la esquina y me señala a los de más allá, reunidos en círculo frente un baldío. Más adelante hay algunos autos detenidos sobre un camino de tierra. Su madre, trabajadora sexual, lo llevaba con ella a los coches en donde despachaba a sus clientes. "Hoy la entiendo", dice él, mientras enciende un cigarro y me indica la ruta a seguir.

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Carlos.

Las buenas lucas del reciclaje

En esta población también nació Carola, hace 33 años. Carlos me la presenta cuando la encontramos al salir de su casa, apenas un descampado con un techo de lata y madera y una valla desvencijada cubriendo un hueco que bien podría ser la entrada. Cuando Carlos le habla del motivo de la visita, ella contorsiona su cuerpo con timidez. Si su historia puede servir a otras mujeres, la contará. Entonces nos dirigimos a casa de la familia de Carlos. Ahí, en medio de un vacío atiborrado de ojos de plástico, fotografías en colores oxidados, gatos y peluches, comienza su relato. Nerviosa, Carola observa la grabadora con cierta sospecha, como si se tratara de un animal extraño. Después, con un vaso de agua, se relaja.

"Yo ya me había casado pero mi mamá estaba enferma. A media noche me iba a acostar con ella; la cuidaba hasta que un día me dijo: 'Yo no voy a poder más, yo me voy a morir'". Vuelve a poner los ojos sobre la grabadora. El foco rojo y titilante parece relajarla. "Si tú te mueres yo me muero contigo", contestó ella y lo cuenta con la misma voz de entonces, una voz agrietada que nos transporta a esas noches cuando era niña y su padre regresaba a la casa cayéndose de borracho y golpeaba los muros y las echaba a dormir a la calle. "Pero un día vinieron a buscar a mi mamá unos señores de la iglesia", continúa, refiriéndose a los integrantes de uno de los templos evangelistas que se expanden por las poblaciones del sur. "Todos mis hermanos se la entregaron al Señor, yo fui la única que no pude… me encerraba en mi casa, no quería salir a la calle, no quería nada con nadie".

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El timbre del teléfono nos interrumpe. Carlos acude a la cocina y contesta: un amigo suyo se accidentó en la moto y está en el hospital. Carola escucha atenta. Conoce a Carlos desde hace años y ambos mantienen una confianza cercana a la complicidad, esa camaradería instintiva que se va tejiendo en momentos en los que el apoyo o el desprecio de los vecinos resultan cruciales para la supervivencia. "Su abuela siempre me daba algo de comer", murmura Carola, mientras señala un retrato ajado en medio del salón. Rodeada de chicos de todos los tamaños y edades, hijos y nietos, algunos muertos otros más desaparecidos, la abuela de Carlos aparece erguida en una escena campestre. Una mueca seria, de otra época, atraviesa su cara. Aparenta lo que sin duda es: la matriarca de un linaje sacudido. Su orden ausente empaña cada rincón de la casa.

Tras el paréntesis telefónico, Carola se restriega los labios y sigue con el relato. "Mi hijo es el que más sufrió. Lloraba porque era chiquitito, bien aguja. No quería ir a la escuela, quería que le trajeran a su 'lol', y es que el año que nació se lo dejé a mi mamá y me fui a trabajar a un vertedero, donde estábamos día y noche. Juntábamos cartón, papel, trabajábamos de recicladores". Mientras se rasca la rodilla imagina como podría haber sido su vida si no se hubiera enganchado de la pasta. "Eran buenas lucas las que pagaban por el reciclaje. Yo había estudiado corte y confección, me había casado vestida de novia, arrendé un local en Penco, hice una gran fiesta".

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En medio de la conversación, se oye un estruendo en la reja de la entrada y Roberto, el padre de Carlos, irrumpe en el salón. Se sorprende por mi presencia pero saluda con cordialidad. Es como un niño arrugado, de gestos súbitos, mucha calle, poca carne y mirada algo vidriosa. Es también, sabré después, el último superviviente de cuatro hermanos. Uno de ellos murió por un aparente suicidio nunca esclarecido; otro se fue a Santiago "a vivir la vida intensamente como transformista" y murió a causa del VIH, y al pronunciar esta palabra el padre de Carlos no puede evitar ruborizarse; el tercero falleció hace poco en un accidente de tráfico, y este último suceso acabó por quebrar la templanza matriarcal: la noche que supo del accidente, la abuela de Carlos hizo añicos el retrato de su ex marido, a quien, entre chillidos, acusó de todas las desgracias que parecen perseguirlos.

