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Cultură

La disco demente

Bailamos toda la noche en un manicomio alemán

El segundo miércoles de cada mes, Klinikum Wahrendorff, un hospital psiquiátrico en Köthenwald, Alemania, se convierte en el antro más inimaginable del mundo. Vacían la sala de usos múltiples y la convierten en una especie de discoteca típica: las personas se arreglan, bailan, beben, coquetean, discuten y, básicamente, pierden el control y la pasan bien. La diferencia es que mientras en los antros regulares es difícil entrar, en el Wahrendorff es todavía más difícil salir.

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Llego antes de que comiencen las festividades para encontrar dos máquinas de luces proyectando rayos azules, rojos, amarillos y verdes con varios patrones sobre el piso oscuro y las largas cortinas rojas del lugar. Podría ser una escena sacada de una película clase B de los ochenta, sólo que en este lugar la noción del tiempo no parece importarles mucho.

Estudio la habitación, aún desierta, intentando imaginar cómo se verá media hora después, cuando 200 pacientes invadan el lugar y se coagulen en una sola masa que vibra y baila. Los bajos empiezan a sonar en las bocinas. Reconozco la canción a medias. Es una de Lady Gaga, la canción perfecta para hacer la prueba de sonido en un hospital psiquiátrico. Detrás de la pista hay mesas con papas, pretzels y otras botanas en platos de plástico. Es como una mezcla entre una disco de pueblo y la fiesta de cumpleaños de un adolescente.

Pronto descubro que los pacientes entran a la pista de baile igual que sus contrapartes supuestamente cuerdas: primero despacio y después, todos al mismo tiempo, cuando la rola indicada los obliga a bailar. Al poco tiempo la fiesta está llena de vida, la música atrae a los internos cual tiburones tras los restos sanguinolentos de un náufrago. La DJ es Sabine Wenzel, directora del ala residencial del lugar y, clavada en su música y mezclando rolas enérgicamente en su consola, desafía el estereotipo de la autoritaria enfermera Ratched. Los presentes también se rinden ante los sonidos, incluyendo a Johnny, un esquizofrénico de 60 años con poco pelo y un par de lentes sucios, quien canta y rechina los dientes con placer.

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Sin importar el desorden psicológico que los aflija, todos los pacientes son iguales en la pista de baile.

Johnny se toma un descanso y viene a platicar conmigo. Me asusta un poco. Me pregunto lo que pasa en su cabeza. “Nadie me cuida, nadie me quiere”, me dice, antes de contarme que alguien ha estado envenenando su comida, razón por la cual está enfermo. Me dice que ha entrado y salido de hospitales psiquiátricos desde que era joven y admite no poder vivir solo. “No quiero salir; afuera es horrible. Aquí es un poco como Woodstock”.

No estoy muy seguro de a qué se refiere, pero no puedo dejar de pensar en los internos de One flew over the cuckoo’s nest (Atrapado sin salida), quienes prefieren la seguridad y esterilidad del hospital al mundo exterior. Pero creo que ni el mismísimo Randle McMurphy podría ayudar a Johnny. Mientras hablamos, arruga su cara como si acabara de morder un limón y me cuenta sobre sus delirios con lujo de detalle. Por ejemplo, asegura que una vez se infiltró en un círculo de pedófilos, hasta que un día terminó tirando la puerta de un departamento para descubrir a un güey jalándosela con fotos de niños. Johnny escupe mientras habla, y me baña la cara con cada sílaba. Después, de la nada, pierde su interés en mí, grita: “Música, por favor”, y regresa a la pista.

La fiesta está que arde, la habitación está repleta de cuerpos sudorosos. Además de los pacientes revoltosos con problemas mentales agudos que sólo se quedan un rato, hay unos mil residentes de largo plazo viviendo en el Wahrendorff, todos mayores de 18 años. Muchos de ellos están aquí por órdenes judiciales y no saldrán en mucho tiempo.

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Antes de la fiesta, Sabine me dio una visita guiada del hospital mientras se fumaba su cigarro electrónico. Cuando llegamos al ala de máxima seguridad, sentí que había llegado a la casa del terror. Había figuras sedadas y con los ojos borrosos deambulando por los pasillos; cuerpos con rostros deprimentes y malas posturas. Las paredes estaban adornadas con dibujos de todos colores hechos por los pacientes, y eran iluminadas por luces fluorescentes en el techo. Las camisas de fuerza y los confinamientos son cosa del pasado. La sala se veía bastante cómoda, pero aun así salí un poco asustado. Están en proceso de adaptar una habitación con colchonetas del piso al techo. Todas las superficies estarán acolchonadas. “Estar loco en este lugar es divertido”, me dijo Sabine.

