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La pura puntita

Juárez Whiskey

Traemos adelantos de los libros que te van a ensartar en las mesas de novedades.

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Juárez Whiskey es la novela más reciente del chihuahuense César Silva Márquez, publicada por Almadía, la cual cuenta la historia de Carlos: un ingeniero de Juárez al que su prometida dejó antes de la boda por otro cabrón, es usado por algunas mujeres, su jefe lo hace sufrir y quiere ligarse a su dentista. César Silva, el autor, ha publicado las novelas Una isla sin mar (2009) y Los cuervos (2006), además de los poemarios: El caso de la orquídea dorada (2010), La mujer en la puerta (2007), Abcdario (2006;2000), Si fueras en mi sangre un baile de botellas (2005) y Par/ten (2000).

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El auto bajó por la interestatal 10, hasta el puente internacional Córdoba cuando el reloj marcaba las cinco de la mañana. Ciudad Juárez era una mancha de luz amarilla y triste que parecía anclarse a las faldas del cerro Bola. Una mancha amarilla sobre un lienzo negro, construido de arena y humo y ladridos distantes. Más allá la Panamericana unía a la ciudad con todo un territorio de espinas y piedras, unas rotas, otras por romperse. El auto atravesó el puente y, sin reducir la velocidad, pasó la garita mexicana. Los arbotantes comenzaban a apagarse; apenas si se apreciaban los charcos de agua sucia como hoyos que daban al otro lado del mundo; la noche anterior había llovido y el aire estaba fresco. El conductor del auto de vidrios polarizados vio un perro viejo olisqueando las apiladas bolsas de basura en el parque Chamizal: restos de pastel y carne asada, huesos cocidos a fuego directo, botellas de jugo, refresco y cerveza y restos de piñatas rotas como cadáveres cercenados, cabezas, brazos y piernas hechas de periódico siendo encontrados por el hambre del animal vagabundo y los pájaros. Los camiones urbanos comenzaban a transitar y los viajantes parecían zombis o cuando mucho pacientes hipnotizados esperando el chasquido de dedos para salir del trance. Algunos de los camioneros vieron pasar el auto color arena; la figura dibujada en su interior era sólo eso: uno más de ellos en una ciudad chaparra y caliente en los últimos días del calor extremo. El auto siguió al sur, tomó la avenida de las Américas y luego torció al este sobre la Paseo Triunfo de la República. La gente sobre las aceras escuchó el zumbido del motor y con la vista acompañó por unos segundos al auto. Era tan temprano que ni los muchachos limpiaparabrisas, ni las tarahumaras de faldas abombadas, en rojo, verde y rosa, habían salido a las calles. La ciudad se limpiaba las legañas, abría el hocico y daba un bostezo.

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Sobre la avenida de la Raza, Carlos frenó de pronto, las balatas de su auto se apretaron contra el metal de los discos, los neumáticos chillaron. Apenas si vio al auto color arena pasar frente a él a gran velocidad. Soy un pendejo, se dijo y tomó aire. Estuvo a punto de estrellarse. Desde que su prometida Angélica lo había dejado por un perfecto desconocido (al menos para él), a Carlos le había comenzado a doler una muela. Al principio apenas si le molestaba, pero con el tiempo el dolor se había agudizado. Aprovechando el poco tráfico, intentó distinguir en el espejo retrovisor algo extraño en su dentadura. Alguna marca, algún punto luminoso o negro. Cuando pasó el susto, aceleró con cautela y tomó al norte. Miró por el retrovisor y vio al auto veloz color arena volverse pequeño en la mañana que ya era roja como si se tratara de un atardecer, como si alguien hubiera incendiado un basurero con un tanque de gasolina. El auto color arena siguió derecho sin desacelerar, tratando de tomar todos los semáforos en verde, pasó el aeropuerto y sin ningún problema pasó la segunda garita de la aduana mexicana en el kilómetro treinta y dos.

La ciudad y el desierto despertaban y Carlos, el ingeniero, después del susto, manejó hasta su oficina. Se sirvió una taza de café y comprobó, con lo caliente del líquido, que el dolor en la boca era insoportable. Encendió la computadora.

A las once de la mañana se había olvidado del color del auto con el que estuvo a punto de chocar. A media tarde lo recordaría como si hubiera sido parte de un sueño. Sus compañeros de oficina iban y venían, sacaban copias, hablaban por el altavoz del teléfono con otros ingenieros en Estados Unidos. Tecleaban en sus computadoras o se contaban chistes. Nadie se acordó de la fecha trágica. Nadie dijo nada del nueve-once y a él le dolía una muela.

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