Pocos años antes de la boda de Carola, el padre de Carlos, mecánico, convertía su salario y todo cuanto tocaba en piedra, igual que un Rey Midas del papel de plata. Algunos hábitos nunca nos dejan. Esta mañana, por ejemplo, Roberto acaba de empeñar la sierra eléctrica de la familia para pagar sus deudas. En medio de los reclamos de Carlos, alcanza a contarme, con una franqueza sorprendente, que nunca hizo nada por él ni por el resto de sus hijos. "Pero nada de nada", recalca. Carlos le dice que estoy investigando sobre la pasta base y Roberto contesta: "el palo rosa era mejor". Se refiere a la pasta de finales de los 80, cuyo tráfico y consumo entró en Chile por la frontera norte y fue descendiendo al sur de la mano del militarismo pinochetista. Su sombra arrasó sobre todo en las poblaciones más golpeadas por la dictadura y fue nutriéndose, a su vez, de la violencia que quedó impregnada a través de la geografía entera del país, desde el desierto de Acatama hasta la Patagonia.

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En aquellos años, el padre de Carlos comenzó a mover el palo rosa del sur al norte del río Biobío, la gran línea divisoria de la ciudad austral. Desde Boca Sur, uno de los barrios más populares de la Gran Concepción, al centro, el palo rosa triplicaba su precio. "Se hacía plata", murmura Roberto, "y los carabineros sabían". Sin embargo, el dinero comenzó a esfumarse cuando le dio por probar y pegarse a la pipa.

En el centro del país, los militares tampoco resultaban ajenos al avance de la droga. Según hizo público en 2006 el recientemente fallecido General Manuel Contreras, jefe de la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA), uno de los principales órganos represores de la dictadura, buena parte de la cocaína en Santiago se procesaba con la autorización del general Pinochet en una planta química en Talagante, propiedad del Ejército de Chile. De ahí, el material cocinado se distribuía por las comunas del área metropolitana y, el más puro, entre los clubes "nice" de la capital. De acuerdo a las confesiones de Trinidad Moreno, seudónimo del ex Marine Iván Baramdyka, otros sectores económicos vinculados a la dictadura, como Chile Motores, dirigida por Edgardo Bathich, estuvieron también involucrados en la importación, procesamiento y tráfico de cocaína hacia Estados Unidos.

De afectos, políticas de Estado y estigma

A nivel nacional, y según el Servicio Nacional de Drogas (SENDA), después del auge del consumo de pasta base —entre 1994 y 2014— hubo un descenso en la incidencia de consumo del 0,5 al 0,1 por ciento. Frente a esta tendencia decreciente, los vecinos de la Villa se muestran escépticos y cuentan cómo la sustancia sigue entrando por todos lados. En lo único que están de acuerdo es en que las mujeres consumidoras son las más afectada por la invisibilización. A causa del estigma que sufren, muchas nunca responderían a una estadística oficial y, sin embargo, la criminalización es una constante que en la mayoría de las ocasiones no pueden eludir. En Chile, de acuerdo a un informe de Humanas, el 58,9 por ciento de las mujeres encarceladas están acusadas de delitos de drogas, una tendencia que, entre 2012 y 2015, aumentó en 16,7 puntos.

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La cárcel de mujeres de Concepción, situada a pocas cuadras de la casa de Carlos, está repleta de mujeres acusadas de pequeños hurtos y delitos relacionados con drogas. No es un hecho aislado. El microtráfico es la principal causa de encarcelamiento de las mujeres en América Latina. Este tema será discutido, entre muchos otros, durante la Sesión Especial sobre drogas de la Asamblea General de Naciones Unidas, a celebrarse del 19 al 21 de abril de 2016. Ahí, los estados miembros de la ONU debatirán la necesidad de continuar con un enfoque prohibicionista y desproporcionado o, en cambio, decidirse por abrir camino a nuevos marcos regulatorios, desde los derechos humanos y enfocados a la reducción de daños y la participación de la sociedad civil. A pesar de las expectativas levantadas por el evento, parece ser que habrá que esperar a 2019 para ver cambios sustantivos: el pastel ya viene cocinado desde la última reunión de la Comisión de Estupefacientes en Viena.

