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La pura puntita

Autos usados

Un fragmento de la primera novela de Daniel Espartaco Sánchez, recién publicada por editorial Mondadori.

Traemos adelantos de los libros que te van a ensartar las mesas de novedades.

—Elías, tienes que encender el televisor —sonó el teléfono: era Nina. —Un avión se estrelló contra las Torres Gemelas.

Desperté del sueño con el deseo de estar en cualquier otra parte: el escritorio, el librero y la computadora, nada más; yo dormía sobre un colchón en el suelo.

—Parece que fue un ataque terrorista.

Era bajo por parte de Nina utilizar esa clase de recursos para llamar mi atención puesto que la tenía de todas formas. Meses atrás nos habíamos separado, aunque los papeles de divorcio aún estaban en proceso, y si ella me hubiera pedido volver, yo no lo habría dudado ni un segundo. No, ahora lo recuerdo: yo odiaba a Nina, estaba resentido con ella, por su culpa padecía gastritis a mis veintitantos años. ¿Y qué era aquello de que encendiera el televisor si ella se había quedado con él?

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Aclaré un poco la voz y le dije:

—Nina, deja de estar chingando.

Bueno, lo pensé, no lo dije. Debí desembarazarme de la llamada de una manera más  civilizada. Mi odio era verde y hermoso como un grano de café. Había que dejarlo madurar, importarlo, tostarlo y molerlo; degustarlo algún día con calma, en un exprés, con un terrón de azúcar, una apacible mañana frente a la plaza soleada de la venganza.

La cocina tenía un empapelado rosa con figuras de hortalizas que nunca pude quitar: zanahorias, tomates y algo que pretendía ser un apio. Sin agua caliente, me consolaba con el recuerdo de la historia que mi padre me contaba cuando yo era niño: cómo el secretario Mao Zedong se bañaba con agua fría cada mañana, en verano o en invierno, y por eso había logrado derrotar a los nacionalistas e instaurar el comunismo en China. Me gustaba pensar que si yo no tenía gas no era por falta de dinero sino por decisión propia: yo era espartano, un Robespierre.

Las veces que Lulú estaba de viaje o salía tarde del trabajo, me encontraba a mi padre frente a la estufa, al llegar de la escuela. Preparaba carne, ensalada y su famoso arroz a la mexicana con tomate, cebolla, ajo y chícharos, cuyo secreto se basaba en ser meticuloso con los tiempos y las porciones. De manera inexorable me contaba la historia de cómo los guerrilleros del Vietcong habían ganado la guerra con un puñado de arroz al día, como para ejemplificar lo poco que necesita un ser humano para realizar grandes proezas. Los yanquis, decía, cargaban gigantescas mochilas con papas fritas, chocolates, cigarros, Coca Cola; por eso perdieron la guerra.

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Cuando comíamos él y yo, preparaba un puñado de arroz para cada uno.

—La medida vietnamita —decía.

Yo me quedaba con la sensación de vacío en el estómago, pero, ¿quién era yo para exigir una ración más generosa que la de un guerrillero del Vietcong?

Con el agua fría en la cabeza le di vueltas a la ocurrencia de un ataque terrorista a las Torres Gemelas, y llegué a la conclusión de que Nina en realidad carecía de sentido del humor para inventar algo así, sólo veía la selección oficial de Cannes, no películas norteamericanas.

Que se joda Nina, pensé, que se joda el presidente Mao y el Vietcong.

Salí del baño entre un estornudo y otro (el agua de la ciudad de México es muy insalubre), y me pasé la toalla por el cuerpo. Me vestí como pude y salí a la calle, no sin antes darle un trago a la botella de leche de magnesia.

En apariencia, era un día normal en la avenida Obrero Mundial: el tráfico, el puesto de tacos de la esquina, el nauseabundo olor de la moronga, la oficina de servicio postal. Fui hasta la fonda de la esquina, pedí un café, huevos revueltos con jamón y le dije a la dependienta:

—Encienda el televisor.

Ahí estaban las primeras imágenes de un avión que se estrella contra una de las Torres Gemelas. Los locutores de la televisión decían una y otra vez las mismas tonterías y, sin saber por qué, tuve miedo. No pude terminar mis huevos y regresé al departamento donde me fumé un cigarro en la ventana hasta que volvió a sonar el teléfono.

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—¿Ya viste? —preguntó Nina.

—Sí.

Se escuchó el aullido de una sirena.

—Es el fin del mundo —me dijo.

Si tienes una historia en galeras, mándanos una probadita a sisi.rodriguez@vice.com

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All songs composed, played and sung by myself