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Aquí, a la vuelta

La casa que cambió la historia popular de México y de la libertad en América Latina

En el número 27 de la calle Penitenciaría, en la bravía colonia Morelos en el Distrito Federal, se entrenó y se dio asilo a los revolucionarios cubanos que cambiaron la historia de México y Latinoamérica.

Fotos por Sonia Yáñez.

Aquella mañana Irma estaba un tanto preocupada. Ese día era el bautizo de su hijo. Ya tenía el ropón, ya tenía la iglesia a la que lo llevaría —la de San Antonio Tomatlán en la colonia Morelos de la Ciudad de México, su barrio—, ya hasta tenía al padrino —un cubano que junto a otros de sus paisanos pasaba una temporada con ella y su familia en lo que se preparaban para regresar a su país—. Lo que Irma no tenía era el nombre para su bebé.

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"¿Y cómo le vamos a poner?", le decía a su marido.

"Pues como tú quieras", contestaba el hombre.

"¿Y si le ponemos Raúl, como su padrino?".

"Ándale, sí. Ponle Raúl".

Casi seis décadas después doña Irma, que ya raya los 80 años, con voz apacible, de esas que evocan al pasado, no se cansa de contar la anécdota. La repite una, dos, tres veces… las que se depositen en su memoria, a la que se le escapa mucho de lo acontecido en su casa. Pero no ese recuerdo. Ese está ahí siempre, y sale de pronto, interrumpiendo la explicación de su hijo que no sabe cómo hacerle entender a su madre que ya contó el suceso varias veces.

"Raúl se llama Raúl por Raúl Castro, porque él lo llevó a bautizar aquí, a la iglesita de la colonia".

"Cuéntales la otra historia, la de tu papá. Antes", le dice su hijo tratando de que la mujer se distraiga con otro tema.

"Ah, sí. Nosotros tenemos la imprenta, que es antigüisima la prensa, porque mi abuelo, Antonio Vanegas y mi papá Blas Vanegas tenían su imprenta. Hacían todos los trabajos, lo que les caía. Hacían mucho trabajo de la muerte…"

"¿Quién trabajaba para ellos?", interrumpe Raúl.

"¿Quién?".

"Posada", le dice, con voz bajita, como si le estuviera soplando la respuesta en un examen de escuela.

"Ah, sí, José Guadalupe Posada trabajaba con ellos".

"¿Nos invita a pasar a su sala?", le pido. Quiero conocer el interior de ese sitio histórico.

"Sí, pasen". Camina la abuelita delante mío indicando la ruta. De pronto hace un pequeño alto, voltea a verme y continúa. "Y Raúl, mi hijo, se llama así por Raúl Castro, porque Raúl Castro lo llevó a bautizar aquí, a la iglesita de la colonia…".

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Doña Irma se detiene en el pasillo que está antes de entrar a la sala. Es amplio y hace las veces de comedor. De un lado hay una ventana y del otro una pared de la que cuelgan tres cuadros. El primero enmarca una hoja con la foto de un hombre de unos 50 años, barbado: "Ese es mi abuelo, Antonio Vanegas Arroyo", dice doña Irma frente al retrato. El segundo es una foto en blanco y negro donde están posando dos hombres y cuatro mujeres. Ninguno rebasa los 40 años. Uno de ellos es alto, tanto que las cabezas de las mujeres que abraza le llegan al hombro. Se ve elegante con ese bigote finamente recortado. Usa un traje de color negro, camisa blanca y corbata. "Ese es Fidel Castro Ruz, el cubano", explica la anfitriona. El otro es más bajo de estatura, moreno, de rostro recio. Es Arsacio Vanegas, quien entrenó a los cubanos en México antes de iniciar su revolución. La tercer foto es de José Guadalupe Posada a las afueras de su local en la calle de Guatemala, en el Centro Histórico. Doña Irma no dice nada de esa placa.

Por fin pasamos a la sala. Es grande. Hay dos sillones, uno individual que más parece un puf por lo blando que está, y otro en el que caben cuatro personas sentadas cómodamente; una mesa de centro con una figura femenina que parece un hada. Con todo aún le sobra espacio para que unas cinco personas se puedan mover sin chocar. En el fondo de la sala hay una gran vitrina con fotos que cuentan de alguna forma la historia de esta familia. Ahí tienen un altar con las banderas de México y Cuba y la foto de don Antonio Vanegas Arroyo de pie, en su traje negro, su rostro barbado y una de sus hojas impresas en su mano derecha. Hay también fotos de Blas Vanegas al lado de sus hijos; un dibujo a lápiz de Arsacio Vanegas, quien nunca abandonó su barrio, luciendo su dorso desnudo y mostrando los músculos trabajados en el gimnasio; un reconocimiento de una empresa de lucha libre para "el Kid" Vanegas, el mate donde el Che Guevara bebía la infusión de yerba que lleva el mismo nombre que el recipiente de calabaza; la foto de Fidel Castro estrechando a doña Irma, cuando el revolucionario cubano volvió a México a la toma de protesta de Carlos Salinas de Gortari como presidente; y libros de historia de México, muchos libros.