Ajena a lo que pueda suceder en Manhattan en unos días y en cuanto el padre de Carlos atraviesa la puerta, Carola prosigue con su historia: "un día encontré a unas amigas fumando pasta, probé y ahí me fui metiendo poco a poco. No me di cuenta y empecé perder todo, empecé a hacer tiras la casa, a vender lo que me había dejado mi mamá, la plancha, la licuadora. De primeras, no era tanto consumir porque yo hacía mis cosas, trabajaba, hacía mi aseo, sólo consumía cuando mi hijo se iba a la escuela. Después me quitaron a mi hijo, y ahí empecé a darle sin medida, porque entonces ya nada importaba, me quedé así como estoy, con una habitación vacía."

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Luego se queda callada. El parpadeo de la grabadora ilumina el salón. Carola se pierde en el eco de su relato: mira la grabadora como un depositario mudo. Si aún fueran de carrete, al menos podríamos escuchar los cabezales arrastrando lentamente la cinta. Pero nada. Esa nada casi palpable se hace presente sólo en los haces de luz atraviesan las cortinas del salón y Carola vuelve de ese espacio límbico y comienza a contar cómo a su hijo lo querían trasladar a un centro de menores, de esos dependientes del Servicio Nacional de Menores (SENAME) y en los que han detonado numerosos escándalos de abuso sexual. Ella peleó contra las cuerdas del artefacto judicial para quedarse con la custodia. Perdió sin remedio. Después para que le fuera entregada a un familiar, que a duras penas consiguió. Una revancha pírrica, sin sal. Su relato es un ejemplo claro de la criminalización sistemática que sufren las mujeres consumidoras de piedra que, a los ojos de una sociedad intransigente, fracasan en su cometido de madresposas. Luego, sin remedio, son condenadas a la calle, a las miradas acusatorias, a la vergüenza familiar, a la soledad última y a la violencia.

Unos días antes me encontré con Tomás Mora, psicólogo clínico especializado en adicciones en el Centro de Salud Mental (COSAM) de Los Prados, en Santiago. Por mucho años, Mora ha tratado con usuarios y aborda con particular énfasis los aspectos contextuales del consumo. Su trabajo hace hincapié en los mayores daños biopsicosociales que experimentan las mujeres consumidoras. "En las poblaciones existe la creencia de que una mujer consumidora es una puta que por 500 la chupa y una abandonadora de niños", explica. "El daño que experimentan las mujeres que consumen drogas es más severo que el que experimentan los hombres: están mucho más estigmatizadas y generalmente su consumo está asociado a embarazos no deseados, enfermedades de transmisión sexual, violencia, violaciones, abusos, maltrato y vejaciones de todo tipo".

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A la condena social y los daños de salud, se suma el abandono familiar y el trato por parte del estado que, en muchos países, legisla con lógica punitiva el uso de drogas durante el embarazo, el parto y la crianza. En Chile fue muy sonado el caso de Sindi Ortiz, una joven que fue apartada durante casi diez días de su hija recién nacida por declararse consumidora de mariguana. Para Ximena Steinberg, doctora en Biología y coordinadora general de la Fundación Ciencias para la Cannabis, quizás la consecuencia más grave de este tipo de casos es que las mujeres temen ser honestas por miedo a perder a sus bebés en hospitales. "Se genera una situación de mentiras forzadas, algo que va en contra, precisamente, de la búsqueda de salud y bienestar para el niño y la madre".

Además, Steinberg asegura que a menudo las políticas públicas se sustentan en evidencias científicas tergiversadas. Como ejemplo, me muestra un artículo firmado por Mohammad R. Hayatbakshh sobre lactancia materna de policonsumidoras de cannabis, alcohol y tabaco durante el embarazo. "Gran parte de las afirmaciones sobre el consumo de cannabis y si provoca la gestación de niños de menor talla se ha basado en este estudio de 2012. Sin embargo, la desviación estándar o margen de error, es similar a la disminución de talla de niños nacidos de mamás consumidoras, por lo que esto, examinado con cuidado, no es indicativo de nada. En realidad, lo único demostrado de forma rigurosa es que no es recomendable incorporar ninguna sustancia psicoactiva en los momentos de mayor desarrollo neuronal, que son justo después de nacer e importantemente en la adolescencia."

