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Cultură

La muerte del hobo norteamericano

Siempre quise ir a la convención, así que hice un plan para viajar en tren desde Oakland hasta Britt, con tres personas que apenas conocía, en menos de cinco días.

Balty y Firecracker Wendy, dos de los viajeros vagabundos que llegaron a la Convención Nacional de Hobo de este año en Britt, Iowa.

Cuando camino por una ciudad, un suburbio o un bosque, siento un gran alivio cuando me encuentro con vías de tren. Es como si los miedos, las dudas y las ansiedades de la vida diaria desaparecieran, y por unos momentos puedo respirar libremente. Las vías de tren persisten en las sombras de nuestro futuro minimalista y digitalizado. Son reliquias de aquella época en la que bestias de hierro y vagones de pasajeros atravesaban los campos salvajes bajo la noche, en viajes manchados por el diesel del motor.

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En esta interminable red de calles, autos, torres de celular, negocios, casas, trabajos y familias, las vías del tren son una puerta de salida, un espacio, una excepción en donde el silencio y la anarquía todavía gobiernan.

Si las autopistas y las calles son las venas de Estados Unidos, los miles de kilómetros de vías son como esos diagramas de chacras en la oficina de un acupunturista, los flujos de energía escondidos que afectan a todo el cuerpo. Es como si el vapor de cientos de años del espíritu aventurero estadunidense, estuviera impregnado de ese intoxicante olor a alquitrán quemado. Es el último lugar verdaderamente norteamericano, libre de las culpas del progreso moderno.

Muchos saben que a mediados del siglo XIX, Henry David Thoreau se mudó a una cabaña junto a un lago en las afueras de su pueblo natal, Concord, Massachusetts, donde vivió dos años mientras escribía su libro llamado Walden. Lo que no todos saben es que su cabaña estaba a menos de cien metros de las vías de tren que llevaban a Concord, y que sólo debía caminar 30 minutos sobre las vías para llegar hasta casa de su madre.

En una visita reciente al Lago Walden, mientras me maravillaba con ese lugar tan prístino que Henry David había elegido para su experimento, entendí que sin las vías –esa línea de vida, ese rastro de migajas de pan que se extiende hasta el comienzo de la civilización– su periodo de ermitaño se habría convertido en un infierno interminable. Thoreau encontró lo mejor de dos mundos, eso que todos queremos: naturaleza y civilización en un combo perfecto.

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Puedo imaginar cómo, durante algunas noches frías, el silbido del tren recorriendo el bosque le devolvía el coraje para continuar con su trabajo en su pequeña cabaña, cuando extrañaba a sus amigos en Boston, preguntándose por qué había regresado a su pueblo natal para cultivar ejotes; y le recordaba que, aunque estaba solo, todavía era parte de la humanidad.

Crecí en los suburbios de Carolina del Norte, una zona tranquila y boscosa en el este del país, donde el tren de carga es una parte fundamental en la textura del paisaje. En la prepa, durante esas largas noches de otoño, mientras las hojas multicolor caían en mi vecindario, escuchaba el estruendo de la banda de guerra escolar en la distancia y el silbido del tren, mientras se abría paso entre esos bosques densos, y mi espíritu se llenaba de emoción por el futuro y todo lo que faltaba por hacer.

Me formé en las vías. Caminar por un barranco o abrirse paso entre el follaje para encontrar un mundo escondido detrás del estacionamiento de una farmacia tenía algo mágico.

Justo después de cumplir 18, una tarde de otoño, me subí a mi primer vagón del tren en las afueras de Raleigh con mi amigo Doug MacPherson. Esas horas que pasamos echados sobre esos cargamentos de madera, intentando descifrar ese misterioso intercambio de vagones y locomotoras en la estación, quedaron grabadas en la médula de mis huesos; como un acertijo que no entiendes, pero que comienza a tener sentido entre más lo observas. Mi amigo Cricket, un polizón experimentado, nos entregó un pequeño mapa hecho a mano para ubicarnos una vez que llegáramos a la estación de Linwood, al oeste de Carolina del Norte. Su consejo fue la advertencia que se le da a todos los que viajan por primera vez: "Agáchense y no dejen que nadie los vea".

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Mientras nuestro tren salía de Raleigh, ignoramos el consejo de Cricket y nos sentamos sobre nuestro granero motorizado, a plena vista de todos los automovilistas parados en los cruces de tren. Saludar a todos los conductores mientras pasábamos frente a ellos tenía su encanto: cuando nos veían, sus rostros se iluminaban, nos señalaban y decían: "¡Mira, hobos!" Fue casi como si vernos sentados encima del tren los hiciera creer en las cosas misteriosas de nuevo; el contemplar de lo desconocido.

El escenario desde las vías es completamente distinto al que uno ve desde la ventana de un auto: no hay gasolineras, anuncios, bares, banquetas ni peatones. Es un mundo de lugares abandonados y sombras en patios traseros mal iluminados, perros callejeros que aúllan, vagos que toman bajo los puentes, monolitos de concreto y postes de teléfono cubiertos por enredaderas. Una vez que llegas al campo y te alejas de las carreteras, te encuentras con la naturaleza virgen, un lugar que no ha sido marchitado por la mano de la civilización.

