"Me encarcelaron injustamente y me convertí en escritora": Zindy Abreu

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"Me encarcelaron injustamente y me convertí en escritora": Zindy Abreu

"La sociedad se tranquiliza pensando que no hay inocentes presos", recuerda la primera mujer acusada de secuestro en la historia de Yucatán y ganadora de múltiples premios de literatura.

Zindy posee una historia que me recuerda a las que leía en las crujientes páginas de la revista Selecciones que mis abuelos abandonaban en el baño. Si uno googlea su nombre y su apellido, Abreu, encontrará notas periodísticas con estos títulos: "Interna del penal gana el premio nacional de poesía", "Premio, José Revueltas, para interna", "Se cumplen 17 años de un secuestro en Mérida; los responsables cerca de salir libres", "Secuestradores en Yucatán, libres por buen comportamiento".

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Todos los títulos corresponden a la misma mujer que conocí durante una fiesta en la que bailó guaguancós y guajiras que un dúo de cubanos interpretó. Al formar parte de la misma mesa intercambiamos un par de impresiones y mínimamente pude enterarme de su historia. Se trata de una mezcla de tragedia, terquedad y triunfo. Un ama de casa es acusada de cometer el primer secuestro en la historia de la justicia de Yucatán. El encierro la vuelca hacia su interior y en lugar de suicidarse se convierte en escritora.

Al otro día marqué el teléfono que me anotó en una tarjeta y concertamos una entrevista en uno de los barrios más antiguos y pintorescos de Mérida, el de Santiago.

Lo primero que me dice al verme es que la cárcel, de la cual se liberó hace veinticuatro meses, sigue inscrita en muchas de sus decisiones, por ejemplo: cuando abre una lata de atún guarda en un cajón la tapa de lámina; en prisión no podía tener cuchillos así que las tapas servían para cortar comida. "Sigo levantándome a las seis de la mañana porque a esa hora pasaban lista en la cárcel; también sigo siendo muy ordenada", me explica y constato que la limpieza en su hogar es impecable.

Foto por el autor.

Zindy

Te voy a contar la historia por qué me encarcelaron, cómo me hice escritora. El papá de mis hijas, porque nunca nos casamos, nació en Tabasco y yo en Mérida. Estudió para federal de caminos, pero nunca logró trabajar y se hizo policía de vialidad. Estaba frustrado, era muy violento y me golpeaba. Eran finales los años ochenta y principios de los noventa, una época en que una mujer no podía hacer mucho si su esposo la agredía. Llegó a perseguirme apuntándome con la pistola por la calle y los vecinos miraban. Le hablaban a la policía y cuando acudía lo calmaba, pero no lo detenían.

No trabajaba, solamente era ama de casa; no terminé la licenciatura en turismo. A mediados de los noventa uno de mis hermanos se divorció y se fue a vivir con mis hijos, mi pareja y yo. A los meses mi hermano y mi pareja hicieron negocios con un aduanero. Se supone que les importaría motocicletas de Estados Unidos y ellos las venderían, pero los estafó, huyó con el dinero y los dejó en la ruina. Lo que pasó después es que a mi hermano, a mi pareja y a otras dos personas los acusaron del secuestro y asesinato de una persona. Detuvieron a dos, pero de mi hermano y del papá de mis hijas, hasta la fecha, no hemos vuelto a saber. A mí me arrestaron para presionarlos a entregarse, pero eso nunca pasó, ni mi hermano ni mi pareja lo hizo y a mí me condenaron a veinticinco años. Me detuvieron en la misa de la boda de mi cuñado. Llegaron los judiciales a la iglesia y al camarógrafo que había grabado la detención y el festejo le quitaron el video. Fui torturada durante ocho días y después presentada ante el ministerio público. Más tarde me liberaron por falta de pruebas.

