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Cultură

La página de ficción: Comida china

"Enciendo la pipa de cristal. La metanfetamina circula, gira en el hornillo transparente, luego va a mis pulmones. Las manchas negruzcas en el cristal auguran el estado gravitatorio de la mierda que se acumula en los bronquios".

La carne, lo habitual, la putrefacción. La comida china crepita, reacciona con el oxígeno; vive, por fin. El unicel se consume con los ácidos biológicos que supura el empaque, el estómago reconoce, entre el perfume rancio, uno o dos ingredientes comestibles; quizá se puede rescatar el brócoli, el cacahuate, separar los ingredientes de un enmicado viscoso. El estómago reprocha, gruñe. Revientan las latas. Cierro los ojos. Me concentro, me repito, echo mi cabeza hacia atrás. La nuca jamás alcanza el punto virtual que he elegido para depositar mis fuerzas. Sigo repitiéndome. A + B = Pícate el culo, Euclides. ¿Cuáles latas? Abro los ojos. Junto a mí, Bear habla sin parar. Es humano. Es humano, me digo. Al frente, un bulto reclama lo que sostengo en mis manos, Sisi tiene un atroz parecido con una esponja. Le extiendo el bote de cerveza que funciona como dispositivo. Lo coloco en su boquita. Absorbe. Absorbe más. El humo me golpea en la cara. Como si me hubiera dado una ducha con un jabón de marca regular, vuelvo a la vida. Inicio el ciclo.

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Enciendo la pipa de cristal. La metanfetamina circula, gira en el hornillo transparente, luego va a mis pulmones. Las manchas negruzcas en el cristal auguran el estado gravitatorio de la mierda que se acumula en los bronquios. Imagino su color, las paredes carcomidas por la combustión de este material sintético. Le paso a Davido la pipa. Suena mi teléfono. Número desconocido. Contesto. Es la desoxiefedrina desde una dimensión retorcida. Es ella, después de tanto tiempo. Me ha llamado por fin. Me dice:

— ¿Dónde estabas, mi vida?
— Lejos de ti. Viviendo mi vida.
— No sabes cuánto te he extrañado. ¿Por qué me dejaste?
— Lo siento… No sé por qué lo hice.
— No me vuelvas a dejar. Te lo suplico.
Su voz parece sincera. Mi estómago vibra. La tibieza se transforma en un incendio. Mi corazón parece vulnerable. Serán las drogas, el matadero, la herencia. Pero creo que la adoro.
— Te amo.
— Yo a ti, mi vida.
— Quiero tener hijos contigo.
— Tendremos todos los hijos del mundo.
— Sí, mi amor. ¿Llegarás tarde hoy?
— No, preciosa. Me desocuparé de mi reunión pronto.
— Me pondré el liguero que te gusta.
— Sí, espero que no lo hayas lavado.
— Está intacto, como te gusta. Jugoso.
— Vale, tengo que colgar. Te amo.
— Te amo, nos vemos.

Guardo el celular en mi bolsillo. Mala, Bear, Sisi, Atah, Davido y otros que no reconozco me miran asombrados. Seguro piensan que nadie atraparía a este semental. Me sientan en un sillón, piensan mal del amor. Inmediatamente me levanto. Hago tres líneas de cocaína. Inhalo. Al fondo, en el rincón más nauseabundo de mi alma un interruptor hace click. Se me para la verga. Me piden que prepare más líneas. Obedezco en el acto. Ahí vienen esos drogadictos, se forman, hacen una fila, llenos de esperanza, quieren devorarla, hago varias estrías en la mesa y desaparecen en pares. Oculto mi erección con una almohada. Huele a cloroetano. Acerco mi nariz a ella. Alguien se ha colocado con mi cojín. Al menos no lo han hecho con la cabeza de un poeta.

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— ¿Recuerdan esa vez que usaron la cabeza de un poeta?
— ¿De qué hablas? —dice la esponja.
— En una ocasión tomaste el cabello de un poeta. Rociaste el Traumazol en sus chinos y luego inhalamos de él.
— Sí. Es cierto… sniiiiiff.
— Sí. Su cabello como una estopa.
— Creo que ahora es calvo.
— Es insano. Nadie debería usar su cabello para drogar a otros.
— Suscribo.
— ¿Habrá escrito algo sobre eso?
— No lo sé.

Imagino el haikú:

Soy el Ghost Rider
Del cloruro de etilo
Beban ahora de mí

Inflo la bolsa. La giro, la agito. La coloco en mi boca. Disparo. Ahí viene otra vez la inconcebible naturaleza matemática. La repetición. Me detengo un momento a pensar. Fluyen las dudas. ¿De dónde sacó mi teléfono la metanfetamina? Imagino mi futuro con ella. Dentro de mí, su áspera voz sigue diciendo: “nunca debiste dejarme”. Lo compruebo. Las drogas sintéticas tienen el mismo potencial humanoide que las que usan regularmente los hippies. El peyote habla, el foco también. Se comunica conmigo. La cactácea te enseña cosas, te instruye en el tema del universo y la conexión entre los seres vivos. La metanfetamina comparte una vida contigo. Te exige que le metas la verga, que la embaraces. Que tengan un hijo con los ojos azules. Te invita a pasar el resto de los días con un cubo de plástico que te llamará “papi” y vomitará el gerber sobre tu americana. La metanfetamina quiere que asistas los domingos a misa, luego a un asado familiar, donde otras parejas felices participan en la civilización. La planta alucinógena te lleva a pasear por un mundo imaginario. El cristal, por su parte, instala en ti un amor puro, lleno de nostalgia, repleto de esperanza, un deseo original, básico. Clama por ti, desde el fondo. Te ofrece la posibilidad de pertenecer a algo, de formar parte de un proyecto significativo que un dios orate ha diseñado desde su convertible rojo. Ahí está, la metanfetamina, gentil, abnegada, con la grupa descubierta, con un culo hinchado, palpitante. Sólo quiero penetrarla, quiero largarme de aquí, de esta reunión. Quiero inocularla, vaciarme en ella. No te dejaré nunca, mi vida. Lo prometo. Busco mi celular en el bolsillo. No existe. No hay tal.

Regreso. Preguntan si estoy bien. Limpian la baba que ha caído de mi boca. Te has quedado pasmado, dicen. Me quitan la bolsa del Oxxo que tenía asida con fuerzas. La inflan. Es Davido. Agita, gira. Inhala. Se congela. Se ríe entre dientes. Me doy cuenta, cuando veo al drogata con el saco de plástico entre sus manos, que mi cerebro esta frito: la metanfetamina no tiene panocha. La metanfetamina no me ha invitado tampoco a contraer matrimonio con ella. No me ha pedido que vivamos en un suburbio. No quiere que vivamos felices para siempre. Su puta madre. El foco se ha impuesto sobre la cocaína, el cloruro de etilo y el crack. Algo hay que hacer para que las cosas vuelvan a su estado —más o menos— natural.

Arranco el bote de Tecate que hemos diseñado con dos orificios y un dobladillo. Coloco ceniza, luego una perla, una hermosa piedra de color amarillento. Enciendo, inhalo. Inhalo aún más. Expulso el peligroso deseo de la vida normal. Mala se queja de la música; Sisi, la esponja, se desliza por la alfombra, Bear y Atah platican de algo incomprensible. Davido sigue gélido, inamovible, riéndose desde el nucléolo que acaba de arruinar. Mi cabeza, como la comida china a dos metros, termina de pudrirse.

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