Con nuestro mapa arrugado, camino a un extraño lugar, Doug y yo nos sentíamos como los primeros norteamericanos; pioneros lejos de casa, embarcados en una gran aventura. Así comenzó mi complicado y mal correspondido amor por viajar en trenes de carga.

El autor, dormido en un vagón, en algún lugar de Utah o Wyoming.

"Ten cuidado con cualquier aventura que requiera de ropa nueva”, advirtió Thoreau. El gran radical e inconformista de Nueva Inglaterra podría ser descrito como un protohobo, con un énfasis en la autosuficiencia, vivir al aire libre, y viajar sin rumbo por los territorios aún vírgenes de Estados Unidos y Canadá. Los historiadores concuerdan que el hobo estadunidense moderno surgió después de la Guerra Civil. Los hombres jóvenes de la nación regresaban para ver sus hogares devastados. Algunos, acostumbrados a dormir al aire libre y a cazar su comida, se convirtieron en viajeros errantes, desplazándose por el país en busca de trabajo. A mediados del siglo XIX, el aumento de hobos se expandió hacia oeste junto con las vías de tren.

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En sus inicios, los hobos eran migrantes que se subían a los vagones de tren en lugar de pagar por un boleto en el carro de pasajeros. Se estima que había un millón de hobos en las vías entre 1890 y 1930. Ben Reitman, un anarquista peripatético, famoso en los años veinte por ser el amante de Emma Goldman, realizó una subdivisión de la taxonomía de viajeros de la siguiente manera: “Los hobos eran los hombres y mujeres que viajaban por ahí en busca de trabajo; los tramps eran aquellos desprendidos y sin dinero que viajaban en busca de emoción y aventura como yo, y los bums, los vagos más problemáticos, son aquellos adictos a las drogas y el alcohol, y que han perdido todo sentido de respetabilidad”.

La llegada del nuevo siglo fue un momento peligroso para los hobos. Entre 1898 y 1908, la Comisión Interestatal de Comercio registró la muerte de unos 48 mil tramps, asesinados en los vagones del tren, y el mismo número de mutilados. Era normal que los migrantes viajaran debajo de los vagones (riding the rods), acostados sobre las barras de acero, extendidos como Superman. También viajaban agachados sobre las plataformas de los trenes rápidos de pasajeros (riding the blinds). Los vagones a veces iban tan llenos que era difícil encontrar espacio dentro. La vida era barata en las vías; algunos hobos se caían del tren, otros eran asesinados, y los menos afortunados morían congelados en los vagones refrigerados, o sofocados en túneles largos sin sistemas de ventilación modernos. El experto en vías del tren, Lee Wheelbarger, me contó una historia que ilustra muy bien estos peligros: los trenes de vapor de aquel entonces escupían aceite hirviendo y residuos calientes sobre una pequeña plataforma detrás de la segunda locomotora, conocida como el "monkey porch". En las noches frías, los hobos, ingenuamente, caminaban por el tren hacia el calor que irradiaban las locomotoras; cuando la tripulación los encontraba, estaban tan escaldados que parecían changos quemados.

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Hoy en día, si la policía ferrocarrilera (mejor conocidos como bulls) te agarra de polizón en un tren, te dan una advertencia, un citatorio o, en el peor de los casos, te meten a la cárcel unos días. Sin embargo, a principios del siglo pasado, había una especie de guerra de guerrillas entre las compañías ferrocarrileras y los hobos. Los bulls mataban hobos sin piedad, y estos se vengaban disparándole a los bulls.

Esta saga quedó dramatizada en la película Emperor of the North Pole (Emperador del Polo Norte), en la que un bull despiadado y asesino de hobos llamado Shack es retado a un duelo por un heroico hobo conocido como A Number One, quien estaba determinado a subirse al tren de Shack. Es probable que el personaje de Shack haya estado inspirado en Jeff Carr, un bull de principios del siglo pasado con una reputación escalofriante entre los viajeros.

En su autobiografía de 1926 sobre el bajo mundo, You Can’t Win, el prófugo Jack Black escribe: “[Jeff Carr] tiene ideas muy simples cuando se trataba de matar viajeros. Si corres, te dispara; si te quedas parado, te dan seis meses [en prisión]. Y él prefiere que corras”. Jack London también escribió sobre Carr en The Road, su libro de 1907 sobre polizones: “Por suerte, nunca me encontré con Jeff Carr. Pasé por Cheyenne durante una tormenta. Había 84 hobos conmigo en ese momento. Nuestros números nos volvían indiferentes a casi todo, pero no a Jeff Carr. La idea de Jeff Carr aceleraba nuestra imaginación, entumecía nuestra hombría y toda la pandilla se moría de miedo de encontranos con él”.

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Además de los asesinatos, las extorsiones estaban a la orden del día. Los trabajadores ferrocarrileros se subían a los vagones y le quitaban a los polizones el poco dinero que tenían, amenazando con sacarlos del tren o hacer que los arrestaran. A finales del siglo XIX, un grupo de hobos formó un sindicato de trabajadores desempleados y viajeros llamado Tourist Union #63 para protegerse de los bulls y los ferrocarrileros. Algunos de estos hobos después fundaron la Unión Estadunidense para las Libertades Civiles (ACLU por sus siglas en inglés). Más de 50 años después, en 1972, ganaron su lucha por la derogación de leyes anticuadas y represivas contra los vagabundos.