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Durante el día me seguían los judiciales, me liberaron pero seguían detrás de mí pensando que eso los llevaría a mi pareja y a mi hermano. El abogado dijo a mis papás que pedirían de nuevo mi detención y que lo que más convenía era que me fuera del estado por un tiempo. Huí a Monterrey, pero la amiga de mis papás con la que llegaría, al enterarse del caso me corrió con todo y mis hijos. Conseguí trabajo vendiendo enciclopedias casa por casa. Los cuatro años que estuve escondida trabajé así. El último año hablaba por teléfono a cada rato con mi mamá. Faltaban unas semanas para navidad. Sentía que los judiciales llegarían en cualquier momento porque sospechaba que los teléfonos estaban intervenidos. Por supuesto que lo estaban. Una mañana estaba peinando a mi hija para que se fuera a la primaria cuando tocaron la puerta. Supe que era la cárcel. De todos modos no tenía energía para seguir huyendo.

Primera noche en la cárcel

De Monterrey a Mérida me trasladaron en avión. Era de noche cuando dos judiciales mastodontes con cara de rottwailer me llevaron del aeropuerto al penal. Intentaba ver por la ventana las luces que adornaban los árboles de navidad en las casas y en los negocios por donde pasábamos. Sentía dentro de mi pecho el corazón oprimido y una alegría navideña por ver mi ciudad después de varios años de estar escondida. No sabía cuándo volvería a ver a la gente sentada en la puerta de su casa disfrutando el fresco de la noche. Cerré los ojos e imaginé que estaba de regreso de un corto viaje; como cuando de niña regresábamos del rancho de mis abuelos y mis papás bajaban las maletas, encendían la luz y sentía el olor a hogar limpio.

La luz de neón, el grito de los guardias desde las torretas del penal y el rechinido del portón de hierro que se abrió para recibir al auto de los judiciales hizo que volviera a la realidad. Un custodio nos recibió y los judiciales firmaron unas hojas y quitaron las esposas; entregaron la mercancía con todo y papeles. En una pequeña jaula me encerraron. Sólo el tac-tac-tac de una vieja y rígida máquina de escribir hacía eco en las paredes oscuras, rayadas, salpicadas de vómito, orines y lágrimas. Con los ojos hinchados de llorar observaba en silencio a un guardia de uniforme café, arrugado, tan viejo y rígido como su máquina de escribir. No se dignó a mirarme a la cara aunque con su voz hueca me hizo las preguntas de rigor: nombre, edad, estado civil, delito, ¿tienes tatuajes?, ¿dónde?

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Después de dos horas de estar en la jaula me entregó a dos custodias, una morena robusta y otra flaca. Caminamos por pasillos grises, iluminados, interminables, hasta el módulo de control del área de mujeres. La Flaca, de nombre Blanca, era cabrona y de sonrisa sarcástica. Cateó todo mi cuerpo buscando armas, drogas, celular o algo por el estilo; la Robusta Morena revisó mi ropa. Entregué las alhajas que llevaba y me dieron una especie de recibo. Checaron en la bitácora en qué módulo había cama disponible, y sin palabras, me encaminaron hacia el módulo A.

Llegamos a una celda, encendieron las luces y quitaron el candado. Dos mujeres dormían. Las obligaron a quitar la ropa que tenían sobre la cama de en medio; las dos reclusas me miraban de reojo. Las custodias cerraron con candado la celda y con la ropa que llevaba me acosté, sin llorar, sobre la piedra de la cama. Nadie me ofreció un cobertor o una sábana para pasar el frío. De piedra se vuelven los corazones allá adentro. De piedra era la cama que durante ocho años fue mi templo, cancha de mis juegos eróticos, cueva en la que refugiaba al animal herido que en mí habitaba, el océano por donde navegaban mis letras, mis demonios, mis fantasías.

A Dios le daba vergüenza entrar a verme a la cárcel. También a mi familia me nomás me visitó durante los primeros años; los últimos ocho ya no. Mi hijas estaban entrando a la secundaria y a mi familia le preocupaba lo que se pudiera pensar si me visitaban. Me abandonaron las personas importantes en mi vida: amigas de toda la vida, vecinos; mis propios padres se convirtieron en jueces y verdugos. Tenían dudas y temor a visitarme y verse en problemas. Si los periódicos dicen que eres culpable y a eso se le suma que te hayan sentenciado, las personas no dudan. La sociedad se tranquiliza pensando que no hay inocentes presos.