Como directora de la zona residencial, Sabine tiene autoridad absoluta sobre los pacientes, pero como DJ es otra historia. Después de repetir algunos éxitos alemanes por enésima vez, alguien le grita: “¡Al carajo con la DJ!” A todo mundo le encanta criticar, incluso en el manicomio. La fiesta está a reventar, y a pesar de las quejas, todos están bailando, hasta Tanja, mi fotógrafa. A ella no le asustan los pacientes.

de Derecha a Izquierda: Markus tiene VIH y psicosis inducida por drogas, pero eso no evita que baile y se la pase bien;Nicole, de 22 años, sufre del Síndrome de Münchausen.

Me encantaría estar igual de relajado, pero no puedo. Estoy parado a la orilla de la pista, avergonzado y sintiéndome como el voyeur más raro del mundo. Ojalá fumara, así podría esconder mi rareza detrás de una nube de humo. Después de ver a todas estas personas enfermas, comienzo a sentirme mal. De repente, me doy cuenta de que algo se acerca desde atrás, y una señora enorme con pie zambo me da un beso en la mejilla y me mordisquea amablemente, cual gatita jugando con su cría. Ahora sí estoy aterrado; me alejo para secarme la cara con mi sudadera.

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Aunque hay algunos invitados (como mi extrovertida admiradora) que definitivamente no viven en este mundo, hay otros que parecen completamente normales. Por ejemplo, está Nadja, una joven con trastorno límite de la personalidad, una condición caracterizada por fuertes cambios de humor y un comportamiento impulsivo que puede destruir las relaciones personales; algo que no se nota a primera vista.

Nadja sonríe con frecuencia mientras platicamos. Realmente le gusta que la entrevisten. Se ríe mientras me cuenta que odia la música que estamos escuchando en ese momento, prefiere el techno y el hip hop. Es tan encantadora, elocuente y linda, que me pregunto: “¿Esta chica realmente está enferma?” Después me cuenta la historia de cómo fue abusada sexualmente cuando era niña y cómo su enfermedad es resultado de ello. Estuvo largo tiempo contemplando el suicidio, pero ya lo superó. También se cortó los brazos con una navaja. “Pero muy superficial, no necesité puntadas”, me explica, como si se tratara de la cosa más normal del mundo. Nadja vivía en el ala de máxima seguridad, pero la transfirieron a la de menor seguridad en febrero. Durante mucho tiempo no pudo ir a la escuela, pero ahora quiere terminar su educación básica. “Realmente quiero trabajar con niños enfermos, llevarlos a pasear, leer con ellos, cosas así”. También me cuenta que le gustaría tener una familia, siempre y cuando su esposo no la esté tocando ni queriendo tener sexo todo el tiempo.

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Sabine sigue como DJ, pero cambió la música y ahora está tocando techno de cuarta. Empezó a organizar esta Disco Demente hace seis años, poco después de empezar a trabajar en Wahrendorff. Cada mes, es el evento más emocionante y esperado dentro la escasa vida social de los pacientes. También hay una noche de películas una vez al mes, pero esa no tiene tanto éxito. Es fácil entender por qué la noche de baile es tan popular: es una de las pocas cosas que pueden hacer, que se parece al mundo exterior. Un cadenero se para en la puerta y les sella las manos (azul para los de mínima seguridad, rojo para los de máxima, quienes no pueden salir del antro). Los jóvenes más hormonales beben cerveza sin alcohol junto a la pista. Hay peleas de vez en cuando, igual que en cualquier antro, y siempre está el raro que intenta meter drogas (sin receta médica).

 En el punto más álgido de la celebración, la multitud se fusiona en un solo ente que vibra y baila. 

Los asistentes coquetean entre sí, y a veces tienen relaciones serias; Wahrendorff permite que las parejas vivan juntas dentro del hospital y les proporciona anticonceptivos e información sobre ETS. “Nuestros pacientes tienen derecho a amar y a su sexualidad”, dice Sabine.

Exploro la escena y veo a Sandra Brandt, una enfermera de 21 años en entrenamiento, bailando con Markus, un paciente de 44 años con pants rojos y una camisa a cuadros. Cuando ríe, su boca se abre para mostrar todos sus dientes, mientras se desliza como Travolta y le da vueltas a la enfermera. Markus sufre de psicosis inducida por drogas (es justo a lo que suena). A veces, la psicosis desaparece con el tratamiento, a veces no.

