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La pura puntita

La pura puntita: Contra el arte contemporáneo

Un puntilloso ataque al laboratorio que destila inusitados productos intangibles para los grandes inversionistas.

Traemos adelantos, reseñas y entrevistas de los libros que te van a ensartar las mesas de novedades.

Hay una simetría exacta entre una obra de arte y un algoritmo financiero. Y no solo eso, el que haya latas de sopa Campbell's y mingitorios en los museos es un síntoma de que nos encontramos en un simulacro del que cada vez es más difícil sustraernos. Javier Toscano se lanza en una clara batalla contra eso que llamamos arte contemporáneo para intentar develar ese enmarañado mecanismo neoliberal que se oculta detrás de él.

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Contra el arte contemporáneo será publicado por Tumbona Ediciones para su colección Versus. A continuación te presentamos un fragmento del libro:

La culpa la tiene Duchamp

De muchas maneras, el sistema del arte contemporáneo es el resultado de fuerzas sociales y económicas que sus agentes han ido ingenua o cínicamente aceptando (en una primera etapa) y desarrollando (en una etapa ya de complicidad, extasiados por su participación en la génesis de valor económico). En ese sentido, este sistema se ha convertido en una fachada, un divertimento que nos distrae de un hecho más fundamental: hoy en día la sociedad entera vive inmersa en un flujo continuo y pujante de impulsos transestéticos. Explicaré esto con más detalle. El ideal de las vanguardias artísticas de inicios del siglo xx de inundar la sociedad con algunos de los principios de la exploración artística se ha vuelto ya una realidad. Pero más que ensueño o utopía, como lo fue para ellos, se involucran aquí nuevas fórmulas que aluden al inconsciente del consumidor, a los sueños de una insatisfacción perpetua, a la transferencia visual de nuevas ideologías que se difunden a lo largo de todo el cuerpo social. La experimentación y la osadía plástica que alguna vez generaron los palimpsestos políticos y los collages incisivos de los dadaístas, los constructivistas y los surrealistas, hoy son recetas de montaje que, aligerados por un principio

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de gusto minimalista, se reproducen hasta la náusea en la publicidad, la moda, la industria hollywoodense, los videojuegos, el diseño en todas sus vertientes, la arquitectura meta-contextual, la producción de mobiliario y el desarrollo de toda la tecnología que nos circunda. Como escribe Sylvère Lotringer, ese editor célebre de una generación crítica de pensamiento francés: "El arte ha hecho metástasis en todos lados, en la economía, los medios, la política…" Y continúa: "La estetización de la política ya no es característica del fascismo, como tampoco la politización de la estética conduce a la revolución."

En esta metástasis de lo estético, el reino del arte sólo puede mantenerse como pseudoexcepción, terreno pretendidamente autónomo, burbuja de cristal, a través de la elaboración de protocolos institucionales que establecen un sistema de exclusión y accesos limitados. Con reglas no escritas, pero descaradas y funcionales, este sistema de significación requiere de los individuos, sobre todo de aquellos que conforman el núcleo más asiduo del network preponderante (curadores y artistas del jetset contemporáneo, coleccionistas y galeristas que operan bajo estrtegia sus adquisiciones, o incluso las "jóvenes promesas" que en una suerte de transferencia libidinal inconsciente le otorgan cierta vitalidad a cualquier vernissage), hábitos específicos en sus conductas y sus modalidades lingüísticas (las artes tan sofisticadas de las relaciones públicas), así como prácticas colaborativas de distintos grados, para funcionar con códigos explícitos que mantengan compartimentados los beneficios sociales y económicos de esa excepcionalidad fabricada. En Occidente sólo hay otro ámbito con una estructura de excepción semejante hoy en día: el sistema financiero global.