A principios del siglo, Tourist Union #63 organizó la primera Convención anual de Hobos en Chicago, en aquel entonces un punto de encuentro para hobos. Chicago tenía las terminales de carga más grandes del país y era el lugar ideal para criminales, radicales, y vagabundos. Después de que los amotinamientos y la policía irrumpieran en algunas de las convenciones, los organizadores corrieron la voz de que querían reubicarse. Los fundadores de un pequeña comunidad de granjeros en Iowa llamada Britt, ofrecieron su pequeño terreno para el evento.

A diferencia de otros pueblos con leyes draconianas contra la vagancia, Britt quería tener más hobos en el lugar; necesitaban granjeros temporales. Se dieron cuenta que invitar a los hobos a su pueblo sería una buena forma de distinguirse de las otras comunidades en desarrollo. Así que los fundadores le compraron a los hobos boletos de primera para que vieran el lugar desde Chicago. A los hobos les gustó Britt, había suficiente espacio en el pueblo para organizar grandes reuniones. Cerraron el trato, y la convención nacional del gremio se ha llevado a cabo en ese lugar durante los últimos 112 años.

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En la actualidad, los hobos todavía llegan al pequeño pueblo por un fin de semana al año, en agosto, para reconectar con viejos amigos, honrar a sus muertos, comer estofado irlandés, y elegir al Rey y la Reina de los Hobos. Britt tiene el Museo del Hobo, el Cementerio del Hobo, la Selva del Hobo, y el altar al Hobo Desconocido.

Siempre quise ir a la convención, así que hice un plan para viajar en tren desde Oakland hasta Britt, con tres personas que apenas conocía, en menos de cinco días. Uno realmente necesita tener tiempo cuando viaja de polizón en tren, para acomodar esos contratiempos que traen consigo el destino y la suerte. Debido a otros quehaceres, no teníamos más tiempo, pero emprendimos nuestro viaje de todos modos. Como solía decir Tennessee Williams: “¡Haz viajes! ¡Inténtalo! No hay nada más”.

Nuestro viaje en tren tuvo un buen comienzo. Los cuatro nos reunimos en el bar Heinold’s First and Last Chance, establecido desde siglo pasado y un lugar que Jack London solía frecuentar, en el puerto de Oakland: ahí estaba Jackson, el fotógrafo; Ben, un amigo que tenía un par de semanas de vacaciones y quería una aventura; y Chris, un viajero con el que me había escrito pero a quien nunca había conocido en persona. Chris había viajado muchísimo, yo había viajado un poco, y era el primer viaje de Jackson y Ben. Acampamos cerca de la terminal de carga en la estación de Oakland. A la siguiente mañana un bull nos echó del lugar, y amenazó con enviarnos a prisión, “y nadie quiere ir a prisión en Oakland”.

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Tomamos el consejo del bull y nos fuimos a la estación de Amtrak con la cola entre las patas, y compramos boletos para Roseville, la siguiente parada en la ruta terrestre de Union Pacific. Una vez ahí, nos subimos a un viejo tren de deshechos y avanzamos unos ocho kilómetros antes de que el vehículo se detuviera. Tres policías muy amigables nos bajaron del vagón; el conductor le avisó que nos había visto saltar. Esa noche, después de horas divagando por los suburbios de Roseville buscando una mochila nueva, dormimos en las gradas de un campo de futbol estudiantil, justo frente a un patio de carga. En la mañana, Chris nos dejó y se fué solo, y Ben, Jackson y yo cruzamos el pueblo para tomar el camión de 15 dólares hasta Reno, Nevada.

La terminal de carga de Union Pacific en Reno está justo a un lado del Nugget Casino. En cuanto llegamos, nos aventuramos al interior del casino. Después de vivir afuera durante dos días, la alfombra y los espejos que cubrían las paredes resultaron ser una experiencia casi alucinante, casi como estar en la casa de la risa.

Salimos del casino, pasamos juntos a los rociadores y el pasto artificial verde neón, y nos metimos entre los primeros arbustos artificiales que pudimos. Justo detrás había una desolada selva de hobos (como se le conoce a los campamentos junto a las vías) junto a una valla de alambre, tapizada con latas de cerveza y basura.

Durante gran parte del siglo XX, los polizones estudiaron el sistema ferroviario a base de prueba y error, e intercambiaban información con otros viajeros. En los años veinte, las selvas estaban repletas de gente lavando ropa y preparando grandes comidas. Podías acercarte a cualquiera y preguntar cuando saldría el siguiente tren. Los más experimentados habían memorizado los horarios, la distribución de las terminales de carga y los mejores puntos para saltar, todo después de años de repetición.

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En 1997, un desconocido amante de los trenes catalogó toda esta sabiduría popular en un solo códice, una guía para salir de cada ciudad, pueblo y suburbio en Estados Unidos.

