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El Diablo sí existe

Hasta hace 15 días, existió en Bucaramanga, Colombia, un lugar mítico llamado La Casa del Diablo. Ingresamos y platicamos con sus fantasmas antes de que fuera demolido para darle vida a un parque público.

"“Estas casas se hundieron un 31 de diciembre, ¡imagínese el mierdero!”" / José Álvarez

El misticismo de un inocente

Una noche, con sólo cinco años, llegó a mis manos un ejemplar del periódico El Tiempo en el que sobresalía una noticia sobre el Diablo. "“Sí: el tipo es bien plantado, anda de negro, mide dos metros y tiene pezuñas. Es el Diablo…… el Diablo"“, dice el artículo publicado el 27 de abril de 1996. Tenía impresa una imagen de Lucifer; rojo él, con cuernos y ojos que daban la impresión de querer salir del papel. Apenas logré echar un vistazo a las columnas del texto, antes de que mi madre —ferviente evangélica—– me lo arrebatara de las manos afirmando que no podía ver esas cosas y luego lo incinerara en una especie de cántaro que reposaba en un rincón de su habitación. El mayor de mis hermanos, quien sí logró leer el diario, me contó que a una joven y a un taxista se les apareció el Demonio, que éste no llevaba zapatos porque tenía pezuñas y que por donde caminaba dejaba un repulsivo olor a azufre. Aquella noche, mientras intentaba dormir, mi consciencia no paraba de repetir: "“¡El Diablo sí existe!, y si lo llamas tres veces, ¡se te aparece!"” Lo más horrible de mi situación era que si efectivamente existía, era mi vecino.

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Nací y crecí en el barrio El Jardín, de Bucaramanga, en el noreste de Colombia. Aquel conjunto de cuadras poseía un misticismo único, corría el rumor de que alguna vez hubo un tiroteo, de que en el arroyo vecino se podían encontrar tortugas y cangrejos y, de que ahí nomás, en nuestras narices, vivía el Diablo.

Los jóvenes de la barriada crecimos atentos a cualquier noticia sobre las casas que yacían derrumbadas a unas pocas calles de nuestro vecindario.

Un 31 de octubre, mientras los niños deambulábamos por la noche pidiendo dulces, un olor a mortura se apoderó de la cuadra que limita con la misteriosa casa. Los vecinos adultos, preocupados por el hedor, llamaron a la policía. Luego de ingresar al abandonado inmueble, afirmaron haber encontrado una vaca muerta.

Hace algunos meses visité la casa de Juan Camilo Navarro —habitante del barrio–— para que me hablara de lo que pasó esa noche.

—Oye, Lilo, ¿te acuerdas de lo de la vaca?

–—Ustedes eran los locos que se metían por allá. Yo estaba muy pequeño y no me dejaban acercar mucho, pero sí recuerdo que decían que los satánicos habían rajado una vaca por la mitad y que le habían sacado el ternero para sacrificarlo.

Días después del escandaloso evento, Orlando Cancelado, compadre de mis papás, periodista del canal TRO y vecino del barrio, llegó a mi casa con los pelos de punta. Después de varios años sin conversar, me dio su versión de los hechos. "“Compadrito, estaba sentado en el estudio de mi casa y Nicolás empezó a ladrar. Sentí un olor asqueroso y una sombra que estaba detrás de mí. Me volteé y la sombra se corrió de lugar, además, Nicolás comenzó a ladrar más fuerte. La puerta del estudio se cerró de un sólo ‘tramacazo’, ¡y ahí sí ni mierda!, cogí mis 'chiros' [cosas] y arranqué a correr con el perro detrás para la casa de sus papás. Llegué con los poquitos pelos que tengo parados. Su papá sólo se reía, pero chino, créame, yo sé que era el Diablo"”, me dijo el periodista.

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Estas historias hicieron de las casas derrumbadas un tema a tratar diariamente por los jóvenes de la cuadra, quienes de manera arbitraria terminaron por bautizarlas —así fueran varias— bajo el seudónimo de La Casa del Diablo. Días después de hablar con Juan Camilo, timbré en el domicilio de doña Leonor –—propietaria de una casa en el Jardín desde muchísimo antes de haber respirado mi primera bocanada de aire—–, y, luego de luchar contra su memoria por recordarle quién era yo, le pregunté sobre la dichosa estructura. Su respuesta fue idéntica a la de otros adultos mayores de la barriada.