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Llegas a prisión y primero subes de peso porque quieres verte más impactante. Comes muchos frijoles y carne con grasa; engordar es un mecanismo de defensa. Varias son las etapas que pasas: adaptación, aceptación, negación. Luego de engordar adelgazas y ves que tienes dos opciones: deprimirte y estar enojada o sacudirte y pensar que algo debes hacer para salir del encierro. Después quedas en una línea recta y tus sentimientos y emociones se apagan. Hasta cierto momento no te cae el veinte y tu cuerpo se enferma. Muchas compañeras comenzaron con problemas en el hígado, en los riñones; infecciones en los pulmones que las hacían escupir sangre. Yo no podía caminar, estaba paralizada de las piernas, las custodias tenían que cargarme para ir al juzgado. Mis glóbulos rojos se filtraron por mi piel, cabrón, imagínate. Los glóbulos rojos tienen hierro y te manchan la piel y te impiden caminar. Luego estuve más sana y ya casi no me enfermaba.


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Mi primera compañera de celda estaba por homicidio. Su cuñado había violado a su hija y ella lo hizo pedacitos. Tenía que dormir con un ojo abierto, estaba traumada. Otra chica de mi celda estaba por celos. Mató a su rival, pero hasta la hermana estaba presa. En esa época si matabas a alguien y platicabas con Pepito, hasta Pepito quedaba preso, arrasaban con toda la familia. Mi delito estaba en el top ten, era la primera mujer acusada de secuestro en la historia de Yucatán. Las compañeras me miraban con recelo, pensaba que era peligrosa hasta que vieron que me desmayaba por todo. Sólo así se les quitó la idea.

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No más de cincuenta, éramos pocas, pero casi todas por delitos fuertes como fraude bancario y homicidio, y yo por secuestro. Te vas dando cuenta cómo va cambiando la sociedad porque van cambiando las edades y los delitos de las internas. Ocho años después de mi ingreso, en el dos mil siete, empezaron a llegar chavas, pero muy chavitas de entre dieciocho y veintitrés años por delincuencia organizada. Otro grupo que llegó fueron las señoras ya grandes que se echaban la culpa de narcomenudeo para proteger a sus hijos; otras aceptaban vender porque no tenían otra opción para dar de comer a sus hijos. De ser cincuenta llegamos a ser ciento treinta en el rancho, como le decimos a la cárcel. Hasta pasé dos motines.

La cárcel es una tumba de concreto en donde ves a los demonios a la cara. Todos los días es un infierno que huele a podredumbre. En un texto que escribí dije que tenía envidia de los pájaros, tanto era el coraje que quería arrancarles las alas. Ciento ochenta pasos de largo y doscientos cincuenta pasos de ancho es lo que mide la cárcel; caminé esa distancia durante años; no hay nada más que hacer. Muchas de mis compañeras no aguantaron el encierro y se cortaron las venas; una sí lo logró. Una gran amiga colombiana se ahorcó, estaba por narcotráfico. Es tanto el dolor moral que ya no representa nada el dolor físico. Eso lo descubrí un día que me cayó una ventana en la mano. Cruzas el umbral del dolor.

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Escritora

Un día unos poetas llegaron a dar un taller a la cárcel y para aquietar mi mente decidí tomarlo para aprovechar las pocas oportunidades de estudiar. Antes de ser prisionera escribía, pero solamente para desahogarme, porque para crear requieres de herramientas literarias. Duré un año en el taller. Escribía día y noche. Inicié con cuento corto y poesía. En prisión hay un horario para dormir, no puedes escribir a cualquier hora. Que si la talacha, la comida, el psicólogo; hay horarios. Escribía en mis momentos libres que no siempre eran los de mis compañeras. A veces en la celda se pelaban, gritaban, se golpeaban y yo tenía que seguir escribiendo para no desenfocarme. A las diez de la noche apagaban la luz y prendía una vela; textos míos tienen manchas de cera y así los mandé a concursar. Mis escritores favoritos, algunos de los cuales estaban en la pequeña biblioteca de la prisión son Saramago, Fuentes, Borges, Sabines.