Ese grueso panfleto fotocopiado se actualiza cada año con información de gente que contribuye en todo el país. Este sextante moderno para el explorador de los mares de fierro pasa de mano en mano entre los jinetes del vagón. En él se incluyen los 50 estados norteamericanos y los territorios canadienses, todo impreso en Times New Roman número nueve, con un elaborado sistema de acrónimos. Este es un extracto sobre Reno:

Un tren de doble carga con dirección a Chicago llegó al mediodía. Lanzamos nuestras cosas sobre la reja y corrimos a un costado, buscando un vagón habitable. Como no encontramos ninguno nos conformamos con la unidad trasera (una locomotora desocupada al final del tren), abrimos la puerta de metal y nos escabullimos al interior.

El interior de una locomotora es como una cabina de piloto: la temperatura está controlada, está lleno de botones, palancas y la silla del capitán. Hay agua embotellada en un frigobar y un baño. Jackson y Ben lo miraron con desconfianza. Esperaban viajar al aire libre, en un vagón con la puerta abierta, o en uno de esos vagones convertibles, esos pozos de 14 metros de largo por dos de profundidad.

Cuando estás abordo, un tren es como una criatura viviente, un dragón primigenio. Gruñe y ruge y exhala aire caliente; incluso suelta gases. Con cada ruido, Ben y Jackson saltaban, preocupados de que algo estuviera mal. Después de que les expliqué que esos sonidos eran completamente normales, se relajaron. Una vez que nuestro tren salió de Reno, salimos de nuestro escondite y nos sentamos en las sillas neumáticas del capitán. Las vías se alejaban de la carretera, y poco tiempo después estábamos en campo abierto, matorrales por doquier y un desierto blanco que se extendía hasta el horizonte. Abrimos las ventanas y empezamos a fumar sentados en la plataforma, sólo para sentir el calor del aire desértico sobre nuestras caras. Nos alejamos más y más de la civilización, lejos de las carreteras, el agua y las personas, un lugar donde los celulares no funcionan y tienes que descifrar el paisaje y utilizar mapas ferroviarios para descifrar tu ubicación. La cabina se oscureció y cayó la noche sobre Nevada, sacamos nuestros sleepings y nos fuimos a dormir.

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Desperté a mitad de la noche y estábamos en la zona de carga de Elko, Nevada. Podía ver luces afuera, en ambos lados de la locomotora. Me asomé por una ventana y vi un camión de combustible de un lado y un carrito de golf del otro. Desperté a Ben y a Jackson y les dije que era hora de irnos. Las locomotoras traseras se inspeccionan cada 24 horas. Cuando viajas solo, te puedes esconder en el baño y guardar silencio, pero nosotros éramos tres y no teníamos a dónde correr. En ese momento sentí que alguien estaba a punto de agarrarnos, así que me lancé sobre la enorme puerta de acero y eché todo mi peso sobre la palanca. Escuché pasos del otro lado y después alguien intentó girar la palanca desde afuera. Lo intentó tres o cuatro veces, pero detuve la puerta hasta que se dio por vencido y se marchó.

Backwoods Jack toca una canción para el público en la Selva del Hobo.

En cuanto se fue, salimos corriendo por el desierto, hasta unos matorrales cerca de las oficinas de la estación. Mientras nos acurrucábamos detrás de esos matorrales desérticos, con todo el peso de nuestras mochilas encima, esta forma de viajar en tren comenzó a sentirse como una especie de entrenamiento militar autoimpuesto.

Los faros de los camiones nos rodeaban amenazantes, no teníamos a dónde ir. Vimos cómo nuestro tren arrancaba de nuevo. Justo cuando estábamos por darnos por vencidos y encaminarnos hacia la carretera, un tren de granos llegó al lugar, con dirección hacia al este.

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De un momento a otro, los camiones desaparecieron y el camino quedó libre. Corrimos junto al tren mientras éste agarraba velocidad, y nos montamos en el vagón de carga perfecto, suficientemente amplio para caber los tres acostados. El tren aceleró y se perdió tras un cañón en el desierto, iluminado por el suave reflejo de la luna llena. El tren de carga nos había hecho sufrir antes de recompensarnos por nuestras molestias. El vagón se tambaleaba y crujía por el interminable desierto; el aire fresco de la noche era estimulante. Me metí a mi sleeping y dormí mejor de lo que había dormido en años.

Cuando desperté, el horizonte se veía rosado, y estábamos cruzando por un muelle que se extendía sobre el Gran Lago Salado. Las montañas rojizas se reflejaban sobre el espejo de agua estancada. El olor azufre subía desde el agua, y las gaviotas sobrevolaban el tren. En la distancia, se veía un solo bote anclado, una especie de antiguo barco fenicio. Ben, Jackson y yo quedamos estupefactos, bendecidos con esta oportunidad de ver tanto esplendor. Fue casi como viajar en el tiempo. Pasamos frente a playas de sal blanca, viejas redes eléctricas en ruinas, y remolcadores encallados y oxidados sobre la playa.

Aunque nos estábamos quedando sin agua, decidimos quedarnos a bordo para cruzar desde Ogden, Utah, hasta Green River, Wyoming. En Green River, una vez que el tren se detuvo, cruzamos el puente que llevaba hasta el pueblo, seguros de nosotros mismos y caminando como si estuviéramos dentro de una película del Viejo Oeste.