–—Señora Leonor, ¿qué sabe usted de La Casa del Diablo?

—Mijo, la Casa del Diablo que yo conozco es la de don David, queda en la carrera 39. Ahorita hay un edificio allá.

–—No, doña Leonor, le hablo de las casas de acá arribita, las derrumbadas.

La señora frunció el ceño y afirmó:

–—Joven, usted está equivocado. Esas casas no son La Casa del Diablo.

"“La Casa del Diablo, una de las más emblemáticas construcciones del sector, aún conserva parte de su estructura, pero transformó sus patios y caballerizas en dos gigantescos edificios que hoy se conocen como Casa de don David”"/ Gentecabecera.com.

La Casa del Diablo, historia de Bucaramanga

Al igual que doña Leonor, la mayoría de bumangueses reconoce la casa de don David como la verdadera y única casa del Diablo. El mito más conocido en la Ciudad Bonita surgió hace varias décadas. Un artículo del diario Gente de Cabecera, publicado el 10 de febrero de 2012, cuenta el origen de la afamada historia.

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“"Dicen los libros que, diez años antes, don David Puyana Figueroa había llegado en barco procedente de España, y que en 1865 decidió construir una inmensa casa hacienda en la parte alta de Cabecera del Llano. Desde allí, y con la ayuda de un catalejo, divisaba los cultivos de café que dominaban la zona en predios de su propiedad.

"Sentado en su balcón, analizaba con su monocular el quehacer diario de sus empleados. Anotaba, identificaba y esperaba el sábado, día del pago, –para pasar su cuenta de cobro.

"—Usted el lunes en la tarde durmió, el martes en la mañana comió naranjas, el miércoles…… Les decía.

"Así desnudaba cada una de las actividades de sus obreros, quienes asombrados por la precisión, echaron a andar el rumor de un posible pacto entre don David y el Diablo”".

Además de este mito, también se rumoraba que debido al embrujo que poseía la casa, en uno de los marcos que adornaban sus paredes, jamás se logró poner una ventana. Los obreros tomaban las medidas del marco, y cuando volvían con la ventana lista, las medidas eran distintas.

A tan solo una cuadra de la embrujada hacienda, la empresa de don David Puyana —Urbanas— inició el levantamiento de un complejo residencial. Antes de culminar con la construcción del mismo, las estructuras de la mayoría de viviendas sucumbieron ante la inestabilidad del terreno. La ciudad perdió todo interés en el espacio de las casas derrumbadas y, como todo lo que no sirve, fue hecho a un lado, olvidado.

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Según Cloromiro –—el único propietario que no perdió su casa debido a la falla terrenal—, desde 1974 él es la única persona que habita legalmente el boscoso terreno. "“Los únicos vecinos que he tenido son los que actualmente ocupan las casas"”, comenta el anciano.

"La policía casi nunca se mete a joder por este monte, nosotros no nos metemos ni con ellos, ni con nadie”". 

Los diablos también son humanos

Con el ánimo de realizar una crónica sobre La casa del Diablo —–las casas derrumbadas—–, viajé a comienzos de 2014 desde Bogotá hasta Bucaramanga. Llegué un viernes y de inmediato contacté a José Álvarez, amigo y estudiante de artes audiovisuales. Le manifesté mi interés en que él fuera el encargado de hacer la foto fija que incluiría en el proyecto, propuesta que él no pudo rechazar.

Al día siguiente, a eso de las 3PM, me reuní con José. Habíamos acordado vernos más temprano, pero, debido a la lejanía de su morada, la puntualidad del encuentro no fue tenida en cuenta. Llovía en mi ciudad natal, el día estaba oscuro y húmedo, nada alentador para ingresar a las casas. Previamente averigüé sobre el presente de éstas. Sabía que unos individuos vivían allí, por lo que compré una bolsa de pan Bimbo y un refresco de manzana.

