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Cultură

Lujo, drogas y sexo: así es trabajar en un hotel de cinco estrellas

Trabajar en un hotel de lujo significa que tienes que hacerla de botones, amigo, barman, dealer y padrote.

Me has visto cientos de veces: de fondo en plena cumbre económica o abriendo la puerta del coche al futbolista de turno. Ese soy yo: el botones del hotel. Lo vemos todo y lo oímos todo. Recorremos cada piso del hotel entrando y saliendo de todas las habitaciones y suites, revisamos que todo esté a gusto del cliente y estudiamos sus perfiles para anticiparnos a algunos de sus deseos.

No voy a mentir: este no deja de ser un trabajo como cualquier otro. Siempre llego media hora antes de mi entrada al turno nocturno. Busco mi uniforme en la lavandería, que debería estar listo desde la tarde; el sombrero lo dejamos atrás hace años, pero se nos sigue reconociendo nada más con echar un vistazo a la recepción. No, tampoco estamos estáticos como maniquíes en un rincón esperando a que suene la dichosa campanita del mostrador; ahora nos ponemos detrás del mármol y hacemos tareas administrativas que aburrirían a cualquiera. A primera vista todo parece normal, ¿no? Clientes que entran y salen, la mayoría anónimos, con sus familias, sus mujeres y sus niños que vienen a la ciudad a disfrutar de la cultura y la gastronomía. Hasta ahí todo previsible, correcto y clásico. Aburrido, se podría decir. Pero en la noche todo cambia.

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Mi primera noche como botones fue absolutamente caótica: teníamos un grupo de saudíes, empresarios y nuevos ricos, que habían reservado media planta para ellos y media planta para sus esposas, concubinas y niños cuyo toque de queda había empezado justo antes de que comenzara mi turno. No era la primera vez que el hotel recibía clientes así, pero para mi sí lo era. Mi jefe me había dado instrucciones de quedarme en su piso esperando cualquier petición, porque las habría y muchas.

Llamaron para pedir rubias, morenas y pelirrojas; nadie dormiría solo esa noche. En un par de horas, se acabaron cincuenta botellas de champaña. Por supuesto todo ocurría en la más absoluta discreción, sin posibilidad de ser vistos u oídos por nadie que no fueran ellos o yo. Esa noche me di cuenta de que había encontrado mi profesión ideal.

He visto desfilar ante mí a reyes y reinas, primeros ministros que coleccionan zapatos de mujer y cantantes que se resisten a admitir su homosexualidad. Pero a mí lo que me gusta son los clientes anónimos, los que de verdad son libres para dar rienda suelta a sus pasiones y fantasías.

Hace no mucho, estando yo en uno de esos ratos tediosos donde me dedico a clasificar y a ordenar cosas necesarias, se acercó al mostrador una de las últimas clientas que esperábamos esa noche. Visiblemente borracha pero manteniendo su postura, me dijo: —Buenas noches, tengo una reservación a mi nombre.
—Bienvenida, Sra. Borracha. ¿Qué tal su viaje?
—¿Qué no me ves?

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Yo no suelo hacer los check-in ya que solo soy el botones, pero si mis compañeros están ocupados entro en acción para entretenerlos un poco hasta que se les pueda atender. Pero el uniforme me delata y mi nueva amiga, con unos cuantos viajes encima, me dijo:

—Tráeme la botella de la champaña más cara que tengas a la habitación, estaciona el coche de mi marido cuando llegue y te daré una buena propina. No tardes.
—Si, señora.

Me gusta cuando un cliente me trata como algo más que una mula de carga y me ven como una persona que está ahí para ayudarlos a pasar la noche de sus vidas. No me sorprendió cuando llamó a la línea VIP en lugar de llamar a recepción porque necesitaba unas vitaminas para aguantar la noche. No soy dealer, pero como el bienestar de los clientes es mi prioridad, ¿qué más podía hacer?

Hace poco también recibí a un trío. El que parecía el líder tendría unos cincuenta años, serio, atractivo y bien plantado. Venía con lo que pensé que eran sus hijos: una guapísima morena de un metro setenta y un joven, que asumí que era su hermano.

Cuando subí las maletas a su habitación vi que había una cama individual y una doble, y empecé a sospechar que no eran familia, o al menos no una convencional. Me pidieron que abriera las ventanas —que generalmente permanecen cerradas—, así que bajé a la recepción por las llaves. Cuando regresé, la chica estaba corriendo en ropa interior y el joven tampoco tenía mucha ropa. Abrí las ventanas y en menos de media hora ya se escuchaban sus gemidos de placer en el pasillo.

Mientras la noche avanza y los huéspedes van cayendo rendidos, las llamadas a recepción empiezan a escasear y la paz reina en ambos lados de los largos pasillos de mármol. Esa calma durará poco pues en breve comenzarán a despertar los más madrugadores, casi siempre los excursionistas que no quieren perderse ni un solo rincón de esta ciudad. Pero hasta entonces hay calma, lo que significa que estoy haciendo bien mi trabajo.

Poco a poco se incorporan mis compañeros del turno de mañana. El hotel se despierta, suenan las cucharitas de café al otro lado de la recepción y pasos acelerados para rematar todo lo que no hubo tiempo de hacer durante la noche. Llega la hora de mi relevo, hora de volver a casa. Una noche más, una noche menos, qué más da: mañana habrá más y mejor de todo. Adoro mi trabajo.