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Green River es una parada importante para los trenes de carga en el oeste. Hay logos de Union Pacific por todos lados, y el gigantesco patio de carga abarca el espacio donde debería estar el centro del pueblo. Un hermoso edificio estilo griego que cualquiera pensaría es el ayuntamiento, es en realidad la base de operaciones de la compañía local de trenes. Los trabajadores ferroviarios recorren el lugar constantemente en sus camionetas blancas.

Parecía que los hobos y vagabundos eran parte de la vida diaria en Green River. Los habitantes nos sonreían en la calle y nos preguntaban si íbamos de salida. Los policías pasaban lentamente junto a nosotros, inspeccionándonos con las ventanas abajo. Uno de los policías que conocimos nos dijo que el pueblo recibía a unos mil vagabundos al año. Muertos de hambre y peligrosamente deshidratados, nos recuperamos en una restaurante de madera llamado Crazy Moose, después nos reabastecimos de cigarros, agua y cerveza, y regresamos al río para tomar el siguiente tren.

Esperamos bajo el puente como trolls, bebiendo cerveza y lanzando piedras para matar el tiempo. Esperar trenes de carga se siente un poco como estar en la guerra o de cacería: largos periodos de monotonía, seguidos de breves momentos de mucha adrenalina.

Las vías estaban particularmente silenciosas, así que nos dimos por vencidos por esa noche y regresamos a buscar un hotel barato. Esto resultó muy difícil. En tres hoteles no rechazaron de inmediato, argumentando que ya no tenían habitaciones. Después de ver sus estacionamientos vacíos, nos dimos cuenta de que nos habían negado el servicio porque para ellos éramos hobos. Después de esconder nuestras mochilas detrás de unos arbustos y asearnos un poco, no tuvimos problema para alquilar un cuarto en el motel Super 8. A la mañana siguiente, decidimos buscar otro punto para abordar y nos aventuramos hacia el patio de carga principal. Un trabajador llamó a la policía de inmediato, y pasamos una hora escondidos detrás de las ruedas del tren, esperando que no nos agarraran. Logramos saltar por unos vagones y salir del patio. Mientras caminabamos por un barrio tranquilo cerca de la estación, dos patrullas salieron de la nada. Un oficial calvo y engreído se abrió camino hasta nosotros. “¿Jugando al gato y el ratón? Parece que nosotros ganamos”, se burló. El otro policía, el good cop con su tono amable, nos hizo varias preguntas y logramos convencerlos de que éramos personas amigables. El policía calvo frunció el ceño y atravesó a Jackson con su mirada: “Tienes un anillo de compromiso y una cámara de fotos cara. ¿Qué estás haciendo aquí?”

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Nos dejaron ir con una advertencia; nos dijeron que nos meterían a prisión si nos veían de nuevo. Tentando al destino,regresamos al río a esperar de nuevo bajo el puente. Poco tiempo después, pasó un tren de deshechos, y nos subimos a la última unidad. Se detuvo en medio de Green River, y pasamos una hora extenuante escondidos, imaginando cómo sería el interior de una prisión en ese pueblo. Al fin, nuestro tren reanudó su camino, pero iba tan lento que decidimos bajarnos en Rawlins, Wyoming.

Junto a las vías en Rawlins conocimos a un rapero de 17 años llamado Whytesmoke, quien nos deleitó con un poco de freestyling, rodeado de su séquito de fans con bicicletas BMX. Comimos en un buen restaurante tailandés, y los dueños de la única cafetería en Rawlins nos dejaron rellenar nuestras botellas de agua. Un señor joven con su familia nos paró en la calle y nos contó que él había viajado en trenes en los ochenta. “Recuerdo que era una experiencia muy desgastante”, recordó. Fue un momento muy extraño, darnos cuenta que viajar en trenes inevitablemente se convierte en una historia más de las cosas emocionantes que hacías cuando eras joven.

Al atardecer, caminamos por las vías y llegamos hasta una vieja selva entre las colinas. Parecía un pueblo medieval; encendimos una fogata en un viejo barril oxidado. Después de un rato, un tren con dirección hacia el este y con vagones de refrigeración irrumpió la noche, y nos subimos a la última unidad.

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Cada tren es un volado, una experiencia única e impredecible. Quizá por eso lo hacemos: la apuesta, la pérdida absoluta de control, ese acto de quedar a merced de la suerte y el destino. El tren que tomamos en Rawlins tenía toda la apariencia de ser de los que recorren Wyoming a toda velocidad. Pero resultó ser miserablemente lento, y se paraba cada hora para cederle el paso a otros trenes mas importantes. Frustrados, nos bajamos en Laramie, Wyoming.

Ahora estábamos en una carrera contra el tiempo. Teníamos 12 horas para llegar a la Convención Nacional de Hobos; íbamos tarde. Rentamos el vehículo más barato que pudimos encontrar (una camioneta de mudanzas) y tomamos la carretera, decididos a recoger a todo aquel que nos pidiera aventón en el camino.