Bajo el eslogan neoliberal contemporáneo: "el capital no tiene nacionalidad", los capitales de inversión en la bolsa se trasladan de un lugar a otro sin someterse a las molestias que genera el transporte mundial de mercancías y, sobre todo, exentos del pago de impuestos sobre la renta en todos lados. Esta convención mundial que exonera esta forma de riqueza se constituyó porque el principio de inversión prometía que habría beneficios económicos directos en las empresas de la economía real, tangible (con el supuesto aumento del "empleo", esa transmutación neosocial de la noción del trabajo). De muchas maneras, se asumió que la capitalización bursátil con fondos nacionales e internacionales traería un progreso social tácito y que por supuesto no debía tasarse. Es así que, desde los años setenta —pero sobre todo desde la ola de desregulación financiera de la década de los ochenta— la convención mundial de exención ha generado un laboratorio alquímico desde el que se destilan inusitados productos intangibles para inversionistas, así como algoritmos y mezclas bursátiles codificadas en notaciones oscuras que pocos más allá del círculo de sus creadores entienden. Pero, como sabemos, estos mismos alcaloides han revelado su toxicidad en eventos catastróficos: tsunamis financieros provocados por burbujas especulativas que terminan por afectar, desde este mercado altamente volátil y desregulado, a la economía productora de bienes concretos que pretendían en algún momento respaldar. Ni siquiera el último desastre financiero de 2008 logró cambiar las reglas de operación o a los actores responsables de promover esa estructura de funcionamiento altamente riesgosa y perjudicial. Desde esa maquinaria de agiotaje internacional, ambigua y voluntariamente complicada, se promueven negocios de ganancias ilimitadas y se colonizan regiones de todo el andamiaje económico (la banca y sus filiales en paraísos fiscales offshore, los negocios paralegales y el lavado de dinero, los hedge funds y las inversiones inmobiliarias internacionales que impactan el urbanismo local, etcétera).

Hay una simetría funcional entre una obra de arte y un algoritmo financiero: ambos son síntesis inmateriales de una cultura a la que le fascina el secreto y le asombra, al mismo tiempo, su efectividad. No importa si para ello hubo antes un proceso socioinstitucional en el que dicha efectividad fue adjudicada, lo que se genera es un círculo cínico: se trata del viejo ritual de la fetichización. Por eso, para el sistema financiero global, el comportamiento del sistema artístico contemporáneo es un área íntima de comunión. Es así que, cuando por la última barrera de la transmutación lingüística, la obra de arte deviene activo financiero, la orgía de la especulación alcanza niveles que rozan el trance místico. Siguiendo a Jean-François Lyotard, es ahí donde la noción de lo "sublime" en el arte contemporáneo, si hay todavía alguna, debe buscarse. En una sociedad en la que lo estético se ha hinchado con esteroides y se ha convertido en el revestimiento preeminente de toda forma de consumo, lo "artístico" toma la función de una denominación de origen, es decir, una forma de proteccionismo económico-cultural que garantiza un límite mínimo de valor. Con ese límite asegurado y protegido con todo tipo de barreras de entrada y artificios de significación, el sistema se ocupa entonces de construir nombres (branding), de asegurar los mecanismos por los que la demanda administrada determina los precios (publicidad del coleccionismo, subastas), de articular una publicidad ad hoc a los productos en venta (críticas, reseñas) y de generar todo un aparato invisible de producción del display en espacios e instituciones museísticas —que va del precio de los seguros al del transporte de obra, de las condiciones materiales de una muestra a sus políticas de presentación— que correspondan con el ideal abyecto de un objeto aislado, valorizado, enaltecido y, en fin, fetichizado, para su consumo exclusivo y excluyente. El valor del objeto artístico se construye entonces desde estas convenciones y principios. Y aunque antes, bajo los mismos esquemas, los museos tenían un ritmo de producción de exposiciones que quizá permitía digerir en alguna medida las propuestas artísticas, hoy en día la proliferación de galerías y espacios independientes ha generado una especie de fiebre de lo artístico que en muy poco se diferencia de una ampolla hipertrófica —espuma semiótica delirante— que entusiasma principalmente a sus devotos. Aunque los beneficios se abulten en la cima de la pirámide, esta industria tiene hoy en día una dimensión económica descomunal y francamente aterradora. Lotringer tiene también aquí una opinión: "Que el arte haya devenido un enorme bisnes, una multinacional tentacular con sus convenciones profesionales, sus múltiples bienales, sus stars, sus clubes de fans, sus redes de iniciados, no era suficiente, había que añadir tratarlo con una veneración profunda, e incluso con un terror sagrado."4 Este terror recuerda el orden de lo sublime que le adjudica Lyotard, y puede ubicarse, sobre todo, en la concentración del poder que este sistema ha adquirido.

Es cierto: ha habido siempre una clara complicidad entre los artistas de todas las épocas y las clases dominantes. En un sentido, los productos del arte han servido siempre como objetos de veneración que acompañan el despliegue simbólico del poder. Como ha escrito E. H. Gombrich: "Las élites crean a sus artistas y éstos crean a sus élites." Pero la forma de intercambio que este vínculo ha generado en nuestro tiempo tiene una contextura distinta, no sólo porque expele un tufillo conservador, antidemocrático, sino también porque se inserta en flujos renovados de dominio, a veces incluso exacerbados y desarticulados, a los que poco interesa la producción de saber, de experiencia vital y de conocimiento.