Los niños diableros de la Central de Abasto

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Violenta CDMX

Los niños diableros de la Central de Abasto

Cientos de niños viajan desde los estados más pobres del país para ocuparse como carretilleros, boleros, vendedores ambulantes o ayudantes en la Central de Abasto de la Ciudad de México.

Tiene entre 14 y 16 años, camina inclinado arrastrando un diablo cargado con más de una decena de huacales de madera y cajas de plástico que llevan 500 kilos de tomates, melones, manzanas, sandías, y costales de papa, zanahoria y cebolla. Bolsas con apio, cilantro, perejil y otras yerbas cuelgan de la torre de cajas, como ramas de un árbol que se balancea con el rápido andar del niño-adolescente flaco y moreno que arrastra el diablo a través de un largo pasillo de cemento rodeado de bodegas.

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El niño y su diablo de 500 kilos se detienen de golpe en una esquina para no interrumpir a dos adultos que juegan rayuela a medio pasillo. Uno lanza su moneda de diez pesos entre risas, como quien sabe que está haciendo una travesura, mientras el niño dobla su cuello tratando de secar las gotas de sudor que cuelgan de su frente con su suéter negro y suelta un tímido "no mames". Cae la moneda, los hombres ríen y el niño arranca de nuevo.

Cientos de niños viajan desde los estados más pobres del país para ocuparse como carretilleros, boleros, vendedores ambulantes o ayudantes en la Central de Abasto de la Ciudad de México.

Se le llama Central de Abastos, aunque su nombre correcto es sin la 's' al final, y es el mercado más grande del mundo. En sus 304 hectáreas de área comercial cabe 55 veces el zócalo de la Ciudad de México, sus operaciones comerciales por nueve mil millones de dólares anuales sólo son superadas por las de la Bolsa Mexicana de Valores y desde sus instalaciones se distribuye el 30 por ciento de la producción nacional de frutas y hortalizas.

El área de frutas y legumbres es un rectángulo de casi 700 mil metros cuadrados atravesado de norte a sur por ocho andenes y de este a oeste por cinco pasillos. Cada andén es un largo corredor con bodegas a ambos lados a los que corresponde una letra del abecedario: el primer andén se llama I-J, el segundo K-L, el tercero M-N y así hasta el W-X.

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"La P50 en el pasillo 2 de la O-P" parece la clave secreta de una ubicación para el primerizo, pero resulta fácil llegar cuando se entiende la lógica de este monstruo comercial. El inexperto puede confundir los pasillos, largas serpientes de concreto oscuro que suben y bajan sobre cuyos lomos vuelan los diableros entre vendedores ambulantes y tienditas, con otros pasadizos que desembocan en tiraderos o áreas de carga y descarga. Es fácil perderse y muy difícil preguntar cómo salir sin sentirse idiota en un lugar que, por grande que sea, no deja de ser un mercado y donde todos están ocupados.

En el andén I-J se venden productos al menudeo, las cebollas abundan guardadas en costales como grandes canicas blancas y moradas en el K-L, los ojos pueden llorar en la M-N y la O-P debido a la variedad de chiles que se ofrecen ahí y los plátanos cuelgan con sus diferentes tonalidades, desde el alimonado hasta el amarillo, en ganchos dentro de la W-X.

De acuerdo con el sitio web de la Central de Abasto, son 10 mil los carretilleros que arrastran montañas de fruta y verdura lo más rápido que pueden, advirtiendo su paso a los compradores con chiflidos o gritos de "aguas, aguas". Cientos de ellos son menores de 18 años y algunos tienen menos de 15, por lo que de acuerdo con la Ley Federal del Trabajo, su actividad laboral está prohibida. El gobierno de la Ciudad de México desconoce cuántos menores trabajan en la Central de Abasto.

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En 2015 la Secretaría del Trabajo y Fomento al Empleo (STyFE) de la Ciudad de México realizó un diagnóstico en la Central de Abasto, cuyos resultados servirían para el desarrollo de políticas públicas dirigidas a prevenir y erradicar el trabajo infantil en ese mercado.

Los resultados del diagnóstico no fueron publicados, pero la STyFE envió una nota sobre el estudio a VICE, en el que dice que "la información recabada en las entrevistas apunta a una dinámica en la que las niñas y los niños acompañan a sus familiares". Los niños en situación de mayor vulnerabilidad son los que se ubican en el sector de recolección de basura, donde se encontraron 52 menores de cinco años, de acuerdo con la dependencia.

La STyFE no menciona a los menores trabajadores que se ocupan como carretilleros y transportan en un diablo cargas de fruta y verdura que, dependiendo de la edad del joven, pueden llegar a pesar 500 kilos.