Justo afuera de Laramie, vimos una persona solitaria junto a la carretera. Tenía una barba larga y blanca, un Sísifo empujando una bicicleta colina arriba. Dimos vuelta en U y nos estacionamos, con lo que le pegamos un buen susto al viejo. Estaba sentado en la tierra, fumando un cigarro rolado y contemplando los árboles. Tenía el rostro envejecido y la ropa sucia. Tenía unos ojos azules muy expresivos y parecía Tom Hanks en Náufrago. Se presentó como Joe. La piel arrugada y su rostro chimuelo le daban una apariencia ancestral; nos dijo que sólo tenía 55.

Después de platicar durante cinco minutos, me di cuenta de que era uno de los últimos sobrevivientes de una raza en extinción. Joe nos contó que había estado acampando en Oregón durante los últimos dos años y que ahora estaba intentando llegar a Arkansas en su bicicleta, donde planeaba instalarse durante unos “tres o cuatro años” para buscar oro. Había viajado hasta Montana, pero se vio obligado a desviarse por los incendios forestales. Después de Arkansas, Joe planeaba conseguir un par de caballos y montar hacia el oeste por el campo norteamericano. “He visto este país en auto y lo terminaré de ver en bicicleta y a pie; decidí que también quería conocerlo a caballo, como en los viejos tiempos”.

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En su largo viaje, Joe había hecho amistad con los animales. “No creerían la clase de creaturas que he visto de cerca”. Nos dijo que hablaba con los tejones. La bici de Joe era más una especie de carrito del supermercado en dos ruedas que un medio de transporte. Pesaba unos 90 kilos, cargado de picos, palas, tiendas, carpas y utensilios. Subimos a Joe y sus pertenencias a la parte trasera de la camioneta y le dijimos que podíamos acercarlo hasta Des Moines. Estaba muy agradecido y nos dijo que probablemente le ahorraríamos “uno o dos meses” de bicicleta.

Más adelante vimos a otro viajero, un hombre joven y apuesto con el pelo largo y encrespado, lentes de sol, y un perro. Se presentó como Alex y nos dijo que era un escritor viajero. Su perro era un pitbull de nariz roja llamado Batman. Alex nos explicó que en 2010 había dejado su trabajo en Google para recorrer el país como polizón, usando couchsurfing.org para buscar lugares donde quedarse. En los dos años que llevaba de viaje peripatético sólo había tenido que dormir en la calle dos o tres veces.

Después de un par de horas, nos detuvimos a cargar gas y abrimos la puerta trasera para encontrar a nuestro cargamento humano en el piso, con los ojos entrecerrados y bañados en sudor. Amarramos la puerta con un pedazo de cuerda para dejar que entrara la brisa mientras manejábamos.

Dos horas después, en Nebraska, una patrulla nos detuvo. Un oficial se acercó hasta la ventana y nos explicó que alguien nos había reportado: “Dijeron que traían inmigrantes mexicanos ilegales”. Revisó a Alex y Joe en la parte de atrás y nos dejó ir con una advertencia: la interestatal 80 era una de las principales arterias para el tráfico de personas y probablemente nos pararían de nuevo.

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Nuestra siguiente parada fue Omaha, donde nos avivamos con la alegre vibra de viernes por la noche en la ciudad; todos estaban bien vestidos, las chicas eran realmente hermosas (lo que reafirma la observación de Jack Kerouac de hace 50 años: “las chicas más hermosas del mundo viven en Des Moines”). Alex fue nuestro conductor designado por la noche. Nos detuvimos para recuperar algunas horas de sueño en el estacionamiento de un Embassy Suites, y nos despertamos al amanecer para manejar las últimas dos horas por los campos de maíz de Iowa hasta Britt, justo a tiempo para ver el desfile de la escuela local marchando en las calles. Los adultos mayores y las mujeres arrojaban dulces e imanes desde convertibles y plataformas motorizadas. Un chico montado en un gigantesco tractor John Deere saludaba y posaba para el público.

Britt estaba plagado de turistas, pero había una sospechosa falta de hobos, de gente que pareciera haber pasado una buena cantidad de tiempo en las vías. Las familias caminaban por las calles, parando en todas las tiendas y puestos de comida, las tiendas retumbaban con los éxitos del momento. Las adolescentes compraban playeras de hobo con cursilerías en el Museo del Hobo y después corrían a desayunar del otro lado de la calle en la Casa del Hobo de Mary Jo.

Caminamos hasta la Selva del Hobo, una selva improvisada sobre un jardín bien podado junto a las vías. Ahí, amontonados junto a un vagón abandonado, había 20 personas caminando por el lugar, principalmente gente canosa con chalecos de piel o gorros de mapache. Había unas diez o 15 tiendas distribuidas sobre el manchón de pasto, junto con un pequeño pueblo de casas rodantes y camionetas. No había más de 60 personas acampando en el sitio. Era más una especie de feria de artesanías hippies, que el Hooverville de la Gran Depresión. Para poner las cosas en perspectiva, a la convención de 1949 en Britt asistieron 1,800 hobos.

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Del otro lado del pueblo, en el parque de la cuidad, los habitantes de Britt servían estofado irlandés, un alimento improvisado y tradicional entre hobos, a una mezcla de transeúntes y turistas. La ceremonia para elegir al rey y la reina hobo de este año comenzó con una mujer mayor que cantó las tres estrofas del himno nacional. Mientras la mujer cantaba, los invitados se miraban perplejos. No se sabían la letra.

