La muerte y la vida del Teatro Blanquita

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Más que fiesta

La muerte y la vida del Teatro Blanquita

A pesar de haber cerrado sus puertas, la vida y la historia parecen aferrarse a este símbolo del teatro revista.

Fotos por Ernesto Álvarez

El lugar está todavía como si algunas horas más tarde fuese a abrir, o si como el Sísifo del mito griego estuviera condenado a repetir eternamente el espectáculo de la banda de Neza "Víctimas del Dr. Cerebro": el último show que vieron las 960 butacas del Teatro Blanquita, hace casi un año.

Como mediáticamente ellos entraron en la explicación del cierre, su primera respuesta es hostil. "¿Quieren hacer un reportaje sobre nosotros? Me parece un fraude". El Bolerito es un adolescente flaco, con el pelo negro y enredado, que podría ser color azabache pero no lo es. Tiene unos 17, máximo 19 años. "Si quieres saber lo que es vivir en la calle, ven y pruébalo", dispara. No es agresivo pero tampoco tonto. Sigue conversando a pesar de no verle el sentido a que un par de periodistas vengan a interrogarlo al filo de la madrugada. Son casi las dos pero nadie duerme. ¿Y qué debería escribir entonces? ¿Qué escribirías?

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"No escribas nada", responde otro, también joven, adolescente hasta hace poco, uno más de entre los tantos que se acomodan contra las rejas blancas del Teatro que ya no abre. No parece llevar tanto tiempo en la calle como el Bolerito, que llegó de niño de Veracruz y ha estado solo desde entonces. Es flaquísimo y eso hace que su sonrisa se vea enorme. El Bolerito es lúcido y tiene la picardía de un niño cuando responde: "No vas a escribir nada importante; no vas a escribir cómo Mancera nos corre de los semáforos."

La sombra del Bolerito que platica con uno de sus compañeros afuera del Teatro Blanquita.

En la noche hay al menos unas diez personas que comparten el espacio que hay entre los colchones tirados en el piso. Algunos tienen mantas y dicen que dormir juntos alivia el frío nocturno y el asedio de la policía. "Vienen casi a diario a hacer requisa, a pedir datos, a decirnos que nos tenemos que ir, pero hace mucho tiempo que estamos acá".

Antes no estaba el foco ese que pusieron en medio de la explanada, y que les apunta directo a las caras y hace más difícil conciliar un sueño que ya era escaso, gracias al ruido penetrante del Eje Central a unos metros.

Entre los colchones hay una pareja que conversa bajito. De las colchas sale un perrito de no se sabe dónde, un cachorrito que también se beneficia del calor humano. Ella se siente mal, está mareada. Tiene epilepsia y a veces le dan ataques. Pero cree que no es eso. Su compañero le hace arrumacos para ver si se le pasa. Cuando le viene un ataque, su medicamento es alcohol en el ombligo y unos masajes en las manos, que su compañero le soba porque se le engarrotan. No llegan a los 40 años, ninguno de los dos.

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"Hoy trabajamos entonces tengo algo para comer y beber" ¿De qué trabajan? "Fuimos a una manifestación de un partido" ¿Vienen mucho a buscarlos para eso? "A veces" Ella hace dos años que vive ahí.

Coral Bonelli muestra una foto con Tongolele.

Es cierto que siempre han estado ahí. Coral Bonelli los recuerda, en las puertas del Teatro o en el parque del costado. "Desde chiquita los veo ahí porque crecí en el barrio. No hay inseguridad, pero si le dices a la gente que la hay, entonces ya no va al Teatro. Creo que hay interés en dejarlo abandonado, desocuparlo y convertirlo en otra cosa. Desaparecer el Blanquita, pues".

Ella, que se inició en el mundo de la farándula cuando todavía era un niño, se pasó a la danza y a la vida como mujer trans, pero nunca dejó el espectáculo. Aún vive cerca del Blanquita, pegadito a la Plaza Garibaldi. Durante seis años, entre 1983 y 1989, bailó cada noche y cada función del teatro nocturno que el Blanquita presentó en ese lapso. Después la echaron porque la administración del lugar se privatizó y a ella la acusaron de trabajar para la competencia.

Coral leva los trastes. Su casa esta con las paredes llenas de cuadros, pósters y fotografías de sus años en la farándula.

Darío De León fue una de las personas que participó de la gestión de los espectáculos en los años que siguieron a la salida de Coral, y fue el último administrador del Teatro hasta que su puesto ya no fue cubierto por los dueños del local. Lo cerraron días después, sin aviso alguno. La entrevista con quien podría dar detalles precisos para este texto de los últimos años del Blanquita no se logró, porque De León estaba fuera del país y no aceptó conversar telefónicamente.

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El teatro fue fundado por Margo Su, una empresaria del rubro que compró el predio ubicado en la Plaza Villamil con el dinero que ella y su marido, Félix Cervantes, ganaron en la lotería. Ya era un teatro para entonces y según apuntan algunas crónicas el lugar ya estaba dedicado a las artes desde tiempo antes.