Las únicas cifras que se aproximan a revelar la dimensión del trabajo infantil en la Central de Abasto son las listas de asistencia del Centro de Apoyo al Menor Trabajador (CAMT), una institución de asistencia privada que ofrece educación, esparcimiento y apoyo legal a los niños y adolescentes que laboran en el mercado más grande del mundo. Entre 1999 y 2014 el CAMT atendió a 16 mil 386 menores, de los cuales 9 mil 341 dijeron trabajar en la Central de Abasto. Un promedio de 584 menores trabajadores cada año.

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Pero los niños y adolescentes que asisten al CAMT son una minoría de los que trabajan en la Central de Abasto. Actualmente han sido ubicados por personal de la institución privada unos 300 menores originarios del estado de Chiapas, de los que menos de una decena acuden al CAMT regularmente dice en entrevista su director, José Luis Gutiérrez. Oaxaca, Michoacán, Puebla, Estado de México y Veracruz son, por debajo de Chiapas, los estados que mayor número de niños y adolescentes expulsan para trabajar en la Central de Abasto.

Esteban llegó de 11 años a la Ciudad de México. Primero vino su tío, luego su papá y después sus hermanos. Él fue el último en abandonar San José Tenango, un pueblo oaxaqueño a unos 20 kilómetros de la frontera con Puebla y a 50 de Veracruz. En la Central es mejor conocido como Ticha, que quiere decir cuñado en mazateco, su idioma original.

El nervioso movimiento de su talón que sube y baja rápidamente hace temblar su rodilla derecha mientras cuenta, sentado en un cubículo del CAMT, cómo fue que llegó a la Central de Abasto. Su playera amarillo oro de los Pumas de la UNAM deja ver sus brazos flacos, que han arrastrado diariamente por más de siete años toneladas de fruta y verdura. Un cinturón azul de tela mantiene sus pantalones de mezclilla en su sitio y un par de tenis Nike verdes de los que se utilizan para jugar futbol rápido completa su vestimenta.

A los 11 años comenzó a empujar cajas y fruta ayudando a su papá en sus jornadas de diablero, pero dice que empezó a trabajar a los 17, cuando agarró la carretilla por su cuenta. Hoy, a sus 25 años no tiene horario fijo, puede llegar a las 5 de la mañana, o entre 10 y 11. Cuando gana poquito saca de 100 a 250 pesos diarios, pero cuando le va bien puede juntar 650 o 700. De haberse quedado en San José Tenango ganaría 544 pesos al mes. Las estadísticas de ingreso corriente per cápita mensual del Coneval de 2010 así lo marcan.

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Jennifer llegó de 14 años —casi 15— a la Central de Abasto, al área de pescadería. Originaria de Santiago Tuxtla, Veracruz, siguió junto con su mamá y su hermana las indicaciones de su padre de venir a la Ciudad de México, a donde él ya había viajado por la falta de empleo, dice la joven que hoy tiene 18 años.

En Santiago Tuxtla, en el sur de Veracruz y a tres horas y media de Xalapa, la capital del estado, el 74.5 por ciento de las personas vive en pobreza. Abandonar la escuela para trabajar en uno de los puestos de pescados y mariscos que se extienden por decenas frente a sector de frutas y legumbres, acomodando y vendiendo empanadas de las 3 de la mañana a las 12 del día resultó una mejor opción.

"Aquí tenemos una doble moral de la sociedad en su conjunto. Se escandalizan, hay peticiones de que los niños no deben de trabajar, pero ninguna de las políticas que hasta ahora se ha emprendido en todo el continente tocan el corazón, que es el ingreso de las familias", dice Juan Martín Pérez García, director de la Red por los Derechos de la Infancia en México.

"El Estado no desarrolla mecanismos de prevención para estos chicos y sus familias, y lo más rápido, lo mas fácil, es criminalizar a las familias en lo individual. Las acciones emprendidas por los Estados han ido en este sentido", añade refiriéndose a casos en los que las autoridades retiran a los niños de familias pobres bajo el argumento de protegerlos y los canalizan a albergues en los que pueden quedar expuestos a malos tratos y condiciones de insalubridad.

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Ante ello son particulares los que han emprendido acciones para disminuir el trabajo infantil.

El CAMT es una isla de superficie triangular en medio de un paisaje gris lleno de autos y salpicado de basura. Tiene en su exterior una cancha de basquetbol y una de futbol rápido, ambas de cemento, pasto y varios árboles, y una jaula techada con pesas. Sus instalaciones tienen las paredes de ladrillo anaranjado y un techo de madera de dos aguas, cubierto por fuera con tejas de plástico rojas. Dos salones, una biblioteca y sala de cómputo, una cocina, una pequeña bodega, baños con regaderas y cuatro cubículos a modo de oficinas completan la lista.