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Sin embargo, lo que más llama la atención es la carta que envió Fidel Castro a la familia en 2001 lamentando la muerte de Arsacio Vanegas. Ahí lo reconoce como un firme y leal colaborador del grupo de revolucionarios cubanos en México, motivo por el que el pueblo de Cuba lo consideró uno de sus hijos y otro de sus combatientes.

***

Al fondo de la vivienda, en un cuarto lleno de placas de impresión, cajas de cartón, un retrato del Che y trofeos de lucha libre, se conserva una prensa con más de 100 años de antigüedad. Esta bestia negra que a veces parece la poderosa máquina de un ferrocarril, perteneció a Antonio Vanegas Arroyo, el más importante impresor popular en los inicios del Siglo XX.

Del taller de Antonio Vanegas salieron esas grandes hojas impresas para leerse en voz alta y ganarle a los periódicos la noticia: las hojas volantes. Aquí se imprimió la cantaleta que todos interpretamos en diciembre durante las posadas, que recuerda a José toque y toque puertas para que algún alma les diera hospedaje a él y a María que estaba a punto de dar a luz al Niño Jesús. De hecho, se dice que fue don Antonio quien escribió la letra de esta letanía.

Y no sólo eso. La imprenta Vanegas Arroyo publicó novenas para rezarle a San Pedro, a San Miguel Arcángel y otros santos; canciones y corridos de moda, adivinanzas y hasta textos de José Martí y la independencia de Cuba, durante la estancia del poeta en México. Buena parte de estos trabajos fueron ilustrados por uno de sus grabadores, quien se especializó en calaveras: José Guadalupe Posada.

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Así es. Ésta casa guarda, entre cajas de detergente "Roma" y aceite "1-2-3", las placas originales con las que se imprimieron muchos de los trabajos del mejor grabador en la historia de México, según los entendidos, como la Catrina o el Quijote, así como impresiones inéditas, algunas acompañadas por textos del mismo Antonio Vanegas Arroyo.

La prensa aún está en uso y aunque Ángel y Raúl Cedeño Vanegas, bisnietos de don Antonio, le han hecho algunas adecuaciones para que funcione con electricidad, hay que hacerla trabajar de forma manual, lo que convierte a estos hermanos en artesanos y guardianes de la impresión tradicional, sin que esta sea su actividad económica principal. Lo mismo sucede con un par de linotipos que también pertenecieron al patriarca de esta familia.

De hecho, con esta maquinaria se imprimió hace un par de años una carpeta con tableros de juegos de mesa, algunos grabados por Posada, como "La Oca" o "El Coyote". De esta forma, aunque no reciban ningún apoyo gubernamental y a veces tengan que abandonar sus trabajos, los Vanegas tratan de distinguir el nombre de su bisabuelo, cuya tradición y labor como impresor ha quedado opacado por la fama y la figura mediática de Posada.

***

Arsacio Vanegas creció entre la tinta, el papel y el sonido de los fierros que chocan en la imprenta al trabajar. No fue extraño que se dedicara a la impresión, el oficio familiar. Pero además tenía otro trabajo, muy de los bravos habitantes de la colonia Morelos. Era luchador profesional y fue conocido como el Kid Vanegas.

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En 1955, Dick Medrano, un colega del cuadrilátero y esposo de María Antonia González, otra cubana clave para la estancia del Movimiento 26 de julio en nuestro país, le habló a Arsacio de la posibilidad de preparar físicamente a un grupo de cubanos que habían huido de la isla luego de un fallido golpe al régimen de Fulgencio Batista. Arsacio aceptó. Primero conoció a Raúl Castro y al poco tiempo ya platicaba con Fidel en una caminata de hora y media, desde la calle de Edison hasta el Monumento a la Revolución, en la colonia Tabacalera.