Los candidatos para Rey Hobo, una colección de viejos desalineados con nombres como Adman y Minnesota Jim, subieron al escenario para recitar sus discursos. Ha habido un Rey Hobo cada año desde 1900, y para evitar impostores, el rey debe haber vivido una parte importante de su vida en los vagones del tren. Los discursos de dos minutos de Adman y Minnesota Jim fueron conmovedores. Ambos hablaron sobre sus problemas de salud, y Adman anunció que se retiraba de las vías. Los viejos que habían “tomado el tren hacia el oeste” (una expresión que usan los hobos para la muerte) fueron canonizados y homenajeados.

El público enloqueció cuando un hobo bonachón con una sola pierna acercó su silla de ruedas al micrófono. “Hola, soy Frog”, dijo con un graznido agudo. Bromeó que había dado un paso en falso en la mañana pero que ya se encontraba bien. Mientras que el discurso de Adman había sido autocompasivo, Frog estaba lleno de agradecimientos para su familia de hobos.

Las nominadas para Reina Hobo eran todas mujeres mayores —Angel, Minnesota Jewel, y una mujer llamada Empress Vagabond Lump, la única hobo negra del evento—. Los ganadores se decidían por aplausos. Al final ganaron, Minnesota Jim, quien parecía una versión cadavérica de Woody Guthrie, y Angel, una mujer de Britt. La corona estaba hecha con un sombrero, una lata de café Folgers recortada y un paliacate rojo.

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Después de la ceremonia, encontré a Frog sentado solo, fumando. Frog vivía solo en Helena, Montana. Recibió su apodo en una prisión en California, “porque mi compañero les dijo que saltaba a los trenes como rana”. Asumí que había perdido su pierna en los vagones, pero me dijo que una pandilla de adolescentes lo atacó a principios de la década pasada. “Unos chicos que regresaban de un juego de beisbol. Pasa mucho hoy en día”, me dijo, optimista y sonriente. Viajó en trenes durante 31 años antes de su accidente. “Mi pasión por conocer el mundo comenzó a los ocho años, y todavía la tengo. Aunque ya no me subo a trenes, quisiera poder hacerlo. Me queda un último viaje, y ese es mi viaje hacia el oeste”.

Le pregunté a Frog por qué había tan pocos jóvenes en la convención. “Nuestros hermanos y hermanas anarquistas están allá afuera, viajando en trenes, pero ya no se identifican como hobos. Realmente siento que en 25 años, la Convención de Hobos será cosa del pasado”.

Me explicó que, durante las últimas dos décadas, la convención en Britt se había transformado por completo. Se había vuelto una feria del pueblo, algo completamente familiar; los niños corrían por la Selva del Hobo pidiendo autógrafos y observando, como si se tratara de un circo. La ciudad comenzó a reprimir el evento y a prohibir las peleas, el uso de drogas y el alcohol. El insulto final fue la contratación de un bull para evitar que los hobos se subieran o bajaran de los trenes en Britt durante la convención. Mientras caminaba por las vías esa tarde, el bull me detuvo y exigió saber mi número de identificación con una sonrisa en la cara.

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El autor y Ben esperan el tren nocturno en una selva en Wyoming.

En su libro You Can’t Win, Jack Black describe un evento recurrente en la Convención Nacional de Hobos a principios del siglo pasado: “Había una enorme selva junto a un río de agua transparente, donde hervían sus ropas, o “trapos” como se les conoce, cocinaban estofado o, si suficientes vagos se reunían, organizaban “convenciones”. Estas convenciones, como muchas otras, eran la excusa perfecta para una borrachera. A veces terminaba con algún muerto o un vago caía en el fuego y moría quemado, tras lo cual todos se alejaban en silencio”.

En 1998, un grupo de hobos se hartó de las reglas tan restrictivas de la convención y organizó su propio evento llamado Trampfest, el cual tendría un espíritu más rebelde y cercano al de las primeras convenciones en Britt. “Decidieron que, si iban a traer a todos estos policías y cabrones ferroviarios y a los medios, eso no era lo que ellos querían”, me explicó Frog. Las historias que he escuchado sobre el Trampfest me hacen pensar que se trata de una versión más joven, alcoholizada y peligrosa de la convención de Britt.

Cayó la noche, se prendió una fogata, y se sirvieron frijoles y hotdogs en platos de unisel; el evento adquirió un tono como de película de Wes Anderson. Un vagabundo aterrador con aspecto de menonita con barba, bailaba y tocaba una versión en flauta de “Call Me Maybe”. Uno de los chicos punks que llegaron al evento, uno que parecía mitad humano, mitad cerdo, escupía fuego desde un vagón. Hubo muchos discursos patrióticos, y la tarde estuvo moderada por un hombre de 66 años llamado Medicine Man, quien ni siquiera era un hobo, sino más bien un hombre apasionado por los hobos que había recorrido el país con su esposa en un un camper.

Estos “hobos de corazón” (un eufemismo que usan los hobos para describirse) parecían estar en control de la convención; los hobos de verdad, enfermos y agotados, intentaban disfrutar del tiempo con sus familias. Empress Vagabond Lump me dijo: “Cuando vine aquí por primera vez en el ’81, era distinto. No había policías como los que hay hoy. Ahora es una especie de evento histórico, la gente aprende sobre la historia del hobo. Es como un evento de fin de semana”.