La primera vez que gané fue en el dos mil cinco, segundo lugar del premio penitenciario, José Revueltas, en cuento corto; tenía que estar hecho a computadora y yo lo mandé a mano, todos los premios con los que gané están escritos así. Dos años después el José Revueltas lo volví a ganar pero ahora primer lugar. En el dos mil nueve concursé en la Universidad Autónoma de Yucatán; gané el Jesús Amaro Gamboa; cuando abrieron la plica se shokearon al ver que el ganador era un prisionero. Ese mismo año obtuve el premio nacional penitenciario de poesía, Salvador Díaz Mirón. Hasta gané el primer lugar en un concurso estatal de poesía organizado por Tv Azteca. Dos poemas míos han aparecido en dos libros: La mujer rota: antología internacional de poesía, esto por invitación de Elena Poniatowska, y presentado en la FIL de Guadalajara; y Mujeres en prisión y otros relatos de la escritora, Verónica García.

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No es fácil ganar. Mis compañeras no veían con buenos ojos mis logros. Les dolía que alguien quisiera salir adelante, porque todas estamos conectadas con el mismo dolor, somos parte del mismo equipo de resentimiento. Duele que alguien rompa con esa forma de ser que ya está establecida, mimetizada. Si estaban platicando me acercaba y me daban la espalda. Pero después pasó algo y nos llevamos mejor.


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En el aniversario del natalicio de Miguel de Cervantes, estando presa, me invitaron a comer al restaurante, El Mesón del Conde, para entregarme el primer lugar del premio José Revueltas, en cuento corto. Varias instituciones estaban participando. Fueron por mí a la cárcel sin avisarme: llegaron, me dijeron que me vistiera y ¡vámonos! No usábamos uniforme, vestíamos con ropa normal, nada extravagante. Llegué al restaurante muy contenta, en medio un operativo custodiada por los policías más grandotes que encontraron. Ya me estaban esperando todos los escritores. Me sentaron a leer mi texto ganador y dos hombres armados estuvieron detrás de mí como si estuvieran presentando a un narcotraficante. El público estaba como asustado, pero con el morbo de saber qué iba a pasar.

"No me voy a sentar al lado de esa asesina", decían algunos escritores. "Es buena la perra", opinaban unos poetas. Al terminar el evento el dueño del restaurante me regaló unos botes de nieve, pero llenos de comida típica yucateca. Llegué a la celda y compartí con todas mis compañeras. Creo que ahí ya les caí mejor.

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En prisión pierdes noción de tu ser como mujer. Se te va olvidando cómo eres, pero para eso teníamos espejos redondos y pequeños, donde solamente podíamos vernos un ojo. La mente se vuelca al pasado y te recuerda desde que naciste; o viaja al futuro y te pone a pensar qué harás al quedar libre, ese es el pensamiento que te mantiene cuerda. Pero como sea, la noción de presente no lo vives.

El dictamen de la criminóloga me declara inocente. Fueron las circunstancias de vida las que me encarcelaron. Ocho días en una hacienda en el monte sufriendo tortura física de parte de veinte judiciales que me agarraban las nalgas y que me amenazaban con violarme; que me metían unos trancazos de agua mineral en la nariz. Encerrada sin que me presentaran ante el ministerio público. Uno firma lo que sea que te digan que firmes.

Maestra

En prisión no sólo me convertí en escritora sino también en maestra. Una amiga guatemalteca presa por tráfico de indocumentados o como decimos, por ayudar a sus compatriotas a cruzar a Chiapas, a cada rato pedía que le escribiera cartas para su familia. A veces me agarraba de buenas y las escribía, pero en ocasiones no quería saber de nadie y le decía que no estuviera chingando.

"Voy a enseñarte a escribir para que hagas tus cartas", le dije una mañana. Así empezó una enseñanza de más de cien mujeres: algunas nomás hablaban maya y otras solamente ponían su huella digital y ese es un problema a la hora de tener que defenderse. Por ejemplo: una de mis alumnas había puesto varias denuncias contra su marido, la agredía de forma horrible; estaba harta de que la golpeara. Un día lo acuchilló y lo mató. Apenas hablaba español, su lengua es la maya; si hablando español no te hacen caso, ahora imagínate hablando un dialecto que no hablan tus acusadores. Por eso también les enseñaba a defenderse. Cuando las chicas iban a ser presentadas ante el juez o antes las personas que las habían golpeado o que las acusaban, les decía: grita, patalea, no te quedes con los brazos cruzados, o te quedarás aquí igual que yo. Porque cuando veo una injusticia grito y soy capaz de todo, ¿por qué? Porque no tuve quién me defendiera en la cárcel excepto un abogado de oficio que tartamudeaba y se le caían los lentes cuando se ponía nervioso.