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Para el psicólogo Tomas Mora es preciso constituir una intervención mucho más integral de la que actualmente se está llevando a cabo en el tratamiento de cualquier dependencia. Para los casos de uso duro de pasta base, se debe contemplar suministro de techo, comida y entorno familiar, algo de lo que frecuentemente carecen las consumidoras más golpeadas. "La gente está tan dañada que para ella la droga es un anestésico: a las personas que consumen pasta base generalmente les da igual qué consumir. Se meten piedra porque al principio es más barata, pero también consumirían coca, alcohol o pastillas si les ofrecieras", dice, y agrega algo que conecta con el relato de Carola: "nadie que esté sano psicoafectivamente genera una dependencia así. En la mayoría de los casos de consumo dependiente vemos que existen previas dependencias, como temor a la soledad, la dependencia de una pareja, o un dolor profundo, por lo que, en realidad, la dependencia está en las relaciones que las personas establecen con las sustancias, no en la sustancia en sí". Esto tiene sentido si analizamos los componentes de "la maldita" en las calles de Chile. Lo que en realidad consumen las poblaciones es "un conglomerado de productos que con suerte tienen un 10 por ciento de pureza, por lo que hablar de la pasta, la cocaína o la mariguana son entelequias que poco tienen que ver con la realidad."

De jaulas, tratamiento y reducción de daños

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Mientras algunos consideran la pasta base un pilar básico en la economía informal de las poblaciones, algunas investigaciones reportan que en un principio se trataba de la excusa ideal para institucionalizar la represión policial en villas y sectores juveniles combativos, bastiones de la lucha contra la dictadura. Algo así sucede hasta el día de hoy. El dirigente vecinal de La Cisterna, Félix Arellano, aludía a esta situación en un encuentro sobre cannabis medicinal organizado en Concepción, antes de referirse a los impactos de la pasta base en las poblaciones y contar cómo en su comuna comenzaron a cultivar mariguana para ofrecer un sustituto a jóvenes enganchados a la piedra.

Para Arellano, el consumo está relacionado directamente con la violencia familiar y la destrucción del tejido social: "los maridos se van, la mujer se hace cargo de todo el paquete y para poder vivir tiene que trabajar de colera en una feria libre. Ganan dos lucas al día y los cabros ya no estudian, se van, comienzan a consumir y para poder mantenerse empiezan a robar en su casa y a los vecinos". Ante la indiferencia de las autoridades sociales y de salud, Félix consiguió varios cogollos de mariguana y los suministró a las madres de familia "para que le fueran dando a los muchachos". En Santiago empezaron con cinco cogollos diarios, algo que a Félix en el fondo le aterraba, pues desconocía sus efectos. Sin embargo, el experimento acabó arrojando resultados positivos: al término del día, la mayoría de los muchachos ya no tenían necesidad de consumir pasta base. Hoy muchos de ellos se han reintegrando a las escuelas y han recuperado su autoestima.

A aquel encuentro sobre cannabis medicinal acudió también Homero, de Talcahuano, ciudad portuaria del centro sur chileno, donde es común que los trabajadores del puerto utilicen cocaína para soportar las jornadas laborales de 16 horas. En el patio de su casa, entre chicos que juegan a la pelota, miradas inquietas por encima del hombro y la atención expectante de su hijo de 11 años, Homero me cuenta que había acudido al encuentro en busca de respuestas: "vivía en Talcahuano y me fui para Arica porque sabía que estando solo te controlas más que con la familia. Sabía que si iba a un bar y me consumía toda la plata no iba a tener para comer. Me daba igual. Pero justo comencé a plantar mariguana y todo lo que no lograron hacer los médicos lo está logrando esto". Estuvo un largo tiempo en tratamiento de rehabilitación de adicciones e internado en psiquiátricos. "Ahí te tienen tomando pastillas todo el día. Encerrado. Es la única manera de desintoxicarte, por lo menos acá en Concepción, cachai, pero uno sale peor, las ganas son mayores. Te enjaulan ahí y después es peor, conozco a muchos que han quedado con esquizofrenia, gente que ha muerto".

La experiencia de Félix coincide con la de muchos otros consumidores de drogas que acuden a comunidades terapéuticas o son forzados a internarse en centros de tratamiento obligatorio, muchas veces vinculados a grupos evangélicos que hacen del dogma, la conversión religiosa, la culpa, el dolor y la abstinencia, el ritual de tratamiento y la fe de sus bolsillos. Frente a estos y otros métodos fundamentados en la abstinencia, se yerguen las terapias basadas en la sustitución.