Conocí al enfant terrible de la convención en la Selva del Hobo al atardecer, acampando bajo las ruedas de un vagón estacionado, con una cobija vieja, y con un 12 de cerveza barata. Tenía puesta una playera teñida y sucia, y tenía la piel del color de una salchicha hervida. Salió haciendo el moonwalk de su escondite, gritando “¡Soy el Tan Man (Hombre Bronceado), nena!” y cantando Lady Gaga: “Lemme take a ride on your disco stick!”

El Tan Man, un cuarentón sucio y pirado, me recordaba a la caricatura de un vago drogadicto. Me dijo que había pasado toda su vida en las calles, y que estaba orgulloso de ser el “rey del dedo en el culo”. Me dijo que se sentía más seguro en una alcantarilla que en una cama. Se quejó encabronado sobre esto en lo que la convención se había convertido. “Muchas de estas personas son hobos con tarjetas de crédito, o hobos millonarios”. El Tan Man apareció, aunque a estas alturas se había convertido en una parodia de si mismo, por respeto a los hobos ancianos. “Algo que los viejos me enseñaron: siempre respeta, siempre ofrece un cigarro, siempre ofrece algo de comer y una cerveza si la tienes. Esas son las viejas reglas del hobo. Tienes que dar respeto para recibir respeto”.

Tan Man me dijo que después de la convención iría a Clinton, Iowa, para desintoxicarse y convertirse en pastor dentro de un programa evangélico para jóvenes sin hogar. “En lugar de correr con el culo desnudo por la playa con la policía detrás de mí gritando ‘¿Quién es ese?’ ‘No sé, le dicen el Tan Man.’ Me gustaría hacer algo bien. Si pudiera ayudar aunque sea a una persona, a un chico rebelde, todo mi viaje, toda mi vida, habrá valido la pena”.

Después de hablar con Tan Man, Medicine Man, el “hobo de corazón”, se acercó con una cara de preocupación. “Te vi hablando con el Tan Man. Hemos tenido muchos problemas con él en los últimos años, así que no sé que te haya dicho. Pero quiero que sepas que si imprimes algo de lo que te dijo, no serán bienvenidos aquí nunca más”. Después de dialogar un rato con él y de mas discursos y canciones, decidimos que era hora de ir a dormir.

Al día siguiente, descubrí que Tan Man había sido arrestado por orinar en una barda. Esa necesidad tan básica, una ofensa menor contra la sociedad, castigada en un pueblo que en su momento fuera el santuario del hobo. Había tenido suficiente. Asqueado por ese mezquino paternalismo de Britt y la convención, era momento de partir. Tomamos un vuelo de regreso a Nueva York.

Cuando regresé a casa, contacté a Frog para seguir nuestra conversación. Me había dicho que fue uno de los miembros fundadores de una infame pandilla de vagabundos llamada FTRA, el equivalente ferroviario de los Crips.

Frog se río mientras me explicaba sobre el acrónimo de tan temida sociedad. “Quiere decir Fuck the Reagan Administration (A la mierda con el gobierno de Reagan) —empezó cuando Reagan nos quitó los vales de comida— pero de alguna manera se convirtió en Freight Train Riders of America (Polizones de tren en Estados Unidos). Todavía hoy, hay personas que me piden que los registre”. Se rio.

Un hombre cálido y bondadoso, Frog me dijo que muchos polizones y hobos se detenían a visitarlo en Helena. Lo imaginé viviendo en una cabaña destartalada con una estufa de madera, rodeado de girasoles y una colección de clavos oxidados apilados en el porche. En mi cabeza, vivía sus años de retiro en una alegre santuario, con otros vagos y forajidos, rodeado de nombres como Minneapolis Minnie, Pasco Slim, y Salt Chunk Mary, preparando grandes comidas con ellos, emborrachándose, para después desaparecer en la noche. Así que me agarró desprevenido cuando me dijo que vivía en un asilo para ancianos. Mi idea fantástica sobre su vida se desplomó, para ser remplazada con esa oscura realidad: paredes de tablarroca, jardines podados, salas para visitas y estacionamientos.

La idea de Frog en su silla de ruedas, solo en un asilo en Montana, era demasiado. Sintiendo mi desconcierto, comenzó a describirme sus alrededores. “Desde aquí se ven unas montañas gigantes. Veo los trenes pasar junto a mi casa, frente a mi ventana”, me dijo lleno de vida. “Hay dos vías; una va al este, la otra al oeste. Y justo detrás de las vías hay un aeropuerto, así que me siento a ver los aviones que despegar y aterrizan”. Me imaginé el ruido de los trenes, ese solitario chillido que lo despertaría a la mitad de la noche mientras soñaba con viajar de nuevo. Antes de despedirme, prometí enviarle una carta y visitarlo algún día.

Sentado en mi escritorio, después de colgar con Frog, comienzo a llorar por todas esas personas y estilos de vida que se han ido, y por el gran hobo norteamericano, que desaparece sobre las vías hacia el oeste, para no regresar más.