No hablamos con nadie, no hubo un primer contacto con los ocupantes y mucho menos un permiso, simplemente nos dirigimos a la "boca del lobo". Eran las 4:30 PM. Ingresé junto a mi compañero por el sendero que conduce al oscuro lugar. Luego de varias zancadas, vi las casas que protagonizaron la mayoría de pesadillas que tanto agobiaron mi niñez. Nos acercamos un poco y, de repente, varios perros corrieron hacia nosotros vociferando advertencias.

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"Aquí vivimos siete manes, pero vienen todo el rato otros chinos a fumar y a enfiestarse”".

Dimos unos pasos más y dos hombres aparecieron entre las grietas de la casa. Su aspecto no era nada agradable; estaban sucios, sin camisa y con sus ojos detallando cada parte de nuestros cuerpos. "“Señores, ¿qué se les ofrece?”", dijo uno de ellos. Le respondí que estaba realizando una crónica sobre La Casa del Diablo, además, le manifesté mi interés en escuchar sus experiencias viviendo allí. El hombre se mostró tranquilo y dispuesto a colaborar. Hizo una seña indicándome que siguiera al lugar y así lo hice. Observé detalladamente cada uno de los grafitis que adornan las paredes de la casa. Colgada en una pared, una cabeza de ternero sin ojos me miraba con extrañeza, como si yo hubiera sido cómplice de su muerte. Intenté parecer lo más tranquilo posible, pero estoy seguro de que no lo conseguí; las piernas me temblaban como a bailarina de samba. Le pregunté al habitante de la casa si mi compañero podía tomar fotos. "“Obvio, ‘ñero’, por ahí andan unos ‘rolos’ que están haciendo una película con nosotros, entonces sano, dígale que todo bien"”, autorizó el señor. Le dije a José que no se preocupara por la cámara, que recorriera el lugar y tomara fotos. Mi acompañante se terminó de tranquilizar al descubrir que dos estudiantes de la Universidad Nacional se encontraban —con cámara al hombro— documentando la vida de los habitantes de la casa.

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"“Eso es mentira. Aquí sí mataron una vaca, pero la mataron para llevársele la mera pulpa, las meras partes buenas".”

Tranquilo por la seguridad de José –—más que todo por su costosa cámara—, proseguí a dialogar con el señor que me atendía.

–—Ole, mano, y… ¿cómo es que es su nombre?

—Jefferson, pero no me diga así, dígame Diablo.

–—Oiga, Diablo, lo que pasa es que yo crecí por acá cerca, y antes se escuchaban rumores sobre sectas satánicas en esta casa. ¿A ustedes nunca se les ha aparecido alguna joda rara?, ¿nunca los han asustado?

El Diablo se rió, me miró con cara de extrañeza y sentenció:

–—Pito’, aquí lo único que asusta es el bazuco.

La respuesta del personaje hizo que se me saliera una carcajada. Segundos después, le pedí permiso para recorrer la casa. Con un gesto de aprobación dio luz verde a mi solicitud. Atravesé la casa en la que sostenía la conversación con el Diablo hasta llegar a la segunda entrada.

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"“A veces los pensamientos se me vuelven realidad, ahí es cuando más me cago del susto”".

Allí, un joven de buen vestir puso su mirada fría sobre mí. Me le acerqué, le pregunté su nombre y le brindé un cigarrillo. "“Me llamo Carlos, soy de Bogotá… Parcerito …regáleme un toque de candela [lumbre], todo bien"”, dijo el joven. No es un hombre muy expresivo, habla lento y evita mirar a los ojos; no parece ser la persona adecuada para conversar. Pero, lejos de toda apariencia, prendió un cigarrillo, cruzó las piernas y se dispuso a hablar.

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–—Mis padres son muertos. A mi cucho lo mataron hace rato, y a mi mamá me la ‘sicarearon’ en Bogotá cerca de la calle 19 con carrera 18, me le pegaron tres tiros unos ‘hijueputas’. Me vine para Bucaramanga a prestar el servicio militar, allá me dieron a probar el bazuco.

–—Pero, ya habías probado otras drogas, ¿cierto?

Puso cara de inocente, levantó los hombros y confesó:

–—Sí, en Bogotá probé el perico. Un tiempito después de estar en el ejército, me echaron porque me agarraron fumando bazuco dentro del batallón. Yo tengo una hermanita de siete años, vive con mi tío acá en Bucaramanga. Intenté vivir allá, pero yo no me entiendo con ese man.