"Unos vienen a estudiar, otros vienen a entrenar, otros vienen a jugar futbol, otros vienen a jugar basquet, otros vienen a encontrar un espacio donde se sientan a gusto, porque no hay nadie que los esté fregando", dice José Luis Gutiérrez, un hombre de casi 70 años que desde hace 22 dirige el CAMT. Su equipo, que comenzó de 14 personas y hoy está reducido a siete por falta de recursos, ofrece educación primaria y secundaria a los niños trabajadores de la Central de Abasto.

El principal objetivo del centro es romper la cadena generacional del trabajo infantil. Niños y adolescentes que abandonaron la escuela cuando salieron de sus poblados rumbo a la Ciudad de México para trabajar, o que no pueden asistir a clases regulares debido a sus jornadas laborales, pueden educarse en el CAMT. La meta es que los menores trabajadores de hoy obtengan empleos que les permitan subsistir sin depender del trabajo de sus hijos, a diferencia de lo que vivieron ellos en sus familias.

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"Mucho he cambiado, ya cuando menos tengo una visión, una misión de qué hacer con mi chavo que apenas viene creciendo (…) que no empiece a trabajar temprano, que trabaje ya cuando sea grande, que tenga estudio, que se prepare", dice el Ticha sobre cómo su paso por el CAMT hace 13 años influye hoy en la crianza de su hijo de un año nueve meses.

"Llegué todo callado, no sabía hablar casi español, hablaba más en mi idioma [mazateco]", agrega el Ticha, quien luego de cursar la secundaria en el CAMT estudió la carrera técnica de Mantenimiento de Equipo de Cómputo y Control Digital. A sus 25 años sigue trabajando de diablero en la Central de Abasto. "Como ya me acostumbré ya es muy difícil para mí ir a otro lado, pero sí tengo la idea de hacer algo con lo que yo estudié, poner un ciber allá en mi pueblo", añade.

"Pude haber hecho más", añade Gutiérrez trepado desde una caseta de cemento de unos dos metros, desde donde se observa a una decena de niños chiapanecos jugando futbol, un par más tratando de encestar la bola de basquetbol en un aro y los salones de clase. A sus espaldas, al otro lado de la barda del CAMT varios camiones de basura retacados de desperdicios se estacionan señalando el futuro del que 16 mil niños han escapado gracias al centro de apoyo.

Perla se sumará a las estadísticas quizá a finales de este año, cuando termine la secundaria. Llegó a la Central de Abasto y comenzó a trabajar a los 14 años. Ella y su hermana abandonaron el pueblo de San Juan Jalpa, en el municipio de San Felipe del Progreso, Estado de México, por "problemas personales", quizá relacionados con el hecho de que el 80.6 por ciento de los habitantes de ese municipio viven en pobreza.

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"Fatal, no me gustó", dice sobre su primera impresión de la Central de Abasto, de la que no le gustan los pasillos obscuros ni el ruideral. Lleva dos años laborando de 3 de la mañana a 12 del día o 1 de la tarde en una bodega de nopales en la M-N, pero el trabajo no se le hace pesado porque siempre tiene tiempo para descansar.

De San Juan Jalpa extraña todo. No trabajaba. "Ayudaba a mi mamá con las labores domésticas, iba a la primaria, jugaba futbol, iba a pijamadas. Así se nos iba la noche". Cuando llegó a la Ciudad de México intentó retomar sus estudios en el Instituto Nacional para la Educación de los Adultos (INEA), en una sede cerca de la Central de Abasto que ya no existe. Pero los profesores no daban clases aunque éstas sólo fueran de 10 de la mañana a 1 de la tarde. "Se la pasaban en su celular y sólo ponían a los alumnos a resolver los ejercicios de los libros", dice.

Tiene el cabello largo y negro, viste una chamarra roja con azul, tenis azul marinos desgastados y en la mano derecha una lleva una pulsera de bolitas de plástico blancas que aparentan ser perlas.

Del trabajo infantil opina que los niños tienen que estar en la escuela. Desde su bodega en la Central se da cuenta que muchos de los jóvenes diableros no estudian porque sus clientes les dan papelitos con indicaciones que no entienden y tienen que andar preguntando qué dicen.

Aunque extraña a sus amigos de su estado y a los del INEA, ya tiene nuevos en el CAMT. Le gusta jugar futbol aunque no disfruta que a las niñas siempre las pongan de porteras. Quiere regresar a hacer la prepa en Toluca, capital del Estado de México, aunque no sabe qué quiere ser de grande. Lo que sí sabe es que no quiere seguir trabajando en la central, tampoco casarse. Sólo quiere estudiar para conseguir un trabajo "más bonito".

@a_ilizaliturri

@DLatitudes