Fidel sabía que Arsacio era el hombre que los tenía que ayudar no sólo por su conocimiento en lucha, también por su trabajo en la imprenta, esa que 65 años antes había plasmado en papel el pensamiento de José Martí, uno de sus héroes. En ella se imprimieron los bonos que se vendieron en Estados Unidos para recaudar fondos que financiaron la causa, así como el Primero y Segundo manifiestos al pueblo de Cuba, redactados por el propio Castro.

De esta forma Arsacio Vanegas, además de llevarlos a correr por el cerro del Chiquihuite y la avenida de los Insurgentes, hacer que se cargaran unos a otros y así subieran la colina, enseñarles a caer y otras tácticas del combate cuerpo a cuerpo, abrió su casa, en la calle de Penitenciaría, para que 42 guerrilleros, entre ellos, Raúl Castro, Camilo Cienfuegos y Ernesto "Che" Guevara, tuvieran un refugio mientras permanecían en México. Hasta ahí llegaba Fidel en las madrugadas para dar indicaciones y planear la estrategia a seguir. Tocaba la ventana tres veces y las tías de Arsacio sabían que se trataba de Alejandro, como se le conocía en México al líder cubano.

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En la casa de la colonia Morelos los rebeldes dormían en catre, bueno, sólo los cuatro hombres que alcanzaban a llegar a ellos, los demás tenían mucho suelo en la sala, el pasillo, una recámara y parte de la cocina. Las tías de Arsacio y sus hermanas Irma y Joaquina se encargaban de preparar la comida, sobre todo arroz, picadillo y congrí —arroz con frijoles colorados, un platillo típico de Cuba—, así como de lavar y planchar la ropa para los 82 guerrilleros, aunque en la casa sólo dormían 45. La tarea no era fácil, no sólo por la cantidad de personas, sino porque a las tías de Arsacio, que ya tenían una edad muy avanzada —rondaban los 80 años— , no les gustaba ni usar gas para cocinar, ni electricidad para planchar. Temían que el gas causara una explosión o que la plancha eléctrica las electrocutara. Por eso todo se hacía al carbón. Y tal vez la comida era más sabrosa y las camisas quedaban mejor almidonadas, como le gustaban a Fidel. Sin embargo, la espera era interminable para esos hombres que llegaban hambrientos y sucios tras horas de entrenamiento físico.

La sala, que hoy luce un piso cerámico, en aquellos días era de duela, de los antiguos, como dice doña Irma, con polines y sobre ellos la madera, lo que no hacía tan pesado el descanso a quienes no alcanzaban catre. La principal ventaja de ese suelo es que era hueco, entonces los guerrilleros levantaron las tablas y ahí escondieron las armas. Sin embargo, estaba el riesgo latente que en cualquier momento llegara la policía. Carmen Vanegas, otra de las hermanas, tenía un novio que era agente. Él recibía los pitazos de revisiones a la casa, le avisaba a su novia y cuando llegaba la policía todo estaba preparado para que no se levantaran sospechas. Y si a él le tocaba participar en el cateo, señalaba en su reporte que esa casa estaba limpia.

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***

A finales de los setenta, debido al constante crecimiento de la Ciudad de México, las autoridades del Departamento del Distrito Federal ordenaron la ampliación del Eje 2 Oriente, en el tramo que hoy comprende la avenida Congreso de la Unión. Dicha obra requería derribar algunas casas para que por ahí pasara la vialidad. Así se lo hicieron saber a los vecinos través de un aviso. Por supuesto hubo muchas movilizaciones para que esto no se llevara a cabo. Pero entre todas estas casas una fue defendida por jóvenes de la colonia Morelos, quienes realizaron una valla humana para evitar su destrucción. Incluso, por las noches, se acercaban con herramienta —como pericos, llaves y martillos— a las máquinas de la constructora para meterles mano y descomponerlas.

Desde 1982 la casa de los Vanegas Arroyo, en el número 27 de la calle Penitenciaría, en la bravía colonia Morelos, y la maquinaria que forma parte de la imprenta están catalogadas como monumentos históricos. La gente pasa, sin prestar atención, frente a esta vivienda de fachada color blanco que a simple vista es de lo más común. Tal vez lo único extraordinario de esa calle sea que conduce a la cárcel de Lecumberri, hoy convertida en el Archivo General de la Nación. No hay nada, "ni una pinche placa", como bien reclama el escritor Alberto Híjar, que dé testimonio de los hechos ocurridos ahí. Es una casa modesta, como sus habitantes, quienes saben que prácticas tan habituales como cocinar, lavar y planchar también son actos heroicos en una revolución.

@CronicasAsfalto

@MemoMan_