El joven de 22 años calló por un momento y miró hacia el exterior de la casa, como analizando su realidad. Minutos después, le pregunté qué sentía cuando fumaba bazuco. Giró su cabeza y manifestó: “"Mucho temor, mucho miedo"”. Carlos duerme en el piso, no tiene cobijas ni otra muda de ropa distinta a la que llevaba puesta aquel día. Su expresión triste me hizo sentir mal, y no sé si haya sido buena idea hacerlo, pero, para animarlo, decidí comprar aguardiente.

Le di 40 mil pesos al Diablo para que comprara un litro de ‘guaro’ y dos paquetes de Marlboro. Agarró el dinero y se fue a conseguir el trago.

"Tenemos pan, aguardiente y porro, ¡mucho fiestón violento!"”, dijo 'El Diablo'. 

Continué con el recorrido. Mientras lo realizaba, José congelaba con su cámara la experiencia que estábamos viviendo. Subí lo poco que quedaba de unas escaleras y llegué al segundo piso. De un costal –que hacía las veces de ventana surgió un señor. “"Chamo, ¿me regala un cigarrillito?”", ordenó Giovanni –—tuvo más intención de ordenar que de solicitar—. Le entregué el cigarrillo y aproveché para contarle sobre del trabajo que estaba realizando. Mientras me escuchaba, sacó de su bolsillo un encendedor, prendió un ‘'marlborito'’ y me interrumpió.

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–—Hay unos chamos que están haciendo una película con nosotros, dicen que supuestamente nos van a ayudar para que nos reubiquen. Lo que pasa es que estas casas las van a tumbar. Aquí van a hacer un parque. Ya nos mandaron dos cartas, una de la corporación y otra de la alcaldía, en las dos nos ordenan que desalojemos. Los dueños de las casas, unos están muertos y los otros no aparecen, entonces no saben a quién buscar— expresó con cierto desconcierto el hombre.

"Ahí no hay nada, esa película de los rolos no creo que sirva de mucho, ya casi nos va tocar ir mirando pa' dónde agarrar”".

Luego de escucharlo, le di la mano y subí al tercer piso. De repente apareció un señor sin camisa, con varias cicatrices en el estómago, shorts negros largos y escurridos por su cadera, que casi dejaba ver sus partes íntimas. Le pregunté su nombre y, como si fuera un niño atendiendo a un mayor, respondió: “"Camilo Andrés Rueda Cifuentes"”. Este individuo emanaba tranquilidad, sumisión.

––Andrés, ¿a qué se dedica usted?

–—Señor, yo reciclo.

–—¿Cuánto le pagan por el reciclaje?, ¿cómo es la vaina?

–—Nosotros vendemos el kilo de vidrio y cartón a cien pesos [cinco centavos de dólar], ahí uno se hace la ‘barbachita’.

Afirmó el hombre, mientras mecía su cuerpo de lado a lado con las manos dentro de los bolsillos. Me despedí, no sin que antes me pidiera la ‘'liguita’' [limosna], le dije que abajo había pan y refresco y me alejé pensando en lo difícil que debe ser recolectar un kilo de cartón para sólo recibir cien pesos.

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"Todos trabajamos, ya sea reciclando, cuidando carros o en cualquier otro ‘camellito’ [trabajo] que aparezca. No le hacemos daño a nadie, porque el que a hierro mata, a hierro muere"”. 

Bajé las escaleras y me reencontré con Carlos y El Diablo —quien ya había regresado con el aguardiente—. Eran las 5:30 PM, la noche se aproximaba y José ya me miraba con cara de: "“¡Vámonos ya!"”

