​Me estoy quedando ciego

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​Me estoy quedando ciego

Antes me caía en las zanjas, me tropezaba en las banquetas y nunca le atinaba a la mano cuando tenía que saludar. Creí que era mi forma de ser, pero no, ahora sé que me estoy quedando ciego.

Ilustración por Dan Evans.

Empecé a perder la vista en el momento en que alguien le puso nombre a mi torpeza. Tenía 24 años de edad y era el año 2006. Antes de eso, me caía en las zanjas, me tropezaba en las banquetas y nunca le atinaba a la mano cuando tenía que saludar. Pero no era una enfermedad sino mi forma de ser: inepto e inadaptado. Cuando entraron al mapa los oftalmólogos, a mi identidad se le agregó el término larguísimo de "retinosis pigmentaria", que, por supuesto, no significa nada para nadie.

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A pesar de que esta enfermedad es una causa de ceguera muy común y muy pocos saben sobre ella. "Tengo RP", trato de explicar. A veces veo bien y a veces choco con las paredes". Pero la explicación se vuelve complicada y demasiado extensa. En pocas palabras, la RP es una enfermedad genética que provoca que la retina de los ojos se autodestruya —nadie sabe por qué— y afecta la visión nocturna, la visión periférica y en algunos casos resulta en ceguera total. Si nos presentaran, no notarías nada extraño en mí. Sólo sería el rarito poco agraciado que falla al saludar con la mano.

Me quitaron la licencia de conducir poco después del diagnóstico. En ese momento fue doloroso pero ahora me doy cuenta que es una bendición. Trabajaba como redactor en una revista de motocicletas y era muy poco convincente como motociclista. A veces me iba en motocicleta, aceleraba todo lo posible y mandaba todo a la mierda. Pero la mayor parte del tiempo simplemente me sentía fuera de lugar, amenazado y seguro de mi discapacidad inminente. Cuando conducía de noche, entrecerraba los ojos para tratar de seguir la línea blanca. El problema no eran mis retinas moribundas, era que algo dentro de mí estaba muriendo lentamente. Hoy en día tomo el tren con gusto.

Como parte del examen diagnóstico, me dieron un control remoto, metieron mi cabeza en una máquina y me dijeron que tenía que estar alerta por si veía destellos de luz con mi visión periférica. La máquina hacía un sonido para avisar cuando iba a empezar a lanzar destellos y aún así no vi nada. Pasó mucho tiempo pero no apreté el botón ni una sola vez. El optometrista frunció el ceño de aburrimiento y fue entonces cuando me di cuenta que a nadie le había ido tan mal en el examen como a mí desde que pusimos a mi abuela a jugar Minecraft hace tres años.

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Una ecografía de los resultados del examen de visión periférica del autor (los puntos azules son los escotomas).

Por suerte, no había un tablero para registrar mi puntuación como la más baja pero sí me dieron una hoja donde se ven mis escotomas (del griego skotos, que significa "oscuridad"), es decir, las partes que faltan de mi visión periférica. Aunque no los veo como puntos negros y tampoco son partes que desaparecen.

Mi cerebro llena con ruido visual las partes donde fallan mis retinas. Las partes sanas, donde veo bien, están rodeadas con un halo borroso. Esta mierda brillante hace que sea difícil descifrar el contenido real de cualquier imagen. Las sombras aparecen frente a mí como proyectiles de piedra y las maletas parecen perros fantasma que caminan detrás de sus amos maquiavélicos. Nunca sé qué veo y qué no hasta que choco contra algo, me duele y me siento avergonzado.

Lo peor de todo es que la incertidumbre es permanente. Pero, a fin de cuentas, lo que no me mata, me recuerda que puedo morir en cualquier momento, y esa es una lección valiosa. La incertidumbre se hace visible como una lección —o metáfora— de la mortalidad. Pasando los 30 años de edad —tengo 33, la edad en la que toda la mierda le pasó a Jesús—, el cuerpo empieza a perder su vitalidad. Los tejidos se regeneran pero no tan bien. Todo el tiempo estoy a punto de perder el control y hacer un berrinche escandaloso o dejar que se me caiga el pelo o dejar que crezca vello en los lugares más ridículos. No doy nada por sentado. Mis ojos me muestran todos los días cómo va a ser mi destino: brillante pero borroso y lleno de peligro.

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No le temo a la ceguera en sí, así como no le temo al concepto de la muerte. Mi miedo es específico: me aterra no ser capaz de ver que me están viendo. Es banal y visceral. Si se va el deseo, ¿también se va el placer? Y sin placer, ¿qué queda? A la mierda los libros y los paisajes; no puedo soportar la idea de perderme las sonrisas, los labios, los ojos, las mejillas sonrojándose y las nalgas. Como cualquier otra ansiedad, está enfocada en el sexo. Ver o no ser, he ahí el dilema.


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No hay pronóstico. "Cada caso es diferente", te dicen, "es todo lo que sabemos. Quizá algún día se encuentre la cura". La única garantía es el deterioro. Ya no puedo ver mi rostro completo cuando me veo al espejo. Sólo veo mis ojos y mi nariz. A veces me imagino que regreso 160 años en el tiempo, o más, antes de que el doctor Franciscus Donders descubriera la "retinosis pigmentaria". ¿Estaría yo, el victoriano temeroso de la oscuridad e inexplicablemente torpe, mejor sin saberlo? ¡No! Los beneficios del diagnóstico son que: uno, el transporte público es más barato; y dos, tengo una excusa para todo.

La RP no es un diagnóstico como tal. Como insistí, los doctores aceptaron que es un término que utilizan para agrupar un gran rango de retinas podridas diversas. Pero siendo justo, los científicos se han vuelto menos raros desde que se inventó el examen genético. Los que estudian los genomas tienen que buscar millones de probables errores en los códigos genéticos, comparar con otras referencias e identificar todas las mutaciones que provocan los síntomas de la RP. Sólo se necesita errorcito en un gen para que la retina esté destinada a morir. El grado de detalle es increíble e intrascendente al mismo tiempo.

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Me tomaron una muestra de sangre para hacerme análisis hace unos años y apenas hace unos meses me dieron los resultados. Por fin habían encontrado mi gen defectuoso: USH2A, el que, según me explicaron, codifica la proteína llamada usherina. ¿Qué significa eso? "En la posición 308, hay un GCCA que no debería estar ahí, y hay una A donde debería haber una G en la posición 3358". Oh, claro. Traté de imaginar la confusión que podría generar reemplazar una G por una A, como, por ejemplo, si escucho "aorra" en vez de "gorra". Aún sigo sin entender.

¿Qué significan los resultados de este análisis? ¿Son un gran avance o simplemente son otra forma de etiquetar mi torpeza? Peor aún, cuando le pregunte a los doctores qué tan rápido se iban a deteriorar mis ojos, me respondieron que no tenían idea.

"Por ahora no sabemos cuál es la mutación específica y no podemos decir a ciencia cierta qué tan grave es la enfermedad", dijo mi amigo Richard, que estudiar genética. "No hay información suficiente porque la mayoría de estas mutaciones son muy raras".

Es como buscar una aguja en un pajar, encontrarla décadas después, y darse cuenta de que no hay hilo y nadie sabe coser.

Perder la vista me enseñó que nunca se tiene una imagen completa de algo. Mis ojos no van a dejar que olvide de que siempre hay algo escondido que espera a que me tropiece con él. Ya sea por un punto ciego, una ilusión, un engaño, una defecto biológico o una mala jugada de mi cerebro, en realidad pocas cosas son lo que parecen. Ver no es creer, es un cálculo dudoso.

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