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Muchas de mis alumnas continuaron sus estudios cuando salieron de la cárcel. Ahí me comenzaron a decirme maestra. La vida y ellas me dieron ese título que sigo teniendo hasta hoy.

Libertad

No cumplí mi condena de veinticinco años; solamente estuve catorce. No me absolvieron, nunca me declararon inocente sino que por buena conducta me liberaron. Todavía no encuentro un equilibrio, cuesta mucho acostumbrarse a la libertad. A veces trato de aconsejar o llamarles la atención a mis hijas que tienen veinticinco y veinticuatro años y se traban, me miran raro; están acostumbradas a resolverse por sí solas. Vivían con los abuelos, pero eran independientes. Ya no puedo seguir en mi papel de mamá. Aunque eso sí, todos los días desde la cárcel, hacía cola en los teléfonos públicos para hablar con ellas. Con el dinero que gané en los premios apoyé a una de mis hijas que estudió para médico cirujano, por ella me esforcé.

Zindy recibiendo su libertad. Foto de internet.

Chiles rellenos

Hacemos una pausa para tomar un poco de cerveza y estirar las piernas. "Siéntate, vamos a comer chiles rellenos que preparó la mamá de ochenta y un años de Ugo, mi pareja", me dice Zindy. "Todavía cocina la señora".

En ese momento, como actor que pisa el escenario, su pareja entra a la casa. Ugo es un artista visual, serio y amable, que en sus presentaciones artísticas se perfora la carne de la espalda con ganchos de metal y se eleva sobre el público.

Los tres nos sentamos a comer. "Modelo, Indio o Superior, ¿qué cerveza te gusta para acompañar la comida?", me pregunta Ugo y respondo que cualquiera de las tres me agrada. Se dirige al estanquillo de los vecinos y en un parpadeo está de vuelta con un misil helado.

"También me he perforado los testículos y el pito, pero estamos comiendo, eso más tarde lo hablamos", dice educadamente el artista antes de trozar un pedazo de queso con el tenedor.

Esta noche Zindy presentará un libro de poemas eróticos de unos de sus amigos. No asistirá al after en un restaurante bar. Mañana se levanta temprano a dar clases de inglés en una primaria, y de guitarra, ajedrez y poesía en el Cereso Femenil. "Salí de la cárcel y un mes después ya estaba de vuelta dando clases a mis compañeras; también cuando salí libre fui secretaria en una mezcalería y recepcionista en un hotel ", me dice.

"Sé que es una pregunta pendeja pero, ¿extrañas la cárcel, Zindy?", indago.

"Extraño el tiempo que tienes para crear y escribir cosas. La vida en libertad es muy rápida, hay mucha gente en la calle; tienes que vivir corriendo, trabajando, solventando gastos. En prisión el tiempo es muy lento; un día es como un año. Todavía no encuentro un equilibrio, me cuesta mucho acostumbrarme a este sistema de vida. Sigo sorprendida con el internet, con los policías que andan en un patín eléctrico; me maravillas los semáforos y los aparatos electrónicos muy modernos", me confiesa.

Al llegar a mi habitación conoceré la historia, pero ahora narrada por los periódicos. Todo sucedió en octubre de mil novecientos noventa y cuatro. El abogado yucateco-español, Augusto López Canto, fue secuestrado por su ex compañero de universidad, Jorge Pacheco Río, después de que ambos convivieron en una fiesta. El pago del rescate de tres millones de pesos se realizó, pero el abogado fue asesinado a balazos ya que reconoció a su antiguo compañero de clases. El cadáver fue hallado en una hacienda, tirado y con varios balazos, uno de ellos en la cien. El crimen y secuestro se realizó en complicidad de cuatro personas más ―según la fiscalía―: Zindy, su pareja sentimental, su hermano y un amigos de los dos últimos. Cuatro años después Jorge Pacheco sería detenido en la Ciudad de México, en donde había establecido una tienda de artesanías con el dinero del secuestro. Dos años más adelante moriría de un ataque cardiaco dentro de su celda en Mérida. Hasta la fecha el hermano y el padre de los hijos de Zindy están prófugos. El quinto participante fue liberado junto con ella.