Hice caso omiso a la advertencia gestual de mi compañero y me senté en el piso. Abrí la botella y llené varias copas. Carlos permaneció la mayoría del tiempo callado, sólo hablaba para pedir cigarrillos o una copa de ‘guaro’. Por otro lado, el Diablo no paraba de contar historias sobre las barras bravas del Nacional. “"Una vez en el parque de Berrío, unas gonorreas me estallaron la jeta a punta de ‘traques [putazos], me pusieron 12 puntos internos"”, confesó. José siempre estuvo sentado detrás de mí, guardó silencio y mantuvo un perfil bajo. Un quinto personaje apareció, el Hippie. Su presencia era intermitente, bajaba del segundo piso a pedir una copa de alcohol, se la tomaba y regresaba de nuevo a su guarida. De vez en cuando se escuchaba un comentario suyo proveniente del segundo piso. "“Sí, sí, yo he escuchado esa canción, es ‘poporra"’”, le alcancé a escuchar, haciendo alusión a una champeta que sonaba en la radio. Con la casa casi a oscuras, tres personajes más se unieron al bebido, Cristian, la Dayana y Darwin.

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"“Ñero, crealas que los gomelos nos menosprecian por tener menos, pero sano, ante los ojos de Dios todos somos iguales".”

Sentado en un balde volteado, junto a una botella de aguardiente, con la oscuridad adueñándose de la casa derrumbada, un porro rondando por la boca de los lobos y las papeletas de bazuco escondidas “"por si los chinos son de la SIJIN [policía nacional de Colombia]”", los inquilinos sacaron sus cuchillos. Todos estaban armados. José se asustó un poco, también yo, pero, era tanta la confianza que sentía con ellos, que simplemente les serví un trago más de aguardiente. Uno de los muchachos —Cristian—– me enseñó cómo desenfundar el cuchillo y, luego de varios intentos, aprendí cómo sacar la ‘'patecabra'’ [cuchillo] apropiadamente. Apacigüé el momento de tensión ofreciéndole una copa a Darwin. "“Darwin, tómese esto pal frío"”, le aconsejé al muchacho. Agarró la copa y, antes de beberla, dijo: "“¿Un guaro pal frío? Pal frío le meto un culiadón a Dayana, ¿sí o qué?, mujer"”. Su compañera sentimental asintió con la cabeza mientras le celebraba el comentario.

Eran las 7PM, la oscuridad ya se había apoderado por completo del lugar. Sólo el celular de Darwin —que reproducía cumbias desde el suelo— dejaba distinguir un rostro de otro. Luego de charlar un buen rato, de pasar varios momentos de tensión y de reír sin parar, me paré del suelo y me despedí de todos. Les agradecí por su colaboración y prometí que en otra ocasión nos volveríamos a ver.

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Llegué a la casa buscando al diablo de las sectas, al de la ouija, al responsable de la muerte de la vaca, mejor dicho, ¡al diablo que tanto me jodió de chiquito! Pero, lo único que encontré, fue a un puñado de personas que viven apartados de la sociedad, bajo sus propias leyes, y que, por consecuencia, atraviesan el camino de la vida como el mismo Diablo lo dijo: "“En la anarquía total, papi”".

Estos señores son humanos, no diablos. Si los tratas de la misma manera como tratarías a un amigo, te darás cuenta de que no son tan distintos a ti. Sienten hambre, tienen necesidades sexuales, trabajan, ríen, se toman sus ‘aguardienticos’ —si hay plata— y, debido al repudio de la sociedad, sufren por el rechazo de las personas. ¡Dales la mano sin asco!, ¡salúdalos sin pena! y verás cómo se transforman de diablos a personas gratas y gentiles conversadores.

Los muros desaparecieron, el mito perdurará

Como lo afirmó Giovanni, las autoridades municipales, lideradas por la Corporación Autónoma Regional para la Defensa de la Meseta de Bucaramanga (CMDB), echaron al suelo el mítico lugar el pasado 24 de julio.

El paradero de los habitantes de la casa es desconocido. Dentro de sus anhelos estaba ser rehubicados adecuadamente. Pero, si no reubican a personas desplazadas por la violencia, con todo y familia a bordo, mucho menos lo harán con recicladores que amenazan con su apariencia el equilibrio de la estructura social.

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"Fénix Construcciones colaboró con la maquinaria. Los escombros de lo que alguna vez fueron elegantes viviendas en el exclusivo sector de la carrera 40, fueron demolidos como primer paso para la construcción de un parque ecológico cuyo nombre sería 'Carlos Virviescas Pinzón'"/ www.cdmb.gov.co.