A pesar de las crecientes evidencias cualitativas de su éxito, la ausencia de guías clínicas al respecto de reducción de daños con mariguana y el deficiente grado de pureza de las drogas halladas en las calles dificultan la adopción oficial de esta práctica. Según estima el psicólogo Mora, actualmente la mariguana a precio de mercado es cara: un gramo cuesta unos 10,000 pesos (250 mexicanos), el equivalente a 30 dosis de pasta. En la calle, los churros de mariguana asequibles para la población —conocidos como paraguayos— son, esencialmente, basura: neoprén, alquitrán, amoniaco, petróleo, betún para zapatos, excremento, comida para perro. Quizá la situación sería distinta si las políticas públicas pudieran evolucionar para ofrecer mariguana terapéutica, de calidad, en los centros de salud. O si al menos se preocuparan por enseñar técnicas de autocultivo.

El Dr. Sergio Sánchez Bustos, secretario técnico de la Comisión Reguladora de Fármacos Cannábicos del Instituto de Salud Pública y miembro de la Fundación Latinoamérica Reforma, considera que esta práctica es fundamental si en algún momento se planea hacer frente a la epidemia de pasta base que azota la región. Junto con su equipo, el Dr. Sánchez acaba de abrir la primera consulta cannabica de América Latina, financiada con aportes de los pacientes y donde se enseña a preparar resinas para el tratamiento, así como usos seguros de consumo, como la vaporización. "Gracias a las modificaciones que hicieron al reglamento de estupefacientes y psicotrópicos del código sanitario en diciembre de 2015, esto evoluciona poco a poco". Sin embargo, todavía quedan muchas cosas que cambiar.

A pesar de contar con el reconocimiento del gobierno, la mariguana terapéutica aún no ha calado en sectores específicos de la población, sobre todo en los que utilizan las drogas más marginales. Aunque existen sólidas evidencias científicas de su eficacia, Sánchez destaca el tabú que prevalece en Chile en torno a la reducción de daños y las terapias de sustitución con otras drogas: "Si en los centros de tratamiento ya se están utilizando benzodiacepinas o neurolépticos, que tienen unos tremendos efectos secundarios, ¿por qué a los usuarios de pasta base no les permiten utilizar sustancias que podrían sacarlos de estados depresivos profundos?"

En la Villa San Francisco, estos debates apenas infieren en la vida de sus habitantes. Tampoco han llegado a oídos de Carola, quien me cuenta que dejó de usar dos veces en los últimos diez años a golpe de paraguayo y abstinencia. La primera fue cuando le iban a quitar a su hijo. Entonces estuvo ocho meses sin consumir. La segunda, cuando quiso hacer frente a los traficantes. "Las ganas venían y cuando venían se sufría mucho, me pegaba cabezazos contra la pared, me cortaba las manos, pero yo decía no me la va a ganar, y no me la ganaba", dice Carola, que hoy en día se fuma casi todo lo que gana de la recicladora. Cuando piensa en los narcotraficantes, como se refiere a los afuerinos que llegaron al barrio a comerciar, le entra una rabia fría, callada: "Se llevan lo mejor de uno y entonces pueden llevar los mejores autos, comer pollo asado y ensaladita, mientras uno qué, se toma un vaso de agua, una sopa con un fideo y listo". Tiene claro que otra hubiese sido la historia si las instituciones sociales le hubieran tendido la mano, ofreciéndole, por ejemplo, una ayuda de vivienda. Pero se encontró con el estigma y la criminalización institucional: "Cuando yo postulé pa' mi casa, me cerraron las puertas. Fui muchas veces a la municipalidad a pedir ayuda pero una es drogadicta y con eso basta para que se la nieguen".

La historia de Carola es sólo una de las muchas voces que componen este relato coral sobre la violencia social e institucional repetida sin tregua en toda América. Las políticas públicas parecen empeñarse en ignorar las necesidades y las vivencias de la gente. Como dice Félix Arellano, el líder vecinal de La Cisterna, "el problema de siempre es que se gestiona de arriba hacia abajo, desde un escritorio". ¿Sería distinto si las autoridades contaran con la participación activa de aquellas y aquellos que experimentan en carne propia los efectos de las legislaciones punitivas y el abandono?