"El Blanquita era el símbolo del teatro revista. Se decía entonces en el gremio que si pisabas su escenario, ya la habías hecho. A mí me gustaba decir que si no lo pisabas, no la hacías", dice Coral, mientras pica cebolla para la comida y conversa.

Máscara, el gato de Coral durante la entrevista.

Coral ya no baila porque la diabetes ha arruinado sus pies, primero el izquierdo y luego el derecho, pero no hace mucho conservaba la elasticidad y la gracia de antaño. En el documental Quebranto, del año 2013, dirigido por Roberto Fiesco se presenta un detallado y sensible perfil de la artista y su carrera sobre las tablas. Cuando de niño empezó a actuar imitando a Rafael y se ganó el apodo de Pinolito, hasta la particular relación con su madre de quien siempre obtuvo apoyo, incluso cuando le dijo que se convertiría en mujer, ya de mayor. Su madre falleció hace un año y siete meses, y hace seis que su marido se mudó con ella a su casa.

Coral a veces habla de sí misma y a veces habla de sí mismo, según el momento que esté recordando con precisión. Tiene una memoria privilegiada y puede evocar detalles, nombre, fechas y espectáculos sin errar y sin dudar: "El del Blanquita es un piso sagrado. Entré el 23 de marzo de 1983 y salí el 29 de enero de 1989. En la compañía para la que trabajaba nos habían aumentado el sueldo poco antes de cederle la administración a Ocesa".

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Las sombras de Alex y Mowgli se reflejan en las puertas del Teatro Blanquita.

Ocesa es una empresa que organiza los shows de buena parte de los artistas que llegan del exterior y que también maneja once centros de espectáculos. En Octubre del 2002, Televisa compró el 40 por ciento de las acciones de Ocesa, a la Corporación Interamericana de Entretenimiento, fagocitándose así a una de las empresas que le hacía competencia.

En la esquina del Eje Central y Belisario Domínguez, en frente al Blanquita, hay una farmacia dónde Coral va a comprar sus medicinas para la diabetes. Cuando pasa por ahí, recuerda y escucha el sonido de la gente aclamando el espectáculo que acaba de darles. Se acuerda de los buenos tiempos en que los pies le permitían otros pasos.

Señora sentada afuera del Teatro Blanquita, es de las personas mas viejas viviendo en el lugar.

En Belisario Domínguez también vivía Abraham, pero después de pasar 15 años preso, las puertas del Teatro Blanquita se convirtieron en su hogar. Siempre ha sido del barrio. Estuvo diez años en el Reclusorio Norte y otros cinco en el Oriente. Tiene unos ojos color cielo brillante, como el que pocas veces se ve en la Ciudad de México.

Jonathan también estuvo preso, pero menos tiempo. Hace dos semanas que está libre tras cinco años de sufrir en Barrientos. Tenía una familia y una hija en el Estado de México pero la violencia lo alejó de ellas. Otro compa le dijo que era buena idea quedarse allí a dormir. Está acostado mientras habla, como si no pudiera todavía salir de la celda donde durmió años. Aún se ve prolijo, la visera de su gorra no está quemada por el sol, como si en algún momento se escabullera a una casa a bañarse y cambiarse, pero no. Lleva rato ahí.

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Abraham, residente del Teatro Blanquita, posa para foto.

El último es el mayor y no dice su nombre, sólo se larga a hablar, a explicar qué es lo que todos ellos tienen en común. No quiere que le tomen fotos. Es viejo y estuvo en el penal de Lecumberry, dónde le vino una infección al pulmón y dónde también aprendió a pintar un poco.

Dice que estuvo con el pintor David Alfaro Siqueiros, que entró a Lecumberry como preso político en 1959. Vaya ese como dato para calcularle la edad al señor que habla. Explica que la gente como Siqueiros o la otra gente inteligente que está presa, los políticos, están ahí para mantener las cosas tal como están, para que no le enseñen al resto que se puede cambiar la situación. "Es para mantener a los pobres más pobres, quieren que siempre estemos en la calle."

Uno de los residentes del Teatro Blanquita que fue preso en Lecumberri, habla de que en muchos casos, salir de la prisión es entrar en la indigencia.

Hay otra cosa que explican los tres hombres que ven pasar la tarde en el Blanquita, para quienes conseguir un trabajo es algo prácticamente imposible dados sus antecedentes, y sus familias y amigos ya siguieron una vida que no los incluyó por las obvias razones del encierro: la mejor forma de acabar en la calle es haber pasado por la cárcel.

Abraham, residente del Teatro Blanquita recargado en su colchón.

Una pareja con su perrito entre las cobijas, intenta dormir bajo la luz del faro blanco que les apunta durante la noche afuera del Blanquita.

Coral afuera de su casa posa para foto.