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Markus acepta hablar conmigo de inmediato, y levantamos nuestras copas para brindar. Es evidente que nos caemos bien, pero pronto me doy cuenta de que será difícil platicar con él: tiene un fuerte problema para hablar, al punto que suena como un bebé con la boca llena de malvaviscos intentando decir algo muy importante en voz alta. Pero Sandra lo entiende, y funge como mi intérprete. Me explica que Markus vivía en Mallorca, España, donde era dueño de un bar. En aquel entonces también le encantaba bailar. “Se la pasaba en los antros y consumía mucho LSD”, dice Sandra. Markus es gay y contrajo VIH en 1993. Su psicosis y el VIH están destruyendo su cerebro, pero todavía es ágil y consciente, todavía tiene hambre y sed, y todavía tiene las mismas ganas de comerse al mundo. “Vamos, hay que seguir bailando”, dice en su propio lenguaje. Sandra asiente con la cabeza y regresan a la pista.

Me empiezo a relajar. Markus es el vivo ejemplo de que se puede ser positivo sin importar los problemas. Espera con anticipación cada día como si se tratara de una nueva aventura. Y no es como si la gente en este lugar sea contagiosa o esté en cuarentena. Wahrendorff no es sólo una de las principales fuentes de trabajo en la zona, también está muy bien integrado a la comunidad; cada septiembre, hay un festival de jazz en donde los pacientes y la gente de los pueblos cercanos se mezclan; los locos y los “cuerdos” interactúan amigablemente.

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de DERECHA a IZQUIERDA: Igual que en los bares y antros “normales”, algunos pacientes prefieren ser espectadores; Algo que quizá no resulte sorprendente es que algunos pacientes bailan solos y a su propio ritmo.

La fiesta ya va llegando a su fin y me percato de una inquietante similitud con el mundo exterior: es el equivalente del Wahrendorff a ese momento en el que buscas desesperadamente tu última oportunidad para coger esa noche. Por supuesto, hay música suave y romántica de fondo. Algunos pacientes se menean en sus sillas, otros cantan. Nadie baila pegadito. Un hombre azota su pie derecho, después el izquierdo, cual elefante bebé. Ya casi no hay botanas. Entonces me topo con Nicole, una chica de 22 años con ojos azules; tiene maquillaje y despide un olor de perfume agridulce. Podría estar en prácticamente cualquier antro del mundo, pero está aquí porque padece del Síndrome de Münchausen, lo que implica que pretende estar enferma e imita los síntomas sin estarlo, sólo para llamar la atención.

No me quiere decir qué enfermedad pretendió tener la última vez que la llevaron al hospital, pero admite que la inventó. Me mira y sonríe, es la sonrisa más cuerda del mundo. Le pregunto cómo se lleva con los otros pacientes, cuyos problemas resultan más aparentes. “Al principio era extraño, pero ahora estoy feliz de estar aquí”. Se acostumbró a ver personas extrañas. A pesar de lo inofensiva que se ve, Nicole está en el ala de máxima seguridad; tuvieron que someterla a la fuerza cuando pretendió tener ataques epilépticos, y poco tiempo después de ser admitida a Wahrendorff, empujó a una de las enfermeras e intentó huir. Nicole cree que su enfermedad se originó durante su niñez. Sus padres discutían mucho, y con frecuencia la dejaban sola a cuidar la casa. Se empezó a sentir tan abrumada que dejó de ir a la escuela. Piensa que estará en el hospital al menos hasta 2013, y su sueño es convertirse en enfermera de ancianos después de recibir su certificado de educación básica. En este momento no quiere tener contacto con sus padres. Nicoles me pregunta si estoy casado y señala mi anillo, antes de regresar a bailar. ¿Seré su última y desesperada opción?

Antes de partir, le pregunto a uno de los enfermeros, quien hoy actúa de cadenero, si hubo problemas durante la fiesta. Me dice que fuera de algunos intentos de fuga, no pasó nada. “No puedes tener el control al cien por ciento”, me dice, y agrega que es posible que alguien haya logrado introducir cerveza de verdad, cosa que sucede con regularidad. No parece molestarle. “Ver a los pacientes aquí me hace feliz. Es un ambiente tan diferente. Aquí son realmente felices”.

Voy de regreso a la sala de usos múltiples para cerrar noche con broche de oro. La señora enorme con pie zambo vuelve a aparecer y se agacha frente a mi ingle, lista para usar sus dientes, directamente contra mis güevos. A penas puedo evadir el ataque y logro escapar de lo que pudo ser un doloroso incidente. Mi cara está ardiendo. La mujer me observa mientras huyo con sus ojos enloquecidos, mientras sacude sus tetas se mueven como gelatina. Ganó: estoy realmente asustado. Después llega ese momento de toda gran fiesta: el final. Encienden las luces y es hora de cerrar; los pacientes se suben a unos pequeños autobuses y todos se van. Sabine le da play a la canción que siempre pone al final de todas las fiestas, “Born to Live” de una popular banda alemana llamada Unheilig. Dice que la letra tiene mucho significado para muchos pacientes:

“Nacimos para vivir / eternamente / nacimos para vivir / por ese momento / cuando todos entienden / lo hermosa que es la vida”.